¡Y pensar que hay cascarrabias que pretenden que ya no se encuentra nada auténtico! ¡Que hagan como yo, leñe! ¡Que busquen!

Gilbert y Vaucheray, por orden de Lupin y siguiendo sus instrucciones, procedieron en seguida a sacar metódicamente los muebles más grandes. Al cabo de media hora, y una vez llena la primera barca, decidieron que Grognard y Le Ballu irían delante y empezarían a cargar el coche.

Lupin vigiló su salida. Al volver a la casa, según pasaba por el vestíbulo, le pareció oír un ruido de palabras del lado del office. Se dirigió allí. Léonard seguía solo, tumbado boca abajo, y con las manos atadas a la espalda.

–¿Así que eres tú el que gruñe, lacayo de confianza? No te apures. Ya casi hemos terminado. Sólo que, si gritas demasiado fuerte, vas a obligarnos a tomar medidas más severas… ¿Te gustan las peras? Pues te largamos una… por atrás[3].

En el momento en que volvía a subir oyó otra vez el mismo ruido de palabras y, aguzando el oído, percibió las siguientes palabras, pronunciadas con voz ronca y quejumbrosa, que procedían con toda seguridad del office:

–¡Socorro!… ¡Al asesino!… ¡Socorro! ¡Van a matarme!… ¡Que avisen al comisario!…

–¡Pero el tío ese está completamente chiflado!… -murmuró Lupin-. ¡Cáspita! ¡Molestar a la policía a las nueve de la noche, vaya indiscreción!

Volvió a poner manos a la obra. Duró más tiempo de lo que había pensado, pues descubrieron en los armarios algunos bibelots de valor, que hubiera sido poco correcto desdeñar, y por otra parte Vaucheray y Gilbert se aplicaban a sus investigaciones con una minuciosidad que lo desconcertaba.

Por fin se impacientó:

–¡Basta ya! – ordenó-. Para cuatro trastos que quedan, no vamos a echarlo todo a perder y a dejar el auto empantanado. Yo me voy a la barca.

Estaban ya al borde del agua y Lupin bajaba la escalera. Gilbert lo detuvo:

–Escuche, jefe, tenemos que hacer un viaje más… Va a ser cosa de cinco minutos.

–¡Pero por qué, demontres!

–Es que, mire… Nos hablaron de un relicario antiguo… Una cosa despampanante…

–¿Y qué?

–Pues que no ha habido manera de echarle mano. Y ahora que me acuerdo del office…, hay allí un armario con una cerradura gruesa… Comprenda que no podemos…

Se volvió hacia la escalinata. Vaucheray se lanzó igualmente.

–Diez minutos…, ni uno más -les gritó Lupin-. Dentro de diez minutos yo me las piro.

Pero transcurrieron los diez minutos y seguía esperando.

Consultó su reloj.

«Las nueve y cuarto… Es una locura», pensó.

Además, recordaba que durante toda la mudanza Gilbert y Vaucheray se habían portado de una forma harto rara, pues no se separaban un momento y parecían vigilarse el uno al otro. ¿Qué es lo que pasaba?

Insensiblemente Lupin estaba volviendo hacia la casa impulsado por una inquietud inexplicable, y al mismo tiempo escuchaba un rumor sordo que se elevaba a lo lejos, por la parte de Enghien, y que parecía acercarse… Sin duda alguien que se paseaba…

Rápidamente dio un silbido y luego se dirigió hacia la reja principal, para echar una ojeada por los alrededores de la avenida. De pronto, cuando estaba ya tirando de la puerta, sonó una detonación, seguida de un aullido de dolor. Volvió corriendo, dio la vuelta a la casa, trepó por la escalinata y se precipitó hacia el comedor.

–¡Mil rayos os partan! ¿Pero qué estáis haciendo aquí los dos?

Gilbert y Vaucheray, abrazados en un furioso cuerpo a cuerpo, rodaban por el parquet con gritos de rabia. Sus ropas chorreaban sangre. Lupin saltó. Pero ya Gilbert había derribado a su adversario y le arrancaba de la mano un objeto que Lupin no tuvo tiempo de distinguir. Además, Vaucheray perdía sangre por una herida que tenía en el hombro y se desvaneció.

–¿Quién lo ha herido? ¿Has sido tú, Gilbert? – preguntó Lupin exasperado.

–No… Ha sido Léonard…

–¡Léonard!… Pero si estaba atado…

–Se había desatado y había recuperado el revólver.

–¡El muy canalla! ¿Dónde está?

Lupin agarró la lámpara y entró en el office.

El criado yacía de espaldas, los brazos en cruz, un puñal clavado en la garganta, lívida la faz. Un hilo rojo corría de su boca.

–¡Ah! – balbuceó Lupin después de examinarlo-. ¡Está muerto!

–¿Cree usted…, cree usted…? – dijo Gilbert con voz temblorosa.

–Te digo que está muerto.

Gilbert farfulló:

–Ha sido Vaucheray… el que lo ha herido…

Pálido de cólera, Lupin lo agarró:

–¡Ha sido Vaucheray…, y tú también, granuja! ¡Porque también tú estabas aquí y le has dejado hacer! ¡Sangre, sangre! ¡Sabéis perfectamente que yo no quiero sangre! Primero se deja uno matar. ¡Ah! Peor para vosotros, muchachos…, porque vais a pagar los platos rotos si llega el caso. Y esto cuesta caro… ¡Estación La Guillotina!

La vista del cadáver lo trastornaba y, sacudiendo brutalmente a Gilbert:

–¿Por qué?… ¿Por qué lo ha matado Vaucheray?

–Quería registrarlo y quitarle la llave del armario. Cuando se inclinó sobre él vio que el otro se había desatado los brazos… Tuvo miedo… y lo hirió.

–¿Y el tiro?

–Ha sido Léonard… Tenía el arma en la mano… Antes de morir aún tuvo fuerzas para apuntar…

–¿Y la llave del armario?

–La ha cogido Vaucheray…

–¿Ha abierto?

–Sí.

–¿Y ha encontrado algo?

–Sí.

–Y tú querías arrebatarle el objeto ese, ¿eh?… ¿El relicario? No, era más pequeño… ¿Entonces, qué? ¡Vamos, contesta!

Ante el silencio, ante la expresión resuelta de Gilbert, comprendió que no obtendría respuesta. Con un gesto de amenaza articuló:

–Vas a hablar, buen mozo… Por vida de Lupin que te voy a hacer escupir la confesión. Pero por el momento se trata de salir pitando. Venga, ayúdame.