Si el calorífero no está instalado, puede que la señora vaya algunos días a Cannes, a casa de la duquesa de Guisa; pero todavía no es seguro.
—¿Y allí van ustedes al teatro?
—Vamos unas veces a la Opera, otras a las suarés de abono de la princesa de Parma, que son cada ocho días; parece que es muy distinguido lo que ponen: hay comedias, ópera, de todo. La señora duquesa no ha querido tomar un abono; pero de todas maneras vamos una vez a un palco de una amiga de la señora, otras a otro, a menudo a la platea de la princesa de Guermantes, la mujer del primo del señor duque. Es hermana del duque de Baviera. ¿Así que ya se vuelve usted a casa? —decía el lacayo, que, bien que identificado con los Guermantes, tenía, sin embargo, de los amos en general una noción política que le permitía tratar a Francisca con tanto respeto como si hubiera estado colocada en casa de una duquesa. Tiene usted una salud excelente, señora.
—¡Ah, si no fuera por estas malditas piernas! En llano, aún menos mal —en llano quería decir en el patio, en las calles por donde no le disgustaba pasearse a Francisca; en una palabra, en terreno llano—; pero estas condenadas escaleras… Hasta luego; puede que volvamos a vernos esta tarde.
Deseaba tanto más volver a hablar con el lacayo cuanto que había sabido por éste que los hijos de los duques suelen llevar un título de príncipe, que conservan hasta la muerte de su padre. Sin duda el culto a la nobleza, mezclándose y acomodándose con cierto espíritu de rebeldía contra la misma, debe de ser, hereditariamente extraído de los terruños de Francia, muy fuerte en su pueblo. Porque Francisca, a quien podía hablársele del genio de Napoleón o de la telegrafía sin hilos sin conseguir atraer su atención y sin que ni por un instante moderase los movimientos con que retiraba la ceniza de la chimenea o ponía el cubierto, sólo con que le contasen esas particularidades y que el hijo menor del duque de Guermantes se llamaba generalmente príncipe de Oleron, exclamaba: «¡Qué hermoso es eso!». Y se quedaba deslumbrada como ante un vitral.
Francisca supo también por el lacayo del príncipe de Agrigento, que había hecho amistad con ella en las frecuentes ocasiones en que venía a traer cartas a la duquesa, que había oído, en efecto, hablar mucho en el gran mundo del matrimonio del marqués de Saint-Loup con la señorita de Ambresac, y que estaba ya casi decidido.
Aquella villa, aquella platea en que la duquesa de Guermantes trasegaba su vida me parecían lugares menos mágicos que sus habitaciones. Los nombres de Guisa, de Parma, de Guermantes-Baviera, diferenciaban de todos los demás los lugares de veraneo a que se trasladaba la duquesa, las fiestas cotidianas que el surco de su coche ligaba a su hotel. Si me decían que en esos veraneos, en esas fiestas, consistía sucesivamente la vida de la señora de Guermantes, no me daban ninguna luz sobre esa vida. Cada uno de ellos daba a la vida de la duquesa una determinación diferente, pero no hacía más que cambiarla de misterio, sin que ella dejase evaporarse nada del suyo, que mudaba solamente de lugar, protegido por un tabique, encerrado en un vaso, en medio de las ondas de la vida de todos. La duquesa podía desayunar frente al Mediterráneo en la temporada de Carnaval, pero en la villa de la señora de Guisa, donde la reina de la sociedad parisiense ya no era, con su traje de piqué blanco, en medio de numerosas princesas, más que una invitada igual a las demás, y precisamente por eso más conmovedora aún para mí, más ella misma al renovarse como una estrella de la danza que en la fantasía de un paso llega a ocupar sucesivamente el puesto de cada una de las bailarinas, sus hermanas; podía contemplar las sombras chinescas, pero en una suaré de la princesa de Parma; oír la tragedia o la ópera, pero en la platea de la princesa de Guermantes.
Así como localizamos en el cuerpo de una persona todas las posibilidades de su vida, el recuerdo de los seres que conoce y a quienes acaba de dejar, o a los que va a unirse, así yo, si al enterarme por Francisca de que la señora de Guermantes iría a pie a almorzar a casa de la princesa de Parma, la veía, a eso de mediodía, bajar de su casa con su traje de raso claro, sobre el cual su rostro era del mismo matiz, como una nube a la puesta del sol, lo que ante mí veía eran todos los placeres del barrio de Saint-Germain contenidos en aquel pequeño volumen como en una concha, entre aquellas bruñidas valvas de sonrosado nácar.
Mi padre tenía en el Ministerio un amigo, un tal A. J. Moreau, el cual, para distinguirse de los demás Moreau, tenía cuidado de hacer preceder siempre su apellido de estas dos iniciales, de suerte que se le llamaba, para abreviar, A. J. Pues este A. J. se encontró no sé cómo en posesión de una butaca para una suaré de gala de la Opera; se la mandó a mi padre, y como la Berma, a quien yo no había vuelto a ver trabajar desde mi primera decepción, había de representar un acto de Fedra, mi abuela consiguió que mi padre me diera esa entrada.
A decir verdad, yo no concedía ningún valor a esta posibilidad de oír a la Berma que, algunos años antes, me había causado tanta agitación. Y no sin melancolía comprobé mi indiferencia respecto de lo que en otro tiempo había preferido a la salud, al reposo. No es que fuese menos apasionado que entonces mi deseo de poder contemplar de cerca las preciosas parcelas de realidad que entreveía mi imaginación. Pero ésta ya no las situaba ahora en la dicción de una gran actriz; desde mis visitas a Elstir había trasladado a ciertas tapicerías, a ciertos cuadros modernos, la fe íntima que en otro tiempo había tenido en el juego, en el arte trágico de la Berma; como mi fe, mi deseo no acudían ya a rendir a la dicción y a las actitudes de la Berma un culto incesante, el doble que de ellos poseía en mi corazón había languidecido poco a poco cual esos otros dobles de los muertos del antiguo Egipto a quienes había que alimentar constantemente para mantener su vida. Aquel arte se había tornado débil y mísero. Ningún alma profunda lo habitaba ya.
En el momento en que, aprovechando el billete recibido por mi padre, subía la gran escalera de la Opera, reparé en un hombre que iba delante de mí y al cual tomé en el primer momento por el señor de Charlus, cuyo porte tenía; cuando volvió la cabeza para preguntar algo a un empleado vi que me había engañado; pero no dudé, sin embargo, en situar al desconocido en la misma clase social, por la forma, no sólo en que iba vestido, sino en que hablaba al encargado de recibir los billetes y a las acomodadoras que le hacían esperar. Porque, a pesar de las particularidades individuales, aún había en aquella época entre cada hombre gomoso y rico de esta parte de la aristocracia y cualquier hombre gomoso y rico del mundo de la Bolsa o de la alta industria, una diferencia marcadísima. Allí donde uno de estos últimos hubiera creído afirmar su distinción empleando un tono cortante, altanero, para con un inferior, el gran señor amable, sonriente, parecía considerar, ejercer la afectación de la humildad y de la paciencia, la ficción de ser un espectador cualquiera, como un privilegio de su buena educación. Es probable que al verle así, disimulando bajo una sonrisa llena de bondad el umbral infranqueable del pequeño universo que llevaba en sí, más de un hijo de algún rico banquero, al entrar en ese momento en el teatro, hubiese tomado a aquel gran señor por un hombre vulgar, si es que no le había encontrado un asombroso parecido con el retrato, reproducido recientemente por los periódicos ilustrados, de un sobrino del emperador de Austria, el príncipe de Sajonia, que se encontraba precisamente en París en aquel momento. Yo sabía que era muy amigo de los Guermantes. Al llegar cerca del encargado de recoger los billetes, oí al príncipe de Sajonia, o supuesto príncipe, que decía, sonriendo: «No sé el número del palco; es mi prima quien me ha dicho que no tenía más que preguntar por su palco».
Quizá fuera el príncipe de Sajonia; acaso fuese la duquesa de Guermantes (a quien en ese caso podría yo ver viviendo uno de los momentos de su vida inimaginable, en la platea de su prima) a quien sus ojos veían en pensamiento cuando decía: «Mi prima que me ha dicho que no tenía más que preguntar por su palco», de manera que aquella mirada sonriente y particular y aquellas palabras tan sencillas me acariciaban el corazón (mucho más de lo que hubiera podido un ensueño abstracto) con las antenas alternativas de una felicidad posible y de un prestigio incierto. A lo menos, al decir aquella frase al encargado de recoger los billetes empalmaba con una vulgar suaré de mi vida cotidiana un paso eventual hacia un mundo nuevo; el corredor que le indicaron después de haber pronunciado la palabra platea, y por el que se adelantó, era húmedo y agrietado y parecía conducir a unas grutas marinas, al reino mitológico de las ninfas de las aguas. Ante mí tenía tan sólo a un caballero puesto de etiqueta que se alejaba; pero yo, por mi parte, hacía jugar en torno a él, como con un reflector torpe, y sin conseguir aplicarla exactamente a él, la idea de que aquél era el príncipe de Sajonia y que iba a ver a la duquesa de Guermantes.
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