Mira por dónde nunca faltan imprevistos. ¿Así que Daubrecq resulta sospechoso?»

Pero el cuarto día, a la caída de la tarde, se acercaron a los dos hombres otros seis personajes, que mantuvieron con ellos una charla en el lugar más oscuro de la glorieta Lamartine. Y, entre aquellos nuevos personajes, Lupin se quedó muy sorprendido al reconocer por su estatura y sus maneras al famoso Prasville, ex abogado, ex deportista, ex explorador, actualmente favorito del Elíseo, y que por razones misteriosas había sido colocado como secretario general de la Prefectura.

Y bruscamente Lupin se acordó: dos años atrás, en la plaza del Palais-Bourbon, había tenido lugar una riña resonante entre Prasville y el diputado Daubrecq. Se ignoraba la causa. Aquel mismo día Prasville le enviaba sus padrinos. Daubrecq se negó a batirse.

Poco tiempo después Prasville era nombrado secretario general.

«Raro…, muy raro», se dijo Lupin, que quedó pensativo sin dejar de observar los manejos de Prasville.

A las siete el grupo de Prasville se alejó un poco hacia la avenida Henri-Martin. La puerta de un jardincito que flanqueaba el hotel por la derecha dio paso a Daubrecq. Los dos agentes le siguieron los pasos y, como él, tomaron el tranvía de la calle Taitbout.

Inmediatamente Prasville atravesó la glorieta y llamó. La reja unía el hotel con el pabellón de la portera. Esta vino a abrir. Hubo un rápido conciliábulo, tras el cual fueron introducidos Prasville y sus compañeros.

«Visita domiciliaria, secreta e ilegal -se dijo Lupin-. En estricta cortesía hubieran debido convocarme a mí también. Mi presencia es indispensable.»

Sin la menor vacilación se dirigió al hotel, cuya puerta no estaba cerrada, y pasando ante la portera, que vigilaba los alrededores, dijo con el tono apresurado de alguien a quien están esperando:

–¿Están ya ahí esos señores?

–Sí, en el despacho.

Su plan era simple: si lo encontraban, se presentaría como abastecedor. Pretexto inútil. Tras haber franqueado un vestíbulo desierto, pudo entrar en el comedor, donde no había nadie, pero desde donde divisó a Prasville y a sus cinco compañeros, a través de los cristales de una vidriera que separaba el comedor del despacho.

Prasville, valiéndose de llaves falsas, estaba forzando todos los cajones. Luego compulsó todos los papeles, mientras sus cuatro compañeros sacaban de la biblioteca cada uno de los volúmenes, sacudiendo las páginas y registrando el interior de las encuademaciones.

«Decididamente -se dijo Lupin- están buscando un papel…, billetes de banco quizá…»

Prasville exclamó: -¡Qué tontería! No encontramos nada…

Pero sin duda no renunciaba a encontrarlo, pues de pronto cogió los cuatro frascos de una licorera antigua, quitó los cuatro tapones y los examinó.

«¡Vaya, hombre! – pensó Lupin-. ¡Ahora resulta que también él es aficionado a los tapones de garrafa! ¿Entonces no se trata de un papel? Verdaderamente ya no entiendo nada.»

A continuación Prasville levantó y observó diversos objetos, y dijo:

–¿Cuántas veces habéis venido aquí?

–Seis veces el invierno pasado -le respondieron.

–¿Y lo visitasteis a fondo?

–Pieza por pieza y durante días enteros, puesto que estaba de gira electoral.

–Sin embargo…, sin embargo…

Y prosiguió:

–¿Así que de momento no tiene criado?

–No, está buscando uno. Come en el restaurante, y la portera le hace la limpieza como puede. Esa mujer es completamente nuestra…

Durante cerca de hora y media Prasville se obstinó en sus investigaciones, desordenando y tocando todos los bibelots[7], pero teniendo buen cuidado de volver a dejarlos en el sitio exacto que ocupaban. A las nueve irrumpieron los dos agentes que habían seguido a Daubrecq:

–¡Ya vuelve!

–¿A pie?

–A pie.

–¿Nos da tiempo?

–Sí, sí.

Sin apresurarse demasiado, Prasville y los hombres de la Prefectura, tras haber echado a la habitación un último vistazo y haberse asegurado de que nada traicionaba su visita, se retiraron.

La situación se estaba haciendo crítica para Lupin. Yéndose, se arriesgaba a toparse con Daubrecq; quedándose, a no poder salir. Pero, tras comprobar que las ventanas del comedor le ofrecían una salida directa a la glorieta, resolvió quedarse.

Además la ocasión de ver a Daubrecq un poco más de cerca era demasiado buena como para desperdiciarla y, puesto que Daubrecq acababa de cenar, era poco probable que entrase en aquella sala.

Así que esperó, presto a esconderse detrás de una cortina de terciopelo que podía correrse sobre la vidriera en caso de necesidad.

Oyó el ruido de las puertas. Alguien entró en el despacho y encendió la luz eléctrica. Reconoció a Daubrecq.

Era un hombre grueso, rechoncho, corto de cuello, casi calvo, con una sotabarba gris, y llevaba siempre -pues tenía la vista muy cansada- un binóculo de cristales negros por encima de las gafas.

Lupin notó la energía del rostro, el mentón cuadrado, la prominencia de los huesos. Sus puños eran velludos y macizos, las piernas torcidas, y andaba con la espalda encorvada, apoyándose alternativamente en una y otra cadera, lo que le daba en cierto modo el aspecto de un cuadrumano. Pero una frente enorme, atormentada, surcada de vallecillos, erizada de protuberancias, coronaba su cara.

El conjunto tenía algo de bestial, repugnante, salvaje. Lupin recordó que en la Cámara lo llamaban «el hombre de los bosques», y lo llamaban así no sólo porque se mantenía al margen y apenas se trataba con sus colegas, sino también por su aspecto mismo, sus modales, su forma de andar, su poderosa musculatura.

Se sentó ante la mesa, sacó del bolsillo una pipa de espuma, escogió entre diversos paquetes de tabaco que estaban secándose en un jarrón un paquete de Maryland, rompió el precinto, llenó la pipa y la encendió. Luego se puso a escribir cartas.

Al cabo de un momento suspendió su trabajo y se quedó pensativo, con la atención fija en un punto de la mesa.

De pronto tomó una cajita de sellos y la examinó. A continuación verificó la posición de ciertos objetos que Prasville había tocado y vuelto a colocar, y los escrutaba con los ojos, los palpaba con ía mano, se inclinaba sobre ellos, como si ciertas señales, sólo por él conocidas, pudieran informarle al respecto.

Finalmente, tomó la perilla de un timbre eléctrico y oprimió el botón.

Un minuto después se presentaba la portera.

El le dijo:

–¿Han venido, no es así?

Y, ante la vacilación de la mujer, insistió:

–Vamos a ver, Clémence, ¿ha abierto usted esta cajita de sellos?

–No, señor.

–Bueno, pues yo había cerrado la tapa con una tirita de papel engomado. Alguien ha roto la tira.

–Sin embargo puedo asegurarle… -comenzó la mujer.

–¿Pero qué necesidad hay de mentir -dijo-, si yo mismo le he dicho que se preste a todas esas visitas?

–Es que…

–Es que le gusta a usted comer a dos carrillos… ¡De acuerdo!

Le tendió un billete de cincuenta francos y repitió:

–¿Han venido?

–Sí, señor.

–¿Los mismos que en primavera?

–Sí, los cinco… con otro… que los mandaba.

–¿Uno alto?… ¿Moreno?…

–Sí.

Lupin vio cómo la mandíbula de Daubrecq se contraía, y Daubrecq prosiguió:

–¿Eso es todo?

–Después ha venido otro, que se ha reunido con ellos…, y luego, poco después, otros dos, los dos que ordinariamente montan guardia ante el hotel.

–¿Se han quedado en este despacho?

–Sí, señor.

–¿Y se han marchado cuando, yo llegaba? ¿Unos minutos antes tal vez?

–Sí, señor.

–Está bien.

La mujer se fue.