Un torreón sin espesor, que no era más que una faja de luz anaranjada, desde lo alto del cual el señor y su dama decidían de la vida y de la muerte de sus vasallos, había cedido su puesto —al final de aquel «lado de Guermantes» en que tantas hermosas tardes seguía yo con mis padres el curso del Vivona— a esta tierra torrentosa en que la duquesa me enseñaba a pescar truchas y a conocer el nombre de las flores que en racimos violetas y rojizos decoraban los muros bajos de los cercados de en torno; después había sido la tierra hereditaria, el poético dominio en que aquella altiva raza de Guermantes, como una torre amarillenta y cubierta de florones que atraviesa las edades, se alzaba ya sobre Francia cuando el cielo estaba todavía vacío, allí donde habían de surgir más tarde Nuestra Señora de París y Nuestra Señora de Chartres, mientras que en la cima de la colina de Laon no se había posado aún la nave de la catedral como el Arca del Diluvio en la cima del monte Ararat, llena de Patriarcas y de Justos ansiosamente asomados a las ventanas para ver si la cólera de Dios se ha aplacado, llevando consigo los tipos de los vegetales que habrán de multiplicarse sobre la tierra, desbordante de animales que se escapan hasta por las torres sobre cuyo techo se pasean tranquilamente los bueyes contemplando desde lo alto las llanuras de la Champaña; cuando el viajero que dejaba Beauvais a la caída del día aún no veía que le siguiesen dando vueltas, desplegadas sobre la pantalla de oro del poniente, las alas negras y ramificadas de la catedral. Era aquel Guermantes como el marco de una novela, un paisaje imaginario que me costaba trabajo representarme y que, por lo mismo, sentía más deseos de descubrir, enclavado en medio de tierras y de caminos reales que de pronto se impregnarían de particularidades heráldicas, a dos leguas de una estación; recordaba yo el nombre de las localidades próximas como si hubiesen estado situadas al pie del Parnaso o del Helicón, y me parecían preciosas como las condiciones materiales —en ciencia topográfica— de la producción de un fenómeno misterioso. Volvía a ver los escudos de armas pintados en los basamentos de los vitrales de Combray, cuyos cuarteles se habían llenado, siglo tras siglo, con todos los señoríos que, por matrimonios o por adquisiciones, había hecho volar hacia sí aquella ilustre casa desde todos los rincones de Alemania, de Italia y de Francia: tierras inmensas del Norte, poderosas ciudades del Mediodía, que habían venido a unirse y a trabarse en Guermantes y, perdiendo su materialidad, a inscribir alegóricamente su torre de sinople o su castillo de plata en su campo de azur. Había oído yo hablar de las célebres tapicerías de Guermantes y las veía, medievales y azules, un poco gruesas, destacarse como una nube sobre el nombre amaranto y legendario, al pie de la antigua selva en que Childeberto cazó con tanta frecuencia, y ante aquel fino fondo misterioso de las tierras, aquellas lejanías de siglos, me parecía que había de penetrar en sus secretos tan bien como pudiera en un viaje, no más que con acercar a París por un momento a la señora de Guermantes, soberana del lugar y señora del lago, como si su rostro y sus palabras hubieran debido poseer el encanto local de las arboledas y de las riberas y las mismas particularidades seculares del viejo protocolo de sus archivos. Pero por entonces había conocido a Saint-Loup; éste me hizo saber que el castillo no se llamaba de Guermantes sino desde el siglo XVI, en que lo había adquirido su familia. Esta había residido hasta entonces en las cercanías, y su título no venía de aquella región. El pueblo de Guermantes había tomado su nombre del castillo cerca del cual había sido construido, y, para que no destruyese sus perspectivas, una servidumbre que seguía en vigor regulaba el trazado de las calles y limitaba la altura de las casas. En cuanto a las tapicerías, eran de Boucher, compradas en el siglo XIX por un Guermantes amateur, y estaban colgadas al lado de unos mediocres cuadros de caza que aquél había pintado, en un salón de mala muerte tapizado de andrinópolis y de peluche. Con sus revelaciones, Saint-Loup había introducido en el castillo elementos extraños al nombre de Guermantes que no me permitieron seguir extrayendo únicamente de la sonoridad de las sílabas la fábrica de las construcciones. Entonces, en el fondo de aquel nombre, se había borrado el castillo reflejado en su lago, y lo que se me había aparecido en torno a la señora de Guermantes como su morada había sido su hotel de París, el hotel de Guermantes, límpido como su nombre, ya que ningún elemento material y opaco venía a interrumpir y cegar su transparencia. Como la iglesia no significa solamente el templo, sino también la reunión de los fieles, aquel hotel de Guermantes comprendía todas las personas que compartían la vida de la duquesa; pero esas personas, a quienes nunca había visto, no eran para mí más que nombres célebres y poéticos, y, al conocer únicamente personas que tampoco eran más que nombres, no hacían sino acrecentar y proteger el misterio de la duquesa extendiendo en torno a ella un vasto halo que iba a lo sumo degradándose.

En las fiestas que daba ella, como yo no imaginaba ningún cuerpo a los invitados, ningún bigote, ningún borceguí, ninguna frase pronunciada que fuese trivial, ni siquiera original de una manera humana y racional, aquel torbellino de nombres que introducían menos materia de la que hubiera deparado un banquete de fantasmas o un baile de espectros, en torno a aquella estatuilla de porcelana de Sajonia que era la señora de Guermantes, conservaba una transparencia de vitrina en su hotel de vidrio. Después, cuando Saint-Loup me hubo contado anécdotas referentes al capellán, a los jardineros de su prima, el hotel de Guermantes se había trocado —del mismo modo que había podido ser en otro tiempo un Louvre— en una especie de castillo rodeado, en medio del propio París, de sus tierras, poseídas hereditariamente, en virtud de un antiguo derecho extrañamente superviviente, y sobre las que aún ejercía ella privilegios feudales. Pero esta última mansión se había desvanecido, a su vez, cuando habíamos venido nosotros a vivir muy cerca de la señora de Villeparisis, a uno de los pisos vecinos al de la señora de Guermantes, en un ala de su hotel. Era una de esas viejas mansiones como acaso existen todavía algunas, en las que el patio de honor —bien fuesen aluviones traídos por la ola ascendente de la democracia, o bien legado de tiempos más antiguos en que los diversos oficios estaban agrupados en torno al señor— solía tener a los lados trastiendas, obradores, incluso chiscones de zapatero o de sastre como los que se ven apoyados en los muros de las catedrales que la estética de los ingenieros no ha redimido, un portero remendón de calzado que criaba gallinas y cultivaba flores, y al fondo, en la casa «que hace de hotel», una «condesa» que, cuando salía en su vetusta carretela de dos caballos, ostentando en su sombrero algunas capuchinas que parecían escapadas del jardinillo de la portería (llevando al lado del cochero un lacayo que bajaba a dejar tarjetas de visita con un pico doblado en cada hotel aristocrático del barrio), enviaba indistintamente sonrisas y breves saludos con la mano a los chicos del portero y a los inquilinos burgueses del inmueble que pasaban en aquel momento, y a los que confundía en su desdeñosa afabilidad y en su ceño igualitario.

En la casa a que habíamos venido a vivir nosotros, la señorona del fondo del patio era una duquesa, elegante y todavía joven. Era la señora de Guermantes, y, gracias a Francisca, no tardé en tener informes acerca del hotel. Porque los Guermantes (a quienes solía designar Francisca con las palabras «abajo», «el bajo») eran su preocupación constante desde por la mañana, en que, echando, mientras peinaba a mamá, una ojeada prohibida, irresistible y furtiva al patio, decía: «¡Vaya, dos hermanitas! De seguro que van abajo», o bien: «¡Qué faisanes más hermosos hay en la ventana de la cocina! No hay que preguntar de dónde vienen; habrá ido de caza el duque», hasta el atardecer, en que si oía, mientras me entregaba mis avíos de noche, el ruido de un piano, el eco de alguna cancioncilla, apuntaba: «Abajo tienen gente; se divierten», y en su rostro regular, bajo sus cabellos ahora blancos, una sonrisa de su juventud, animada y digna, ponía entonces por un momento cada uno de sus rasgos en su sitio, los acordaba en un orden afectado y fino, como antes de una contradanza.

Pero el momento de la vida de los Guermantes que más vivamente excitaba la curiosidad de Francisca, el que le producía más satisfacción y le hacía también más daño, era precisamente aquel en que, al abrirse los dos batientes de la puerta cochera, subía a su carretela la duquesa. Ordinariamente era poco después de que nuestros criados habían acabado de celebrar esa especie de pascua solemne, que nadie debe interrumpir, llamada su almuerzo, y durante la cual eran hasta tal punto tabúes que ni mi mismo padre se hubiera permitido llamarles, sabiendo, por lo demás, que ninguno de ellos se hubiera movido al quinto campanillazo ni al primero, y que, por tanto, hubiera incurrido en tal inconveniencia inútilmente, mas no sin perjuicio para él. Porque Francisca (que desde que se había hecho vieja ponía a cada dos por tres lo que suele llamarse cara de circunstancias) no hubiera dejado de presentarle todo el día un semblante cubierto de manchitas cuneiformes y rojas que desplegaban al exterior, pero de manera poco descifrable, el dilatado memorial de sus quejas y las profundas razones de su descontento. Las desarrollaba, por lo demás, al paño, pero sin que nosotros pudiésemos distinguir bien las palabras. Llamaba a esto —que creía desesperante para nosotros, «mortificante», «vejatorio»— decir todo el santo día «misas por lo bajo».

Acabados los últimos ritos, Francisca, que era a la vez, como en la iglesia primitiva, el celebrante y uno de los fieles, se servía el último vaso de vino, se desprendía del cuello la servilleta, la plegaba limpiándose los labios de un resto de agua enrojecida y de café, la ponía en un servilletero, daba las gracias con una mirada triste a «su» joven lacayo que, para dárselas de atento, le decía: «Vamos, señora, unas pocas más de uvas; están exquisitas», e iba inmediatamente a abrir la ventana, con pretexto de que hacía demasiado calor «en aquella miserable cocina». Echando hábilmente, al mismo tiempo que hacía girar la falleba de la ventana y tomaba el aire, una ojeada desinteresada al fondo del patio, escamoteaba furtivamente la seguridad de que la duquesa no estaba arreglada todavía, contemplaba un instante con sus miradas desdeñosas y apasionadas el coche enganchado, y, una vez concedido por sus ojos aquel instante de atención a las cosas de la tierra, los alzaba al cielo, cuya pureza había adivinado de antemano al sentir la suavidad del aire y el calor del sol, y miraba en el ángulo del techo el sitio en que cada primavera venían a hacer su nido, precisamente encima de la chimenea de mi habitación, unos pichones parecidos a los que zureaban en su cocina, en Combray.

—¡Ah, Combray, Combray! —exclamaba. (Y el tono, cantado casi, en que declamaba esta invocación hubiera podido en Francisca, tanto como la arlesiana pureza de su rostro, hacer sospechar un origen meridional y que la patria perdida que lloraba era algo más que una patria de adopción. Mas acaso se hubiera engañado quien tal pensase, porque parece que no hay provincia que no tenga su mediodía, y cuántos saboyanos y bretones no se encuentran en quienes halla uno todas las dulces transposiciones de largas y breves que caracterizan al meridional). —¡Ah, Combray, cuándo te volveré a ver, pobre tierra! Cuándo podré pasarme todo el santo día al pie de tus espinos blancos y de nuestros pobres lilos, oyendo a los pinzones y al Vivona que hace como el murmullo de alguien que cuchichease, en lugar de oír esa condenada campanilla de nuestro señorito, que jamás se está media hora sin que me haga correr por ese maldito pasillo. Y aún le parece que no ando bastante a prisa; tendría una que haber oído antes de que él llame, y si se retrasa un minuto «le dan» unas cóleras espantosas. ¡Ay, pobre Combray! Acaso no vuelva a verte como no sea de muerta, cuando me echen como a una piedra en el agujero de la sepultura. Entonces ya no me llegará el olor de tus hermosos espinos, completamente blancos. Pero en el sueño de la muerte creo que oiré los tres campanillazos que me habrán condenado ya en vida.

Mas la interrumpían las llamadas del chalequero del patio, el mismo que tanto había agradado en otro tiempo a mi abuela el día en que ésta había ido a ver a la señora de Villeparisis, y que ocupaba un rango no menos elevado en la simpatía de Francisca. Como había alzado la cabeza al oír que se abría nuestra ventana, hacía ya un rato que trataba de atraer la atención de su vecina para darle las buenas tardes. La coquetería de la muchacha que había sido Francisca afinaba entonces en honor del señor Jupien el rugoso rostro de nuestra vieja cocinera entorpecida por la edad, por el mal humor y por el calor del fogón, y, con una encantadora mezcla de reserva, de familiaridad y de pudor, dirigía al chalequero un gracioso saludo, mas sin responderle con la voz, porque si bien infringía las advertencias de mamá con mirar al patio, no se hubiera atrevido a desafiarlas hasta hablar por la ventana, lo cual tenía el don, según Francisca, de valerle, por parte de la señora, «todo un capítulo».