Así, sonrió con expresión benévola y de pasmo, y como si dijera: «¡Este Víctor, siempre el mismo!». Por otra parte, se sentía dichosa, porque sabía que el oír ocurrencias de ese género se emparenta de lejos con esas honestas distracciones de sociedad por las que, en todas las esferas, la gente se da prisa a arreglarse, se arriesga a pillar frío. Finalmente, creía que el ayuda de cámara era un amigo para ella, porque no se hartaba de denunciarle con indignación las terribles medidas que la República iba a tomar contra el clero. Aún no había comprendido Francisca que nuestros más crueles adversarios no son aquellos que nos contradicen y tratan de persuadirnos, sino los que abultan o inventan las noticias que pueden desolarnos, guardándose bien de darles una apariencia de justificación que disminuiría nuestra pena y acaso nos infundiese una ligera estimación respecto de un partido que se empeñan en presentarnos, para hacer completo nuestro suplicio, como atroz y triunfante a la vez.
—La duquesa debe de estar emparentada con todo eso —dijo Francisca, prosiguiendo la conversación de los Guermantes de la calle de la Chaise como quien recomienza un trozo de música en el andante—. No sé quién me ha dicho que uno de ellos se había casado con una prima del duque. De todas maneras, es del mismo «paréntesis». ¡Los Guermantes son una gran familia! —añadía con respeto, basando la grandeza de aquella familia en el número de sus miembros a la vez que en el brillo de su ilustración, como Pascal fundaba la verdad de la Religión en la Razón y en la autoridad de las Escrituras. Porque como no tenía más que la palabra «grande» para ambas cosas, le parecía que éstas no formaban más que una sola, presentando así por una parte su vocabulario, como ciertas piedras, un defecto que proyectaba oscuridad hasta en el pensamiento de Francisca.
—Digo yo si serían esos los que tienen su castillo en Guermantes, a diez leguas de Combray; entonces deben de ser también parientes de su prima la de Argel.
Durante mucho tiempo nos preguntamos mi madre y yo quién podría ser esa prima de Argel, pero, al fin, acabamos por darnos cuenta de que lo que Francisca quería decir con el nombre de Argel era la ciudad de Angers. Lo que está lejos puede sernos más conocido que lo que está próximo. Francisca, que sabía el nombre de Argel por unos espantosos dátiles que recibíamos el día de Año Nuevo, ignoraba el de Angers. Su lenguaje, como la misma lengua francesa, y sobre todo la toponimia, estaba sembrado de errores. Quería hablar de ellos con su jefe de comedor.
—¿Cómo le llaman? —se interrumpió Francisca, como planteándose una cuestión de protocolo—. ¡Ah, sí! Le llaman Antonio —como si Antonio hubiera sido un título—. Él hubiera sido quien podría decírmelo, pero es todo un señor, un pedantón, cualquiera diría que le han cortado la lengua o que se ha olvidado de aprender a hablar. Ni siquiera hace respuesta cuando se le habla —añadía Francisca, que decía «hacer respuesta», como madame de Sévigné—. Pero —añadió sin sinceridad— yo, desde el momento en que sé lo que se cuece en mi olla, no me ocupo de la de los demás. En todo caso, eso no es cristiano. Y, además, no es un hombre valiente —esta apreciación hubiera podido hacer creer que Francisca había cambiado de parecer sobre la valentía, que, según ella, en Combray, rebajaba a los hombres, poniéndolos al nivel de los animales feroces; pero no había nada de eso. Valiente significaba ni más ni menos que trabajador—. También dicen que es tan ladrón como una urraca, pero no siempre hay que hacer caso de chismes. Aquí todos los empleados se van del seguro; por lo que se refiere al patio, los porteros tienen envidia y encizañan a la duquesa. Pero bien puede decirse que el Antonio ése es un verdadero holgazán, y su «Antonia» no vale mucho más que él —añadía Francisca, que, para encontrar al nombre de Antonio un femenino que designase a la mujer de él, tenía sin duda en su creación gramatical un inconsciente recuerdo de canónigo y canonesa[2].
No decía mal. Aún existe cerca de Notre-Dame una calle llamada rué Chanoinesse, nombre que le habían dado (¿porque estuviese habitada exclusivamente por canonesas?) los franceses de antaño, de quienes Francisca era, en realidad, contemporánea. Teníamos, por lo demás, inmediatamente después, un nuevo ejemplo de esta manera de formar los femeninos, ya que Francisca añadía:
—De lo que no cabe duda es de que pertenece a la duquesa el castillo de Guermantes. Y allí es ella la alcaldesa. Eso es algo.
—Ya comprendo que es algo —decía con convicción el lacayo, que no se había percatado de la ironía.
—¿Crees que eso es algo, hijo mío? Para gentes como «esos», ser alcalde y alcaldesa es tres veces nada. ¡Ah, si fuera mío el castillo de Guermantes, no me verían muy a menudo en París! De todas maneras, ya hace falta que unos señores, unas personas que tienen de qué, como el señor y la señora, tengan ocurrencias para quedarse en esta dichosa ciudad mejor que irse a Combray, siendo como son libres de hacer lo que les dé la gana, y que nadie les detiene. ¿A qué esperan para retirarse, no faltándoles como no les falta nada? ¿A estar muertos? ¡Ay, si yo tuviera aunque no fuese más que pan seco que comer y leña con que calentarme por el invierno, ya hace tiempo que estaría en mi casa, en la pobre casa de mi hermano, en Combray! Allí, a lo menos, se siente una vivir, no tiene todas estas casas delante de una; hay tan poco ruido que por las noches se oye a las ranas cantar a más de dos leguas.
—¡Debe de ser lo que se dice hermoso, señora! —exclamaba el lacayo, entusiasmado, como si este último rasgo hubiera sido tan peculiar de Combray corno la vida en góndola lo es de Venecia.
Por lo demás, como era más reciente en la casa que el ayuda de cámara, hablaba a Francisca de los temas que podían interesarle, no a él, sino a ella. Y Francisca, que torcía el gesto cuando la trataban de cocinera, tenía para con el lacayo, que decía, cuando hablaba de ella, «el ama de llaves», la especial benevolencia que sienten ciertos príncipes de segundo orden respecto de los jóvenes bien intencionados que les tratan de Alteza.
—Por lo menos sabe una lo que hace y en qué estación vive. No como aquí, que no habrá un mal bouton d’or por Pascuas ni por Navidad, y ni siquiera oigo un Angelus cuando levanto mis huesos.
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