Le indicaba la carretela enganchada, con trazas de decirle: «¡Hermosos caballos!, ¿eh?», pero murmurando al mismo tiempo: «¡Qué trasto viejo!», sobre todo porque sabía que el otro iba a responderle, poniéndose la mano delante de la boca para ser oído, aun cuando hablaba a media voz:
—También ustedes podrían tenerlo si quisieran, e incluso mejor que ellos tal vez, pero a ustedes no les gusta nada de eso.
Y Francisca, después de una seña modesta, evasiva y encantada, cuya significación venía a ser: «Cada cual tiene su modo de ser; aquí estamos por la sencillez», volvía a cerrar la ventana, por temor de que mamá llegase. Los ustedes que hubieran podido tener más caballos que los Guermantes éramos nosotros; pero Jupien tenía razón al decir ustedes, porque, salvo para ciertos placeres de amor propio puramente personales —como, cuando tosía sin parar y toda la casa tenía miedo de contagiarse de su catarro, pretender con irritante fisga que no estaba acatarrada—, semejante a esas plantas a que un animal a quien están enteramente unidas nutre con los alimentos que atrapa, come, digiere para ellas y les ofrece en su último y completamente asimilable residuo, Francisca vivía con nosotros en simbiosis; éramos nosotros los que, con nuestras virtudes, con nuestra hacienda, con nuestro pie de vida, con nuestra situación, teníamos que encargarnos de elaborar las pequeñas satisfacciones de amor propio de que estaba formada—, añadiendo a ellas el derecho reconocido de ejercer libremente el culto del almuerzo con arreglo a la añeja costumbre que llevaba aparejado el sorbito de aire en la ventana cuando aquél había acabado, algún paseo por las calles al ir a hacer sus compras, y una salida, el domingo, para ir a ver a su sobrina: la porción de contento indispensable para su vida. Así se comprende que Francisca hubiera podido agoniarse, los primeros días, presa, en una casa en que todavía no eran conocidos todos los títulos honoríficos de mi padre, de una enfermedad que ella misma llamaba aburrimiento, aburrimiento en el enérgico sentido que tiene en Corneille o en la pluma de los soldados que acaban de suicidarse porque se «aburren» demasiado cerca de su novia, en su pueblo. «Esos Jupien son muy buena gente, gente de bien; lo llevan en la cara». Jupien supo, en efecto, comprender y hacer saber a todos que si no teníamos coche era porque no queríamos. Este amigo de Francisca paraba poco en su casa, porque había conseguido una colocación de empleado en un ministerio. Chalequero primeramente con la «pitusa» a quien mi abuela había tomado por hija suya, había perdido toda utilidad en ejercer su oficio desde que la pequeña, que, siendo casi una niña aún, sabía ya arreglar muy bien una falda, cuando mi abuela había ido en otro tiempo a hacer una visita a la señora de Villeparisis había tomado el camino de la costura para señoras y había llegado a ser maestra. Aprendiza, primero, con una modista que la utilizaba para dar una puntada, coser un volante, prender un botón o un «automático», ajustar un talle con corchetes, pronto había pasado a oficiala segunda, y después a primera, y, habiéndose hecho una clientela de señoras de la mejor sociedad, trabajaba en su casa, es decir, en nuestro patio, las más de las veces con una o dos de sus compañeras de taller, a las que empleaba como aprendizas. Desde entonces la presencia de Jupien había sido menos útil. Claro que la pequeña, que ahora era ya mayorcita, aún tenía que hacer a menudo chalecos. Pero, ayudada por sus amigas, no necesitaba de nadie. Así, Jupien, su tío, había solicitado un empleo. Al principio quedaba libre para volver a casa a mediodía; después, como sustituyese definitivamente al empleado a quien servía solamente de auxiliar, ya no pudo volver a casa antes de la hora del almuerzo. Su «titularización» no se produjo, afortunadamente, hasta algunas semanas después de habernos instalado nosotros en la casa, de manera que la amabilidad de Jupien pudo ejercitarse el tiempo suficiente para ayudar a Francisca a pasar sin demasiadas molestias los primeros tiempos difíciles. Por otra parte, sin dejar de reconocer la utilidad que tuvo así para Francisca a título de «medicamento de transición», debo reconocer que Jupien no me había hecho mucha gracia en el primer momento. A unos cuantos pasos de distancia, destruyendo por completo el efecto que, sin eso, hubieran producido sus rollizas mejillas y sus lozanos colores, sus ojos, que desbordaban de una mirada compasiva, desolada y ensoñadora, hacían pensar que estaba muy enfermo o que acababa de ser herido por algún gran dolor. No sólo no había nada de eso, sino que desde el momento en que hablaba —perfectamente, por otra parte— era más bien frío y burlón. Resultaba de este desacuerdo entre su mirada y sus palabras un no sé qué de falso que no era simpático y por lo que él mismo parecía sentirse tan a disgusto como un invitado en traje de calle en una reunión en que todos visten de etiqueta, o como uno que, teniendo que responder a una Alteza, no sabe a ciencia cierta cómo ha de hablarle y soslaya la dificultad reduciendo sus frases a casi nada. Las de Jupien —porque esto es pura comparación— eran, por el contrario, encantadoras. Correspondiendo acaso a aquella inundación del rostro por los ojos (en la que dejaba de ponerse atención cuando se le conocía), eché de ver bien pronto en él, en efecto, una inteligencia rara y una de las más naturalmente literarias que me haya sido dado conocer, en el sentido de que, probablemente sin cultura, poseía o se había asimilado, no más que con la ayuda de algunos libros presurosamente recorridos, los más ingeniosos giros de la lengua. Las gentes mejor dotadas que había conocido yo habían muerto muy jóvenes. Así, estaba convencido de que la vida de Jupien acabaría pronto. Tenía aquel hombre bondad, piedad, los sentimientos más delicados, más generosos. Su papel en la vida de Francisca había dejado bien pronto de ser indispensable. Francisca había aprendido a imitarle.
Hasta cuando un proveedor o un criado venía a traernos algún encargo, a pesar de que parecía no ocuparse de él, y al indicarle solamente, con expresión de indiferencia, una silla, mientras ella seguía en su trabajo, Francisca sacaba tan hábilmente partido de los pocos instantes que aquél pasaba en la cocina, esperando la respuesta de mamá, que era muy raro que el hombre se fuese sin llevar indestructiblemente grabada la certeza de que «si no lo teníamos, era porque no queríamos». Si ponía tanto empeño, por lo demás, en que se supiera que teníamos «dinero» (porque ignoraba el uso de lo que Saint-Loup llamaba artículos partitivos, y decía: «tener dinero», «traer agua»)[1], en que la gente supiese que éramos ricos, no es que la riqueza sin más, la riqueza sin ir acompañada de la virtud, fuera a los ojos de Francisca el bien supremo; pero la virtud sin riqueza tampoco era su ideal. La riqueza era para ella como una condición necesaria de la virtud, sin la cual la virtud carecería de mérito y de encanto. Tan poco las separaba, que había acabado por atribuir a cada una de ellas las cualidades de la otra, por exigir que hubiese algo confortable en la virtud, por reconocer algo edificante en la riqueza.
Una vez vuelta a cerrar la ventana, con bastante rapidez —si no, mamá, según parece, le hubiera «soltado todos los insultos imaginables»—, Francisca empezaba, suspirando, a poner en orden la mesa de la cocina.
—Hay unos Guermantes que siguen en la calle de la Chaise —decía el ayuda de cámara; yo tuve un amigo que había trabajado en esa casa; era segundo cochero con ellos. Y conozco a uno, entonces no era de mi pandilla, pero sí un cuñado suyo, que había hecho el servicio militar con un picador del barón de Guermantes. «Y después de todo, ¡qué diablo!, no es mi padre» —añadía el ayuda de cámara, que tenía la costumbre, lo mismo que canturreaba las canciones en boga, de sembrar sus frases de ocurrencias nuevas.
Francisca, con la fatiga de sus ojos de mujer ya de edad y que, por otra parte, veían todo lo de Combray en una vaga lejanía, percibió no la gracia que había en estas palabras, sino que debían de contener alguna, puesto que no guardaban relación con el resto de la frase, y habían sido lanzadas con fuerza por quien sabía ella que era un bromista.
1 comment