Y aun cuando estuviera solo, esta idea exterior a él, impalpable, inmensa y cortada como una proyección, parecía precederle y guiarle cual esa divinidad, invisible para el resto de los hombres, que se yergue al lado del guerrero griego.
Llegué a mi asiento mientras trataba de dar con un verso de Fedra que no recordaba exactamente. Tal como yo me lo recitaba, no tenía el número de sílabas requerido; pero como yo no intentaba contarlas, entre su desequilibrio y un verso clásico me parecía que no existía ninguna medida común. No me hubiera extrañado que hubiese sido preciso quitar más de seis sílabas a aquella frase monstruosa para hacer de ella un verso de doce. Pero de pronto lo recordé, las irreductibles asperezas de un mundo inhumano se aniquilaron mágicamente; las sílabas del verso llenaron luego la medida de un alejandrino; lo que el verso tenía de sobra se desprendió con tanta facilidad y tan ágilmente como una pompa de aire que sale a estallar a la superficie del agua. Y, en efecto, aquella enormidad con que yo había luchado no era más que una sola sílaba.
Cierto número de butacas de orquesta habían sido puestas a la venta en contaduría y adquiridas por snobs o curiosos que querían contemplar gentes a quienes no hubieran tenido otra ocasión de ver de cerca. Y era, verdaderamente, un poco de su verdadera vida mundana, habitualmente oculta, lo que podría examinarse públicamente, pues como la princesa de Parma había distribuido por sí misma entre sus amigos los palcos, las delanteras y las plateas, la sala era como un salón donde cada cual cambiaba de sitio, iba a sentarse aquí o allá, cerca de una amiga.
A mi lado estaban gentes vulgares que, sin conocer a los abonados, querían hacer vez que eran capaces de reconocerlos y los nombraban en voz alta. Añadían que esos abonados venían aquí como a su salón, queriendo decir con esto que no ponían atención a las obras que se representaban. Pero lo que ocurría era precisamente lo contrario. Un estudiante genial que ha tomado una butaca para oír a la Berma no piensa en otra cosa que en no ensuciar sus guantes, en no molestar, en propiciarse al vecino que la casualidad le ha deparado, en perseguir con una sonrisa interminable la mirada fugaz, en esquivar con expresión descortés el encuentro con la mirada de una persona conocida que ha descubierto en la sala y a la que después de mil perplejidades se decide a ir a saludar en el momento en que los tres golpes, sonando antes de que haya llegado a ella, le obligan a huir, como los hebreos del mar Rojo, entre las olas encrespadas de los espectadores y de las espectadoras a quienes ha hecho levantarse y a los cuales desgarra los trajes o aplasta las botas. Las gentes del gran mundo, en cambio, precisamente porque estaban en sus palcos (detrás del balconcillo en forma de terraza) como en unos saloncillos colgantes a los que hubiesen quitado uno de sus tabiques, o en cafés pequeños adonde se va a tomar un bavaroise sin intimidarse por los espejos con marco de oro y las sillas rojas del establecimiento de carácter napolitano; porque posaban una mano indiferente en los dorados troncos de las columnas que sostenían aquel templo del arte lírico, porque no se sentían afectadas por los excesivos honores que parecían rendirles dos figuras esculpidas que tendían hacia los palcos palmas y laureles, sólo ellos habrían tenido el espíritu libre para escuchar la obra solamente con que hubiesen tenido espíritu.
Al principio no hubo más que unas vagas tinieblas, en las que se encontraba súbitamente, como el rayo de una piedra preciosa que no se ve, la fosforescencia de unos ojos célebres, o, como un medallón de Enrique IV recortado sobre un fondo negro, el perfil inclinado del duque de Aumale, a quien una dama invisible gritaba: «Permítame, monseñor, que le quite el gabán», a pesar de que el príncipe respondía: «¡Pero, cómo, por Dios, señora de Ambresac!». Ella lo hacía, no obstante esta vaga defensa, y era envidiada por todas a causa de semejante honor.
Pero en las demás plateas, casi en todas, las blancas deidades que habitaban aquellas moradas sombrías se habían refugiado contra las oscuras paredes y permanecían invisibles. Sin embargo, a medida que el espectáculo avanzaba, sus formas, vagamente humanas, se destacaban blandamente, una tras otra, de las profundidades de la noche que tapizaban y, alzándose hacia la claridad, dejaban que emergiesen sus cuerpos semidesnudos y venían a detenerse en el límite vertical y en la superficie claroscura en que sus brillantes rostros aparecían tras el risueño, espumoso y ligero romper de olas de sus abanicos de plumas, bajo sus cabelleras de púrpura enmarañadas de perlas que parecía haber encorvado la ondulación de la pleamar; después comenzaban las butacas de orquesta, el retiro de los mortales por siempre separado del sombrío y transparente reino a que servían acá y allá de frontera, en su superficie líquida y compacta, los ojos límpidos y reverberantes de las diosas de las aguas. Porque los taburetillos de la ribera, las formas de los monstruos de la orquesta, se pintaban en aquellos ojos siguiendo tan sólo las leyes de la óptica y según su ángulo de incidencia, como ocurre con esas dos partes de la realidad exterior a las que, sabiendo que no poseen, por rudimentaria que sea, un alma análoga a la nuestra, juzgaríamos insensato dirigir una mirada o una sonrisa: los minerales y las personas con quienes no estamos en relación. Del lado acá, al revés que en el límite de su dominio, las radiantes hijas del mar se volvían a cada instante, sonriendo, a los barbudos tritones colgados de las sinuosidades del abismo, o hacia algún semidiós acuático que tenía por cráneo un canto pulimentado sobre el cual había depositado la ola un alga lisa y por mirada un disco de cristal de roca. Inclinábanse hacia ellos, les ofrecían bombones; a veces, la ola se entreabría ante una nueva nereida que, tardía, sonriente y confusa, acababa de florecer desde el fondo de la sombra; después, acabado el acto, sin esperar ya oír los melodiosos rumores de la tierra que las habían atraído a la superficie, sumergiéndose todas a la vez, las diversas hermanas desaparecían en la noche. Pero de todos aquellos retiros a cuyo umbral traía a las diosas curiosas, que no dejan que nadie se les acerque, el ligero cuidado de distinguir las obras de los hombres, el más afamado era el bloque de semioscuridad conocido por el nombre de platea de la princesa de Guermantes.
Como una gran diosa que preside de lejos los juegos de las divinidades inferiores, la princesa se había quedado voluntariamente un poco al fondo, en un canapé lateral, rojo como una roca de coral, al lado de una ancha reverberación vidriosa que era probablemente una luna y que hacía pensar en una sección que un rayo de luz hubiera practicado, perpendicular, oscura y líquida, en el cristal deslumbrado de la aguas. Pluma y corola a un tiempo, como ciertas floraciones marinas, una gran flor blanca, aterciopelada como un ala, descendía desde la frente de la princesa a lo largo de una de sus mejillas cuya inflexión seguía con flexibilidad coqueta, amorosa y viva, y parecía encerrarla a medias como un huevo rosa en la blandura de un nido de martinete. Sobre la cabellera de la princesa y bajando hasta sus cejas, recogida luego más abajo, a la altura de su pecho, se extendía una redecilla hecha de esas conchas blancas que se pescan en ciertos mares australes y que estaban entretejidas con perlas, mosaico marino surgido apenas de las olas que por momentos se encontraba sumido en la sombra, en cuyo fondo, aun entonces, se revelaba una presencia humana por la brillante movilidad de los ojos de la princesa. La belleza, que ponía a ésta muy por encima de las demás hijas fabulosas de la penumbra, no estaba por entero material e inclusivamente inscrita en su nuca, en sus hombros, en sus brazos, en su talle. Pero la línea deliciosa e inacabada de éste era el exacto punto de partida, el cebo inevitable de las líneas invisibles en que el ojo no podía menos de prolongarlas, maravillosas, engendradas en torno a la mujer como el espectro de una figura ideal proyectada sobre las tinieblas.
—Es la princesa de Guermantes —dijo mi vecina al caballero que estaba con ella, teniendo cuidado de poner delante de la palabra «princesa» muchas pp, indicando que tal denominación era ridícula—. No ha escatimado sus perlas. Lo que es yo, me parece que si tuviera tantas no haría tanta ostentación de ellas; no me parece que eso sea elegante.
Y, sin embargo, al reconocer a la princesa, todos los que trataban de saber quién estaba en la sala sentían que se alzaba en su corazón el trono legítimo de la belleza. En efecto, con la duquesa de Luxemburgo, con la señora de Morienval, con la de Saint-Euverte, con tantas otras, lo que permitía identificar su rostro era la conexión de sus gruesas narices rojas con un hocico de liebre, o de dos mejillas arrugadas con un fino bigote. Estos rasgos eran, por lo demás, suficientes para encantar, ya que, como sólo tenían el valor convencional de una escritura, permitían leer un nombre célebre y que imponía; pero también acababan por dar la idea de que la fealdad tiene algo de aristocrático, y que es indiferente que el rostro de una gran dama, con tal de ser distinguido, sea bello. Pero de igual modo que algunos artistas que en lugar de las letras de su nombre ponen al pie de sus lienzos una forma bella por sí misma, una mariposa, un lagarto, una flor, así era la forma de un cuerpo y de un rostro deliciosos lo que la princesa ponía en un ángulo de su palco, demostrando con ello que la belleza puede ser la más noble de las firmas; porque la presencia de la señora de Guermantes, que sólo traía al teatro personas que el resto del tiempo formaban parte de su intimidad, era, a los ojos de los aficionados a la aristocracia, el mejor certificado de autenticidad del cuadro que presentaba su platea, a modo de ovación de una escena de la vida familiar y especial de la princesa en sus palacios de Munich y de París.
Como quiera que nuestra imaginación es como un órgano de Berbería descompuesto, que toca siempre otra cosa que el aire adecuado, cada vez que yo había oído hablar de la princesa de Guermantes-Baviera, el recuerdo de ciertas obras del siglo XVI había empezado a cantar en mí. Necesitaba despojarla de ese recuerdo ahora que la veía ofreciendo bombones helados a un señor grueso puesto de frac. Claro es que yo estaba muy lejos de sacar de esto la consecuencia de que ella y sus invitados fuesen seres como los demás. Comprendía perfectamente que lo que allí hacían no era sino un juego, y que para preludiar los actos de su vida verdadera (de la que, sin duda, no era aquí donde vivían la parte más importante) se ponían de acuerdo en virtud de ritos para mí ignorados, fingían ofrecer y rehusar bombones, gesto despojado de su significación y regulado de antemano como el paso de una bailarina que poco a poco se alza sobre la punta del pie y voltea en torno un velo. Quién sabe: acaso en el momento en que ofrecía sus bombones, decía la diosa en tono de ironía (la estaba viendo sonreír): «¿Quiere usted bombones?». ¿Qué me importaba? Me hubiera parecido de un delicioso refinamiento la deliberada sequedad, a lo Merimée o a lo Meilhac, de esas palabras dirigidas por una diosa a un semidiós que sabía cuáles eran los pensamientos sublimes que entrambos resumían, sin duda para el momento en que se pusiesen de nuevo a vivir su verdadera vida, y que, prestándose a aquel juego, respondía con la misma malicia misteriosa: «Sí, quiero una cereza».
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