Uno u otro de estos cuidados no me habían dejado dormir, y me encontraba sin fuerzas contra mi tristeza, que en un momento colmaba para mí toda la existencia. Entonces, desde el hotel, mandaba al cuartel a alguien con dos palabras para Saint-Loup: le decía que si le era materialmente posible —sabía que le era muy difícil— fuese tan bueno que se pasase un instante por mi cuarto. Al cabo de una hora llegaba, y al oír su campanillazo me sentía libre de mis preocupaciones. Sabía que si éstas eran más fuertes que yo, él era más fuerte que ellas, y mi atención se desprendía de ellas y se volvía hacia él, que había de decidir. Acababa de entrar y ya había extendido en torno a mí el aire libre en que desplegaba tanta actividad desde por la mañana, medio vital muy diferente de mi habitación y al cual me adaptaba inmediatamente con reacciones adecuadas.
—Espero que no me guardará usted rencor porque le haya molestado; siento no sé qué que me atormenta, ya lo habrá usted adivinado.
—Nada de eso; he pensado sencillamente que tenía usted ganas de verme y me ha parecido muy amable. Encantado de que me haya hecho usted llamar. Pero ¿qué, es que no se encuentra usted bien? ¿Qué puedo hacer en su servicio?
Escuchaba mis explicaciones, me respondía con precisión; pero aun antes de que hubiese hablado me había hecho semejante a sí; al lado de las ocupaciones importantes que hacían de él un ser tan atrafagado, tan alerta, tan contento, las molestias que momentos antes me impedían estar ni un instante sin sufrir me parecían, como a él, desdeñables; era como un hombre que, después de llevar varios días sin poder abrir los ojos, hace llamar a un médico, el cual con habilidad y con dulzura le separa los párpados, le quita y enseña un grano de arena; el enfermo queda curado y tranquilo. Todos mis trastornos se resolvían en un telegrama que Saint-Loup se encargaba de poner. La vida me parecía tan diferente, tan hermosa, me sentía inundado de tal exceso de fuerza, que quería hacer algo.
—¿Qué va usted a hacer ahora? —le decía a Saint-Loup.
—Voy a dejarle a usted, porque dentro de tres cuartos de hora salimos de marcha y hago falta.
—Entonces, ¿le ha molestado a usted mucho venir a verme?
—No, no me ha molestado; el capitán ha estado muy amable, ha dicho que desde el momento en que era cosa de usted, debía venir; pero, en fin, no quiero que parezca que abuso.
—Pero si ahora yo me levantase pronto y me fuese yo solo al sitio donde van ustedes a hacer maniobras, me interesaría mucho verlas y de paso tal vez pudiese hablar con usted en los descansos.
—No se lo aconsejo; se ha desvelado usted, se ha inquietado por una cosa que, se lo aseguro, carece por completo de trascendencia, pero ahora que ya le ha dejado en paz, dese media vuelta en al almohada y duerma, que será un remedio excelente contra la desmineralización de sus células nerviosas; no se duerma demasiado pronto, porque nuestra condenada música va a pasar por debajo de sus ventanas; pero inmediatamente después me figuro que tendrá usted sosiego, y volveremos a vernos esta noche a la hora de cenar.
Pero un poco más tarde di en ir con frecuencia a ver cómo hacía la instrucción de campaña el regimiento, cuando empecé a interesarme por las teorías militares que desarrollaban de sobremesa los amigos de Saint-Loup y cuando pasó a ser el deseo de mis jornadas ver más de cerca a sus diferentes jefes, como quien hace de la música su principal estudio y vive en los conciertos tiene gusto en frecuentar los cafés en que se mezcla a la vida de los músicos de la orquesta. Para llegar al terreno donde hacían las maniobras tenía que darme grandes caminatas. A la noche, después de la cena, las ganas de dormir hacían que a ratos se me fuese la cabeza como en un vértigo. A la mañana siguiente me daba cuenta de que tampoco había oído la charanga, ni más ni menos que como en Balbec, a la mañana siguiente de las noches en que Saint-Loup me había llevado a cenar a Rivebelle, no había oído el concierto de la playa. Y en el momento en que quería levantarme sentía deliciosamente la incapacidad de hacerlo, me sentía atado a un suelo invisible y profundo por las articulaciones que la fatiga me tornaba sensibles de raicillas musculosas y nutricias. Me sentía lleno de fuerza, la vida se extendía más larga ante mí; es que había retrocedido a las dulces fatigas de mi infancia en Combray, a la mañana siguiente de los días en que nos habíamos paseado por la parte de Guermantes. Los poetas pretenden que volvemos a encontrar por un momento lo que en otro tiempo hemos sido, al entrar de nuevo en tal casa, en tal jardín en que hemos vivido de jóvenes. Son peregrinaciones esas harto arriesgadas y al final de las cuales se cosechan tantas decepciones como éxitos. Donde más vale encontrar los lugares fijos contemporáneos de diferentes años es en nosotros mismos. Para eso es para lo que hasta cierto punto puede servirnos una gran fatiga que sigue a una buena noche. Pero éstas, por lo menos, para hacernos bajar a las galerías más subterráneas del sueño, en que ningún reflejo de la vigilia, en que ningún fulgor de memoria alumbra ya el monólogo interior, si es que éste no cesa en ese punto, remueven también el suelo y el subsuelo de nuestro cuerpo que nos hacen volver a encontrar allí donde nuestros músculos se hunden y retuercen sus ramificaciones y aspiran la vida nueva, el jardín en que hemos sido niños. No hace falta viajar para volverlo a ver; lo que hay que hacer es descender para encontrarlo de nuevo. Lo que la tierra ha cubierto ya no está sobre ella, sino debajo; no basta con la excursión para visitar la ciudad muerta, son necesarias las excavaciones. Pero ya se verá cómo ciertas impresiones fugitivas y fortuitas nos retrotraen mucho mejor aún hacia el pasado, con una precisión más aguda, con un vuelo más ligero, más inmaterial, más vertiginoso, más infalible, más inmortal, que esas dislocaciones orgánicas.
A veces mi fatiga era mayor aún: sin poderme acostar, había seguido por espacio de varios días las maniobras. ¡Cómo bendecía entonces la vuelta al hotel! Al meterme en la cama me parecía haber escapado por fin de unos hechiceros, de unos brujos como los que pueblan las novelas dilectas de nuestro siglo XVII. Mi sueño y mi opulenta mañana del día siguiente ya no eran más que un encantador cuento de hadas. Encantador, bienhechor acaso también. Me decía a mí mismo que hay un lugar de asilo contra los peores sufrimientos, que, a falta de otra cosa mejor, puede encontrarse el reposo. Estos pensamientos me llevaban muy lejos.
Los días en que había descanso y en que Saint-Loup, sin embargo, no podía salir, solía ir yo a verle al cuartel. Estaba lejos; había que salir de la ciudad, dejar atrás el viaducto, a uno y otro lado del cual se me ofrecía una vista inmensa. Una fuerte brisa soplaba casi siempre sobre aquellos elevados parajes y henchía todos los edificios del cuartel, que zumbaban incesantemente como entre vientos. Mientras que, en tanto se hallaba ocupado en algún servicio, esperaba yo a Roberto ante la puerta de su habitación o en el comedor, charlando con alguno de sus amigos a quienes me había presentado (y a los que fui luego a ver algunas veces, incluso cuando sabía que no había de encontrarlo a él), viendo por la ventana, a cien metros por debajo de mí, el campo desnudo, pero en el que, acá y allá, nuevas sementeras, a menudo empapadas aún de lluvia e iluminadas por el sol, ponían fajas de un brillo y de una translúcida limpidez de esmalte, me ocurría oír hablar de él, y pronto pude darme cuenta de cómo le querían todos y hasta qué punto era popular.
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