Si hubiera sido tentado, mientras dormía, de dejarme arrastrar de nuevo hacia mi memoria ordinaria, el lecho a que no estaba habituado, la mimosa atención que me veía obligado a prestar a mis posturas cada vez que me movía, hubiesen sido suficientes para rectificar o conservar el nuevo hilo de mis sueños. Ocurre con el sueño como con la percepción del mundo exterior. Basta una modificación introducida en nuestras costumbres para tornarlo poético; basta con que al desnudarnos nos hayamos quedado sin querer dormidos sobre nuestro lecho, para que las dimensiones del sueño cambien y su belleza sea percibida. Despierta uno, ve que su reloj marca las cuatro; no son más que las cuatro de la mañana, pero creemos que ha transcurrido todo el día, hasta tal punto ese sueño de unos minutos, que no habíamos buscado, nos ha parecido llovido del cielo, en virtud de algún derecho divino, enorme y grávido como el globo de oro de un emperador. A la mañana, fastidiado al pensar que mi abuelo estaba arreglado y que me esperaban para salir a dar una vuelta hacia Méséglise, me despertó la charanga de un regimiento que todos los días pasó por debajo de mis ventanas. Pero dos o tres veces —y lo digo porque no cabe describir bien la vida de los hombres sin hacerla bañarse en el sueño en que se sumerge y que noche tras noche la rodea como una península está cercada por el mar—, el sueño interpuesto fue bastante resistente en mí para resistir al choque de la música, y no oí nada. Los demás días cedió un instante; pero, aterciopelada todavía de haber dormido, mi conciencia, como esos órganos previamente anestesiados para los cuales una cauterización, que en el primer momento permanece insensible, no es percibida completamente hasta el final y como una ligera quemadura, sólo era suavemente afectada por las agudas punzadas de los pífanos que la acariciaban como un vago y fresco gorjeo matinal, y tras esta breve interrupción en que el silencio se había hecho música, tornaba a empezar con mi sueño aun antes de que los dragones hubieran acabado de pasar, hurtándome las últimas ramillas floridas del ramo saltante y sonoro. Y la zona de mi conciencia que sus tallos habían rozado al brotar era tan estrecha, tan enmarañada de sueño, que más tarde, cuando Saint-Loup me preguntaba si había oído la música, ya no estaba seguro de que el sonido de la banda no hubiera sido tan imaginario como el que oía durante el día alzarse con el menor rumor sobre las losas de la ciudad. Quizá lo había oído solamente entre sueños por temor a que me despertase o, por el contrario, de no despertar y no ver el desfile. Porque a menudo me ocurría, cuando me quedaba traspuesto en el momento en que había pensado, lejos de eso, que el ruido me habría despertado, que por espacio de una hora creía estar despierto aún, entre sueños, y me representaba a mí mismo, en tenues sombras sobre la pantalla de mi sueño, los diversos espectáculos que ese sueño me vedaba, pero a los que me hacía la ilusión de asistir.
Lo que se hubiera hecho por el día ocurre, en efecto, al llegar el sueño, que sólo en sueños se realiza; es decir, conforme a la curva del adormecimiento, siguiendo otro camino que el que se ha recorrido despierto. La misma historia cambia y tiene otro final. A pesar de todo, el mundo en que se vive durante el sueño es hasta tal punto diferente, que aquellos a quienes les cuesta trabajo dormirse tratan ante todo de salir del nuestro. Después de haber removido desesperadamente durante horas enteras, con los ojos cerrados, pensamientos análogos a los que hubieran tenido con los ojos abiertos, cobran nuevos ánimos si se dan cuenta de que el minuto precedente ha estado por entero preñado de un razonamiento en contradicción formal con las leyes de la lógica, y la evidencia del presente, esta corta ausencia, significa que está abierta la puerta por donde podrán acaso evadirse inmediatamente de la percepción de lo real, ir a hacer alto más o menos lejos de él, lo cual les deparará un sueño más o menos bueno. Pero ya se ha dado un gran paso cuando se vuelve la espalda a lo real, cuando se llega a los primeros antros donde las autosugestiones preparan como brujas el infernal brebaje de las enfermedades imaginarias o del recrudecimiento de las enfermedades nerviosas, y acechan la hora en que las crisis que han vuelto a surgir durante el sueño inconsciente habrán de desencadenarse con la fuerza suficiente para hacerlo cesar.
No lejos de ese punto está el jardín reservado en que crecen como flores desconocidas los sopores, tan diferentes entre sí —sopor del estramonio, del cáñamo índico, de los múltiples extractos del éter, sopor de la belladona, del opio, de la valeriana, flores que permanecen cerradas hasta el día en que el desconocido predestinado venga a tocarlas, a hacerlas abrirse y exhalar durante largas horas el aroma de sus sueños particulares, en un ser maravillado y sorprendido—. Al fondo del jardín está el convento de abiertas ventanas en que se oye repetir las lecciones aprendidas antes de dormirse y que sólo se sabrán al despertar, mientras que, presagio de éste, hace resonar su tictac el despertador interior que nuestra preocupación ha regulado tan bien que cuando nuestra sirvienta venga a decirnos: «son las siete», nos encontrará ya despabilados. De las oscuras paredes de esta cámara que se abre sobre los sueños y en que trabaja sin cesar el olvido de las penas amorosas cuya labor prontamente recomenzada es interrumpida a veces y deshecha por una pesadilla llena de reminiscencias, cuelgan, aun después del despertar, los recuerdos de los sueños, pero tan entenebrecidos que a menudo no los percibimos por vez primera hasta que, en plena siesta, el rayo de una idea similar viene fortuitamente a chocar con ellos; algunos, armoniosamente claros ya mientras dormíamos, pero que se han tornado tan inidentificables que, como no los hemos reconocido, no podemos hacer más que apresurarnos a devolverlos a la tierra, como a muertos que se han descompuesto demasiado a prisa, o como a objetos tan gravemente deteriorados y próximos al polvo que ni el restaurador más hábil podría devolverles la forma ni sacar nada de ellos. Cerca de la reja está la cantera adonde van los sueños profundos a buscar sustancias que impregnen la cabeza de unturas tan fuertes que para que el durmiente despierte se ve obligada su propia voluntad, incluso en una mañana de oro, a descargar tremendos hachazos como un joven Sigfredo. Más allá todavía, están las pesadillas que, según pretenden estúpidamente los médicos, fatigan más que el insomnio, cuando, por el contrario, permiten al hombre pensante evadirse de la atención; las pesadillas con sus álbumes fantasistas en que nuestros parientes muertos acaban de sufrir un grave accidente que no excluye una próxima curación. Mientras tanto, los guardamos en una ratonera, en la que son más pequeños que ratones blancos y, cubiertos de grandes botones rojos, adornados cada cual con una pluma, nos dirigen parrafadas ciceronianas. Al lado de este álbum está el disco giratorio del despertar, gracias al cual sufrimos por un instante el fastidio de volver en seguida a una casa destruida desde hace cincuenta años, y cuya imagen, a medida que el sueño se aleja, es borrada por otras muchas antes de que lleguemos a la que sólo se presenta una vez parado el disco y que coincide con la que vamos a ver con los ojos abiertos.
Yo, a veces no había oído nada, yacente en uno de esos sopores en que se cae como en un agujero de que nos sentimos felices de ser extraídos un poco más tarde, grávidos, sobrealimentados, digiriendo todo lo que nos han traído, como las ninfas que alimentaban a Hércules, esas ágiles potencias vegetativas cuya actividad redobla mientras dormimos.
Se llama a esto un sueño de plomo, parece que uno mismo se haya convertido, por espacio de algunos instantes después de haber cesado un sueño así, en un simple monigote de plomo. Ya no somos personas. Entonces, ¿cómo es que al buscar uno su pensamiento, su personalidad, como quien busca un objeto perdido, acaba por recobrar su propio yo antes que otro alguno? ¿Por qué cuando empezamos a pensar de nuevo no es entonces la que encarna en nosotros otra personalidad que la anterior? No se ve qué es lo que dicta la elección y por qué, entre los millones de seres humanos que uno podría ser, va a poner precisamente la mano en aquel que era la víspera. ¿Qué es lo que nos guía cuando verdaderamente ha habido interrupción (ya haya sido completo el sueño o los sueños enteramente diferentes de nosotros)? Ha habido verdaderamente muerte, como cuando el corazón ha cesado de latir y unas tracciones rítmicas de la lengua nos reaniman. La habitación, desde luego, aunque solamente la hayamos visto una vez, despierta recuerdos de que penden otros más antiguos. ¿Dónde dormían en nosotros algunos de que adquirimos conciencia? La resurrección en el despertar —después de ese benéfico acceso de enajenación mental que es el sueño— debe de asemejarse, en el fondo, a lo que ocurre cuando se vuelve a encontrar un nombre, un verso, un estribillo olvidados. Y acaso quepa concebir la resurrección del alma allende la muerte como un fenómeno de memoria.
Cuando había acabado de dormir, atraído por el cielo soleado, pero detenido por la frialdad de esas postreras mañanas tan luminosas y tan glaciales en que comienza el invierno, para contemplar los árboles en que las hojas ya no estaban indicadas más que por uno o dos toques de oro o de rosa que parecían haber quedado en el aire, en una trama invisible, alzaba la cabeza y alargaba el cuello mientras mi cuerpo seguía semiescondido entre los cobertores; como una crisálida en vías de metamorfosis, era una criatura doble a cuyas diversas partes no convenía el mismo medio; a mi mirada le bastaba con el color, sin calor; mi pecho, en cambio, se cuidaba del calor y no del color. No me levantaba hasta que el fuego estaba encendido, y contemplaba el cuadro tan transparente y dulce de la mañana malva y dorada a la que acababa de añadir artificialmente las partes de calor que le faltaban, atizando mi fuego que ardía y humeaba como una buena pipa y, como hubiera podido hacer ésta, me deparaba un goce a la vez grosero, ya que reposaba en un bienestar material, y delicado, porque tras él se esfumaba una pura visión. Mi tocador estaba tapizado de un rojo violento sembrado de flores negras y blancas, a que parece que me hubiera debido costar cierto trabajo acostumbrarme. Pero no hicieron más que parecerme nuevas, obligarme a entrar, no en conflicto, sino en contacto con ellas, modificar la alegría y los cantos de mi despertar; no hicieron más que ponerme a la fuerza en el corazón de una especie de amapola para mirar al mundo que veía por completo diferente que en París, del alegre biombo que era esta casa nueva, distintamente orientada que la de mis padres y a la que afluía un aire puro. Ciertos días me sentía agitado por el deseo de volver a ver a mi abuela o por el temor de que estuviese enferma, o bien era el recuerdo de algún asunto que había dejado en tramitación en París y que no adelantaba; a veces, también, alguna dificultad en que, aun aquí, había encontrado modo de meterme.
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