Me indicaron la habitación de Saint-Loup. Un instante me quedé parado ante su puerta cerrada, porque oía moverse a alguien; removían una cosa, dejaban caer otra; sentía yo que la habitación no estaba vacía, que había alguien en ella. Pero no era sino el fuego encendido, que ardía. No podía estar tranquilo, cambiaba de lugar los leños, y con harta torpeza. Entré; dejó rodar un leño, hizo humear otro. E incluso cuando no se movía como la gente vulgar, dejaba de continuo oír ruidos que, desde el momento en que veía subir la llama, se me aparecían como ruidos del fuego, pero que, de haber estado al otro lado de la pared, hubiera creído que venían de alguien que se sonaba y paseaba. Por último me senté en la habitación. Colgaduras de liberty y viejas telas alemanas del siglo XVIII la preservaban del olor que exhalaba el resto del edificio, grosero, insulso y corruptible como el del pan moreno. Allí, en aquella habitación encantadora, era donde yo hubiera cenado y dormido feliz y con sosiego. Saint-Loup parecía presente casi, gracias a los libros de trabajo que estaban sobre su mesa al lado de unas fotografías, entre las que reconocí la mía y la de la señora de Guermantes, gracias al fuego que había acabado por hacerse a la chimenea y, como un animal echado en ardiente espera, silencioso y fiel, dejaba caer únicamente de cuando en cuando una brasa que se desmoronaba o lamía la pared con una llama de la chimenea. Oía yo el tictac del reloj de Saint-Loup, que no debía de estar muy lejos de mí. Este tictac cambiaba de lugar a cada momento, porque yo no veía el reloj; me parecía que venía de detrás de mí, de delante, por la derecha, por la izquierda, que se apagaba a veces como si estuviese muy lejos. De pronto descubrí el reloj sobre la mesa. Entonces oí el tictac en un lugar fijo, de donde ya no se movió. Cuando menos, creía oírlo en aquel punto; no lo oía en él, lo veía allí, los sonidos no tienen lugar. Por lo menos los referimos a movimientos y merced a ello poseen la utilidad de avisarnos de esos movimientos, de parecer como que los hacen necesarios y naturales. Ocurre a veces, desde luego, que un enfermo al cual han tapado herméticamente los oídos no oiga ya el crepitar de un fuego como el que en aquel momento machaconeaba en la chimenea de Saint-Loup, mientras trabajaba en hacer tizones y cenizas que hacía caer luego en su rejilla, como tampoco oye el paso de los tranvías, cuya música alzaba el vuelo, en intervalos regulares, en la plaza mayor de Doncières. Entonces, si el enfermo lee, las páginas pasarán silenciosamente, como si fuesen recorridas por la mano de un dios. El pesado rumor de un baño que alguien está preparando se atenúa, se aligera y se aleja como un gorjeo celestial. El retroceso del ruido, su adelgazamiento, le quitan todo poder agresivo respecto de nosotros; enloquecidos hace unos momentos por unos martillazos que parecían sacudir el techo sobre nuestra cabeza, nos complacemos ahora en recogerlos, ligeros, acariciadores, lejanos, como un murmullo de follajes que jugasen sobre la carretera con el céfiro. Hace uno solitarios con cartas que no entiende, hasta el punto de que cree no haberlas barajado, que se mueven por sí solas, y que, adelantándose a nuestro deseo de jugar con ellas, se han puesto a jugar con nosotros. Y a este respecto cabe preguntarse si en lo que atañe al Amor (añadamos inclusive, al Amor, el amor a la vida, el amor a la gloria, ya que, según parece, hay gentes que conocen estos dos últimos sentimientos) no debería hacerse como los que, para defenderse contra el ruido, en lugar de implorar que cese, se tapan los oídos, y, a imitación de ellos, retraer nuestra atención, nuestra defensiva, a nosotros mismos, darles como objeto que reducir, no el ser exterior a quien amamos, sino nuestra capacidad de sufrir por él.
Volviendo al sonido, si se hace mayor una de las bolas que cierran el conducto auditivo, éstas obligan al pianissimo a la joven que tocaba, encima de nuestra cabeza, un aire turbulento; si se unta una de esas bolas de una materia grasa, su despotismo es obedecido inmediatamente por la casa toda, sus leyes se extienden inclusive al exterior. El pianissimo no basta ya, la bola hace que se cierre instantáneamente el teclado y la lección de música acaba bruscamente; el señor que paseaba sobre nuestra cabeza cesa de repente en su ronda; la circulación de los coches y de los tranvías queda interrumpida, como si se esperase a un jefe de Estado. Y esta atenuación de los sonidos turba incluso a veces el sueño en lugar de protegerlo. Todavía ayer, los ruidos incesantes, al describirnos de una manera continua los movimientos de la calle y de la casa, acababan por adormecernos como un libro aburrido; hoy, en la superficie de silencio extendida sobre nuestro sueño, un choque, más fuerte que los demás, llega a hacerse oír, leve como un suspiro, sin ligazón con ningún otro sonido, misterioso, y el requerimiento de explicación que exhala basta para despertarnos. Si se retiran por un instante los algodones superpuestos al tímpano del enfermo y, de pronto, la luz, el pleno sol del sonido se muestra de nuevo, cegador, renace en el universo, el pueblo vuelve a toda velocidad en rumores aislados, se asiste, como si fueran salmodiadas por ángeles músicos, a la resurrección de las voces. Las calles vacías se llenan por un instante de las alas rápidas y sucesivas de los tranvías cantores. Y en la misma habitación, el enfermo acaba de crear, no, como Prometeo, el fuego, sino el ruido del fuego. Y al aumentar, al adelgazar los tapones de guata, es como si se hiciera funcionar, alternativamente, uno u otro de los dos pedales que se han añadido a la sonoridad del mundo exterior.
Sólo que hay también supresiones de ruidos que no son momentáneas. El que se ha quedado completamente sordo ni siquiera puede hacer calentar a su lado un cacillo con leche sin que tenga que espiar con los ojos, sobre la tapadera ladeada, el reflejo blanco, hiperbóreo, semejante al de una tempestad de nieve, y que es el signo premonitorio al cual es prudente obedecer retirando, como el Señor al detener las aguas, los enchufes eléctricos; porque ya el huevo ascendente y espasmódico de la leche que hierve lleva a cabo su crecida en algunas ebulliciones oblicuas, infla, redondea algunas velas medio zozobradas que había plegado la crema, arroja a la tempestad una de ellas, de nácar, y la interrupción de las corrientes, si se conjura a tiempo la tormenta eléctrica, hará girar todas esas velas sobre sí mismas y las lanzará a la deriva, trocadas en pétalos de magnolia.
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