Pero si el enfermo no ha tomado suficientemente aprisa las precauciones necesarias, bien pronto, al emerger apenas de un mar blanco sus libros y su reloj, pasada esta barra láctea, se vería obligado a pedir auxilio a su vieja criada, que, aun cuando el enfermo fuese un político ilustre o un gran escritor, le diría que tiene menos sentido que un niño de cinco años. En otros momentos, en la cámara mágica, ante la puerta cerrada, una persona, que hace un instante no estaba allí, ha hecho su aparición; es un visitante a quien no se ha oído entrar y que no hace más que ademanes, como en uno de esos teatrillos de fantoches, de tanto descanso para aquellos que han cobrado aborrecimiento al lenguaje hablado. Y en cuanto al sordo total, como la pérdida de un sentido añade al mundo tanta belleza como no da su adquisición, se pasea ahora en colmo de delicias por una Tierra casi edénica en que todavía no ha sido creado el sonido. Las más altas cascadas despliegan para sus ojos solos su sábana de cristal, más tranquilas que el mar inmóvil, como cataratas del Paraíso. Como el ruido era para él, antes de su sordera, la forma perceptible bajo la que yacía la causa de un movimiento, los objetos movidos sin ruido parece que lo sean sin causa; despojados de toda cualidad sonora, muestran una actividad espontánea, parecen vivir; agítanse, se inmovilizan, toman fuego de sí mismos. Alzan por sí mismos el vuelo, como los monstruos alados de la prehistoria. En la casa solitaria y sin vecinos del sordo, el servicio que, antes de que el achaque fuese completo, mostraba ya más reserva, se hacía silenciosamente, está asegurado ahora, con algo de subrepticio, por mudos, como le ocurre a un rey de comedia de magia. Como en el escenario, asimismo, el edificio que el sordo ve desde su ventana —cuartel, iglesia, alcaldía— no es más que una decoración. Si algún día llega a hundirse, podrá emitir una nube de polvo y escombros visibles; pero, menos material aún que un palacio de teatro, de cuya delgadez carece, empero, caerá en el universo mágico sin que la caída de sus pesados sillares de cantería empañe con la vulgaridad de ningún ruido la castidad del silencio.
El mucho más relativo que reinaba en la camareta militar en que yo me encontraba desde hacía un momento, se quebró. Se abrió la puerta y Saint-Loup, dejando caer su monóculo, entró presuroso.
—¡Qué a gusto se encuentra uno en este cuarto, Roberto! —le dije—; ¡qué bien si estuviese permitido cenar y dormir aquí!
Y, en efecto, de no haber estado prohibido, qué reposo sin tristeza hubiera saboreado allí, protegido por aquella atmósfera de tranquilidad, de vigilancia y de alegría que sostenían mil voluntades reguladas y sin inquietud, mil espíritus libres de cuidados, en la gran comunidad de un cuartel, donde, como el tiempo ha tomado la forma de la acción, la triste campana de las horas era sustituida por la misma gozosa charanga de las llamadas, cuyo recuerdo sonoro, desmigajado y pulverulento, se mantenía perpetuamente en suspenso sobre el enlosado de la ciudad, voz segura de ser escuchada, y musical, porque no era sólo la orden de la autoridad a la obediencia, sino también de la cordura a la felicidad.
—¿Conque preferiría usted acostarse aquí, a mi lado, mejor que irse solo al hotel? —me dijo Saint-Loup, riendo.
—Es usted cruel, Roberto, en tomarlo con ironía —le dije—, sabiendo como sabe que eso es imposible, y que allí voy a sufrir tanto.
—Me adula usted —me dijo—, porque precisamente se me ha ocurrido la idea de que usted preferiría quedarse aquí esta noche. Y eso es precisamente lo que había ido a pedirle al capitán.
—¿Y lo ha permitido? —exclamé.
—Sin la menor dificultad.
—¡Oh! ¡Lo adoro!
—No; eso es demasiado. Ahora déjeme usted que llame a mi ordenanza para que se ocupe de nuestra cena —añadió, mientras yo me volvía para ocultar mis lágrimas.
Varias veces entraron uno u otro de los camaradas de Saint-Loup. Este los ponía a la puerta.
—Vamos, largaos de aquí.
Yo le pedía que les dejara quedarse.
—Nada de eso; le abrumarían a usted: son seres completamente incultos que no pueden hablar más que de carreras, como no sea de almohazar caballos. Y, además, por lo que a mí se refiere, me echarían a perder estos instantes tan preciosos que tanto he deseado. Tenga usted en cuenta que si hablo de la mediocridad de mis camaradas no quiero decir que todo el que es militar carezca de intelectualidad, ni mucho menos. Tenemos un comandante que es un hombre admirable. Ha dado un curso en que trató la historia militar como una demostración, como una especie de álgebra. Estéticamente, incluso, el procedimiento es de una belleza sucesivamente inductiva y deductiva que no habría de dejarle a usted insensible.
—¿No es el capitán que me ha autorizado a quedarme aquí?
—No, a Dios gracias, porque el hombre a quien usted adora por tan poca cosa es el imbécil más grande que haya habido jamás en la tierra. Es perfecto para ocuparse del rancho y del uniforme de sus hombres; se pasa las horas muertas con el sargento mayor y con el maestro sastre. Esa es toda su mentalidad. Por lo demás, desdeña extraordinariamente, como todo el mundo, al admirable comandante de quien hablaba a usted. Nadie trata a éste porque es francmasón y no va a confesarse. El príncipe de Borodino no recibiría nunca en su casa a este pequeño burgués; lo cual, con todo, no deja de ser el colmo de la frescura en un hombre cuyo bisabuelo era un labriego, y que, de no ser por las guerras de Napoleón, sería probablemente también labrador. Por lo demás, se da cuenta de su situación —ni carne ni pescado— en sociedad. Ese supuesto príncipe va apenas al Jockey, de tan violento como se encuentra allí —añadió Roberto, que, inducido por un espíritu de imitación a adoptar las teorías sociales de sus señores y los prejuicios mundanos de sus padres, unía, sin darse cuenta de ello, al amor a la democracia el desdén hacia la nobleza del Imperio.
Yo miraba a la fotografía de su tía, y el pensamiento de que Saint-Loup, como poseedor de aquella fotografía, pudiera acaso dármela, me hizo quererle más aún y sentirme deseoso de prestarle mil servicios, que me parecían poca cosa a cambio de aquélla. Porque esta fotografía era como un encuentro más añadido a los que ya había tenido yo con la señora de Guermantes, o, mejor aún, un encuentro prolongado, como si ella, merced a un brusco progreso de nuestras relaciones, se hubiese detenido a mi lado, tocada con una pamela y me hubiese dejado por vez primera contemplar a mis anchas aquella morbidez de la mejilla, aquella línea de la nuca, aquel ángulo de las cejas (hasta aquí veladas para mí por la rapidez de su paso, por el aturdimiento de mis impresiones, por la inconsistencia del recuerdo) y su contemplación, ni más ni menos que la del pecho y los brazos de una mujer a quien hasta entonces no hubiera visto sino con traje subido, era para mí un voluptuoso descubrimiento, un regalo. Estas líneas que me parecía casi prohibido mirar podría estudiarlas en el retrato como en un tratado de la única geometría que tuviese valor para mí. Más tarde, al mirar a Roberto, me di cuenta de que también él era un poco como una fotografía de su tía, y en virtud de un misterio casi tan conmovedor para mí, ya que si el rostro de él no había sido directamente producido por el de ella, ambos tenían, sin embargo, un origen común. Los rasgos de la duquesa de Guermantes, que estaban prendidos en mi visión de Combray, la nariz en forma de pico de halcón, los ojos penetrantes, parecían haber servido asimismo para recortar, en otro ejemplar análogo y menos consistente, de piel demasiado fina, el semblante de Roberto, que podía casi superponerse al de su tía. Contemplaba en él con envidia aquellos rasgos característicos de los Guermantes, de esa raza que se ha conservado tan inconfundible en mitad del mundo, en que no se pierde y en el que permanece aislada en su gloria divinamente ornitológica, porque parece que haya nacido, en los tiempos de la mitología, de la unión de una diosa y de un pájaro.
Roberto, sin conocer sus causas, estaba conmovido ante mi ternura.
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