Allá los oye una a todas horas; no es más que una campana de nada, pero te dices: «ya vuelve mi hermano del campo»; ves que cae la tarde, tocan por los bienes de la tierra, tienes tiempo de volver a casa antes de encender la lámpara. Aquí es de día, es de noche, se va una a acostar sin que pueda decir siquiera, ni más ni menos que los animales, lo que ha hecho.

—Parece que también Méséglise es bonito, señora, —interrumpía el lacayo, para cuyo gusto la conversación tomaba un giro un tanto abstracto y que se acordaba por casualidad de habernos oído hablar de Méséglise en la mesa.

—¡Oh, Méséglise! —decía Francisca con la amplia sonrisa que se hacía acudir a sus labios cuando se pronunciaban los nombres de Méséglise, Combray, Tansonville. Hasta tal punto formaban parte de su propia existencia, que al encontrarlos fuera de sí, al oírlos en una conversación, sentía una alegría bastante próxima a la que un profesor excita en su clase al hacer alusión a tal personaje contemporáneo cuyo nombre jamás hubieran creído sus alumnos que pudiese caer desde lo alto de la cátedra. Su placer venía también de sentir que aquellas tierras eran para ella algo que no eran para los demás, antiguos camaradas con quienes se han pasado no pocos ratos; y les sonreía como si se encontrase con que tuvieran espíritu, porque volvía a encontrar en ellos mucho de sí misma.

—Sí que puedes decirlo, hijo. ¡Méséglise es bastante bonito! —proseguía, riendo finamente—; pero ¿cómo has oído tú hablar de Méséglise?

—¿Que cómo he oído hablar yo de Méséglise? Ya se sabe, me han hablado de él, e incluso más de una vez —respondía él, con esa criminal inexactitud de los informadores que, cada vez que tratamos de darnos cuenta objetivamente de la importancia que puede tener para los demás una cosa que nos concierne, nos ponen en la imposibilidad de conseguirlo.

—¡Ah! Os aseguro que se está mejor allí, al pie de los cerezos, que no cerca del fogón.

Incluso les hablaba de Eulalia como de una buena persona. Porque desde que Eulalia había muerto, Francisca había olvidado por completo que la había querido poco durante su vida, como quería poco a todo el que no tenía en su casa qué comer, que reventaba de hambre, y venía luego, como el que no sirve para nada, gracias a la bondad de los ricos, a hacer cumplidos. Ya no le dolía que Eulalia hubiera sabido arreglárselas tan bien que le diese su moneda mi tía todas las semanas. En cuanto a mi tía, no se hartaba de cantar sus alabanzas.

—¿Pero estaba usted entonces en el mismo Combray con una prima de la señora? —preguntaba el lacayo.

—Sí, en casa de madame Octavia. ¡Ah! Una verdadera santa, hijos míos. Y que allí había siempre de qué, y cosas buenas y hermosas; una buena mujer, puede decirse, que no se dolía por los pollos de perdiz, ni por los faisanes, ni nada; ya podíais llegar a comer cinco, seis que fueseis, que no había cuidado que faltase carne, y de primera calidad, encima, y vino blanco, y vino tinto: todo lo preciso —Francisca empleaba el verbo dolerse lo mismo que La Bruyère—. Todo se hacía siempre a su costa, incluso si la familia se quedaba meses y años. —Esta reflexión nada tenía de molesto para nosotros ya que Francisca era de un tiempo en que costas no estaba reservado al estilo judicial y significaba simplemente gasto—. ¡Ah! Os aseguro que nadie se iba de allí con hambre. Como el señor cura ha hecho resaltar muchas veces, si hay una mujer que pueda contar con que irá al lado de Dios, no cabe la menor duda que es ella. ¡Pobre señora!, todavía la estoy oyendo cuando me decía con su vocecita: «Francisca, ya sabe usted que yo no como; pero quiero que todo sea tan bueno para todo el mundo como si comiera yo». ¡Ya lo creo que no era para ella! Si la hubierais visto, no pesaba más que un cucurucho de cerezas; no tenía más peso. No quería hacerme caso; nunca consentía en ir al médico. Lo que es allí no se hubiera comido a prisa y corriendo. Quería que sus criados estuviesen bien alimentados. Aquí, esta misma mañana, sin ir más lejos, ni siquiera hemos tenido tiempo de hincar el diente a un mendrugo. Todo se hace de prisa y corriendo.

Lo que sobre todo la exasperaba eran las rebanadas de pan tostado que comía mi padre. Estaba convencida de que si éste las pedía era por darse tono y hacerla danzar.

—Lo que yo puedo decir —aprobaba el lacayo— es que en mi vida he visto semejante cosa.

Lo decía como si lo hubiera visto todo y las enseñanzas de una experiencia milenaria se extendiesen en él a todos los países y a sus costumbres, entre las cuales no figuraba en ninguna parte la del pan tostado.

—Sí, sí —rezongaba el jefe de comedor—; pero todo eso puede muy bien cambiar. Los obreros van a hacer una huelga en el Canadá y el ministro le ha dicho el otro día al señor que ha cobrado por eso doscientos mil francos.

El jefe de comedor estaba lejos de censurarle por ello; no porque él no fuese perfectamente honrado, sino porque como creía a todos los políticos sospechosos, el crimen de concusión le parecía menos grave que el más leve delito de robo. Ni siquiera se preguntaba si habría entendido bien aquella frase histórica, ni le chocaba lo inverosímil de que el propio culpable se la hubiera dicho a mi padre sin que éste lo hubiera puesto en la puerta. Pero la filosofía de Combray impedía que Francisca pudiese esperar que las huelgas del Canadá tuviesen repercusión alguna en el uso de las tostadas.

—Mientras el mundo sea mundo, ¿sabéis?, ha de haber amos que nos hagan trotar y criados que satisfagan sus caprichos.

A pesar de la teoría de ese trote perpetuo, desde hacía ya un cuarto de hora, mi madre, que probablemente no se servía de las mismas medidas que Francisca para apreciar lo que duraba el almuerzo de ésta, decía:

—Pero ¿qué pueden estar haciendo? Hace ya más de dos horas que están a la mesa.

Y llamaba tímidamente tres o cuatro veces. Francisca, su lacayo y el maître d’hôtel oían los campanillazos como un toque de llamada y sin pensar en acudir; pero, así y todo, como los primeros sonidos de los instrumentos que se templan cuando un concierto va a reanudarse muy pronto y se siente que ya no habrá más que unos minutos de entreacto. Así, cuando los campanillazos comenzaban a reiterarse y hacerse más insistentes, nuestros criados empezaban a prestarles atención y, juzgando que ya no tenían mucho tiempo por delante y que se acercaba el momento de volver al trabajo, a un tintineo de la campanilla más sonoro que los demás lanzaban un suspiro y, decidiéndose, el lacayo bajaba a fumarse un cigarrillo ante la puerta, Francisca, tras algunas reflexiones a cuenta nuestra, tales como «debe de haberles picado la tarántula», subía a arreglar sus cosas a su sexto piso, y el jefe de comedor, que había ido a buscar papel de cartas a mi alcoba, despachaba rápidamente su correspondencia privada.

No obstante el engreimiento del jefe de comedor de los Guermantes, Francisca había podido, desde los primeros días, hacerme saber que aquéllos no habitaban su hotel en virtud de un derecho inmemorial, sino de un arrendamiento bastante reciente, y que el jardín a que daba el hotel por la parte que yo no conocía era bastante pequeño y semejante a todos los jardines contiguos; y supe, en fin, que allí no se veía caza señorial, ni molino fortificado, ni salvitas, ni palomar sobre columnas, ni horno del señorío, ni castillete, ni puentes fijos o levadizos, ni siquiera volantes, como tampoco obeliscos, cartelas, murales o mugas. Pero lo mismo que Elstir, cuando al perder su misterio la bahía de Balbec se había convertido para mí en una parcela cualquiera intercambiable con cualquier otra de las cantidades de agua salada que hay en el globo, le había devuelto de pronto una individualidad al decirme que era el golfo de ópalo de Whistler en sus armonías azul plata, así el nombre de Guermantes había visto morir bajo los golpes de Francisca la última mansión salida de él, cuando un viejo amigo de mi padre nos dijo un día, hablando de la duquesa: «Ocupa la posición más importante en el barrio de Saint-Germain; su casa es la primera del barrio de Saint-Germain». Desde luego que el primer salón, la primera casa del barrio de Saint-Germain era bien poca cosa al lado de las otras mansiones que yo había soñado sucesivamente. Pero, en fin, ésta —y había de ser la última— aún tenía algo, por humilde que fuese, que estaba más allá de su propia materia, una diferenciación secreta.

Y era para mí tanto más necesario poder buscar en el salón de la señora de Guermantes, en sus amigos, el misterio de su nombre, cuanto que no lo encontraba en su persona cuando la veía salir por la mañana a pie o a la tarde en coche.