Vamos a embarcar a Vaucheray…

Habían vuelto hacia la sala, y Gilbert estaba inclinándose sobre el herido, cuando Lupin lo detuvo:

–¡Escucha!

Intercambiaron una misma mirada de inquietud. Alguien hablaba en el office… Era una voz muy baja, extraña, muy lejana… Sin embargo, como pudieron comprobar en seguida, no había nadie en la pieza, nadie más que el muerto, cuya silueta oscura estaban viendo.

Y la voz volvió a hablar, sucesivamente aguda, ahogada, temblorosa, desigual, chillona, terrorífica. Pronunciaba palabras confusas, sílabas interrumpidas.

Lupin sintió que el cráneo se le cubría de sudor. ¿Qué voz era aquélla tan incoherente, tan misteriosa como una voz de ultratumba?

Se agachó hacia el criado. Calló la voz y luego volvió a comenzar.

–Alumbra mejor -dijo a Gilbert.

Temblaba un poco, agitado por un miedo nervioso que no lograba dominar, pues ahora no había duda posible: al levantar Gilbert la pantalla de la lámpara, comprobó que la voz salía del cadáver mismo, sin que el menor sobresalto moviera aquella masa inerte, sin que la boca sangrante tuviera un estremecimiento.

–Jefe, me está entrando canguelo -tartamudeó Gilbert.

De nuevo el mismo ruido, el mismo cuchicheo gangoso.

Lupin soltó una carcajada, y rápidamente agarró el cadáver y lo desplazó.

–¡Perfecto! – dijo, descubriendo un objeto de metal brillante-. ¡Perfecto! Ahora caigo… ¡Aunque la verdad es que me ha llevado mi tiempo!

Allí, en el mismo lugar que acababa de descubrir, estaba la trompetilla receptora de un teléfono, cuyo hilo subía hasta el aparato sujeto en la pared a la altura habitual.

Lupin aplicó el receptor a su oreja. Casi en seguida volvió a empezar el ruido, pero un ruido múltiple, compuesto de llamadas diversas, de interjecciones, de clamores entremezclados, el ruido que hacen varias personas cuando se interpelan.

¿Está usted ahí?… Ya no contesta… Es horrible… Lo habrán matado… ¿Está usted ahí?… ¿Qué pasa?… Animo… El socorro está en camino…, agentes…, soldados…

–¡Maldita sea! – dijo Lupin, soltando el receptor.

La verdad se le aparecía en una visión espantosa. Al principio, y mientras se efectuaba la mudanza, Léonard, cuyas ligaduras no estaban bien prietas, había logrado enderezarse, descolgar el receptor, probablemente con los dientes, hasta hacerlo caer y pedir socorro a la central telefónica de Enghien.

Y esas eran las palabras que Lupin había sorprendido ya una vez, después de la salida de la primera barca: «¡Socorro!… ¡Al asesino! ¡Van a matarme!…»

Y ésta era la respuesta de la central telefónica. La policía se acercaba. Y Lupin recordaba los rumores percibidos en el jardín apenas cuatro o cinco minutos antes.

–¡La policía!… ¡Sálvese quien pueda! – profirió, precipitándose por el comedor.

Gilbert objetó:

–¿Y Vaucheray?

–Peor para él.

Pero Vaucheray, repuesto de su torpor, le suplicó al pasar:

–¡Jefe, no va usted a abandonarme así!

A pesar del peligro, Lupin se detuvo, y ya estaba levantando al herido con ayuda de Gilbert, cuando fuera se produjo un tumulto:

–¡Demasiado tarde! – dijo.

En ese momento unos golpes sacudieron la puerta del vestíbulo que daba a la fachada posterior. Corrió a la puerta de la escalinata: unos cuantos hombres habían dado ya la vuelta a la casa y se precipitaban hacia allí. Quizá hubiera conseguido adelantarse y alcanzar con Gilbert el borde del agua. Pero ¿cómo embarcarse y huir bajo el fuego del enemigo?

Cerro y echo el cerrojo.

–Estamos rodeados…, estamos copados -farfulló Gilbert

–Cállate -dijo Lupin.

–Pero nos han visto, jefe. Mírelos cómo están llamando.

–Cállate -repitió Lupin-. Ni una palabra… Ni un movimiento.

El permanecía impasible, con el rostro absolutamente tranquilo, con la actitud pensativa de quien dispone de todo el tiempo necesario para examinar una cuestión delicada bajo todos sus aspectos. Se encontraba en uno de esos instantes que él llamaba los minutos superiores de la vida, los únicos instantes que dan a la existencia su valor y su precio. En tales ocasiones, y fuera cual fuese la amenaza del peligro, siempre comenzaba por contar para sí y despacio: «Uno…, dos…, tres…, cuatro…, cinco…, seis…», hasta que el latido de su corazón volviera a hacerse normal y regular. Sólo entonces reflexionaba, ¡pero con qué agudeza!, ¡con qué formidable potencia!, ¡con qué profunda intuición de los acontecimientos posibles! Todos los datos del problema se le presentaban a la mente. Lo preveía todo, lo admitía todo. Y tomaba su resolución con toda la lógica y toda la certeza.

Después de unos treinta o cuarenta segundos, mientras golpeaban las puertas y forzaban las cerraduras con ganzúas, dijo a su compañero:

–Sígueme.

Entró al salón y empujó suavemente la hoja y la persiana de una ventana lateral. Había gente yendo y viniendo, lo cual hacía la fuga impracticable. Entonces se puso a gritar con todas sus fuerzas y con una voz sofocada:

–¡Por aquí!… ¡Auxilio!… ¡Aquí están!… ¡Por aquí!…

Apuntó su revólver y disparó dos veces entre las ramas de los árboles. Luego volvió hasta donde estaba Vaucheray, se inclinó sobre él y se embadurnó las manos y el rostro con la sangre de la herida. Por fin, volviéndose brutalmente contra Gilberto lo agarró por los hombros y lo derribó.

–¿Pero qué está haciendo, jefe? ¡Vaya una idea!

–Déjame hacer -silabeó Lupin con un tono imperioso-. Respondo de todo…, respondo de los dos… Déjame hacer… Yo os sacaré de la cárcel… Pero para eso tengo que estar libre.

La gente se movía y llamaba debajo de la ventana abierta.

–¡Por aquí! – gritaba él-. ¡Aquí están!… ¡Auxilio!

Y muy bajo, tranquilamente:

–Piénsalo bien… ¿Tienes algo que decirme?… Alguna información que pueda sernos útil…

Gilbert se debatía furioso, demasiado trastornado para comprender el plan de Lupin. Vaucheray, más perspicaz, y que además debido a su herida había perdido toda esperanza de huir, rió con sarcasmo:

–Déjale hacer, idiota… Lo que hace falta es que el jefe ponga pies en polvorosa… ¿No es eso lo esencial?

Bruscamente Lupin recordó el objeto que Gilbert se había guardado en el bolsillo después de habérselo quitado a Vaucheray. A su vez, quiso hacerse con él.

–¡Ah, eso jamás! – rechinó Gilbert, logrando liberarse.

Lupin lo tiró al suelo de nuevo. Pero súbitamente surgieron dos hombres en la ventana, Gilbert cedió, y, pasando el objeto a Lupin, que se lo guardó en el bolsillo sin mirarlo, murmuró:

–Cójalo, jefe, aquí está… Ya le explicaré… Puede estar seguro de que…

No le dio tiempo a acabar… Dos agentes, y otros cuantos que los seguían, y soldados que penetraban por todas las salidas, venían en ayuda de Lupin.

En seguida sujetaron a Gilbert y lo ataron sólidamente. Lupin se levantó.