Por primera vez tenía cómplices de Lupin, cómplices confirmados, indiscutibles, ¡y tales cómplices habían cometido un crimen! De ser el crimen premeditado, de poder establecerse la acusación de asesinato sobre pruebas firmes, ello significaría el cadalso. Ahora bien, en cuanto a pruebas, al menos había una evidente: la llamada telefónica de Léonard unos minutos antes de su muerte: «Socorro, al asesino…, van a matarme.» Dos hombres habían oído aquella llamada desesperada, el empleado de servicio y uno de sus compañeros, los cuales lo atestiguaron categóricamente. A consecuencia de aquella llamada el comisario de policía, avisado inmediatamente, tomó el camino del chalet Marie-Thérese, escoltado por sus hombres y por un grupo de soldados que estaban de permiso.

Desde los primeros días Lupin tuvo noción exacta del peligro. La lucha tan violenta que había entablado contra la sociedad entraba en una fase nueva y terrible. La suerte cambiaba. Aquella vez se trataba de un asesinato, de un acto contra el que él mismo se rebelaba, y no ya de uno de esos robos divertidos en que, tras haber esquilmado a algún vividor advenedizo, o a algún financiero sospechoso, sabía poner a los reidores de su parte y ganarse la opinión pública. Esta vez ya no se trataba de atacar, sino de defenderse y de salvar la cabeza de sus dos compañeros.

Una breve nota que he copiado de una de sus libretas de apuntes, donde con bastante frecuencia expone y resume las situaciones embarazosas, nos muestra la secuencia de sus reflexiones:

«En primer lugar una certeza: Gilbert y Vaucheray se han burlado de mí. La expedición a Enghien, destinada en apariencia a robar en el chalet Marie-Thérese, tenía un objetivo oculto. Durante todas las operaciones estuvieron obsesionados por ese objetivo, y bajo los muebles, como en el fondo de los armarios, no buscaban más que una cosa y sólo ésa: el tapón de cristal. Así pues, si quiero ver claro en medio de las tinieblas, ante todo tengo que saber a qué atenerme a este respecto. No hay duda de que, por razones secretas, ese misterioso pedazo de cristal posee un valor inmenso a sus ojos… Y no solamente a sus ojos, puesto que esta noche alguien ha tenido la audacia y la habilidad de introducirse en mi aposento para robarme el objeto en cuestión.»

Aquel robo, cuya víctima era él, intrigaba singularmente a Lupin.

Dos problemas, igualmente insolubles, se planteaban en su ánimo. En primer lugar, ¿quién era el misterioso visitante? Sólo Gilbert, que gozaba de toda su confianza y le servía de secretario particular, conocía el retiro de la calle Matignon. Pero Gilbert estaba en la cárcel. ¿Había que suponer que Gilbert, traicionándolo, hubiera enviado a la policía a pisarle los talones? En tal caso, ¿cómo en lugar de arrestarlo a él, Lupin, se habían conformado con llevarse el tapón de cristal?

Pero había algo aún mucho más extraño. Admitiendo que hubieran podido forzar las puertas de su aposento -y eso no le quedaba más remedio que admitirlo, aunque ningún indicio lo probase-, ¿de qué manera habían logrado entrar en su habitación? Como todas las noches, y siguiendo una costumbre que no abandonaba jamás, había dado la vuelta la llave y echado el cerrojo. Sin embargo -hecho irrecusable- el tapón de cristal había desaparecido sin que ni la cerradura ni el cerrojo hubieran sido tocados. Y, aunque Lupin se preciara de tener fino el oído incluso durante el sueño, ¡no lo había despertado ningún ruido!

No buscó mucho. Conocía demasiado ese tipo de enigmas para esperar que pudieran aclararse de otro modo que por la secuencia de los acontecimientos. Pero, muy desconcertado y harto inquieto, cerró en seguida el entresuelo de la calle Matignon, jurándose que no volvería a poner los pies en él.

Y a continuación se ocupó de ponerse en contacto con Gilbert y Vaucheray.

Un nuevo desengaño le aguardaba por este lado. La justicia, aunque no pudo establecer sobre bases serias la complicidad de Lupin, decidió que la instrucción del caso se efectuaría no en Seine-et-Oise, sino en París, y se incorporaría a la instrucción general abierta contra Lupin. Asimismo, Gilbert y Vaucheray habían sido encerrados en la prisión de la Santé[5]. Ahora bien, en la Santé, como en el Palacio de Justicia, comprendían con tal nitidez que había que impedir toda comunicación entre Lupin y los detenidos, que el prefecto de policía había dispuesto un cúmulo de precauciones minuciosas, minuciosamente observadas por los más insignificantes subalternos. Día y noche agentes a toda prueba, y siempre los mismos, guardaban a Gilbert y Vaucheray y no los perdían de vista.

Lupin, que por aquella época aún no había sido promovido -honor de su carrera- al puesto de jefe de la Seguridad[6], y que por consiguiente no pudo tomar en el Palacio de Justicia las medidas necesarias para la ejecución de sus planes, Lupin, después de quince días de infructuosas tentativas, tuvo que darse por vencido. Lo hizo con rabia en el corazón y una inquietud creciente.

«Lo más difícil en cualquier asunto -se decía- con frecuencia no es terminar, sino empezar. En el que me ocupa, ¿por dónde empezar? ¿Qué camino seguir?»

Se volvió hacia el diputado Daubrecq, el primer poseedor del tapón de cristal, y que probablemente debía de conocer su importancia. Por otra parte, ¿cómo es que Gilbert estaba al corriente de los actos y movimientos del diputado Daubrecq? ¿Cuáles habían sido sus medios de vigilancia? ¿Quién le había informado acerca del lugar en que Daubrecq pasaría la velada de aquel día? Otras tantas cuestiones interesantes que resolver.

A raíz del robo del chalet Marie-Thérese, Daubrecq se había retirado a sus cuarteles de invierno en París y ocupaba su hotel particular, a la izquierda de la pequeña glorieta Lamartine, que se abre al final de la avenida Victor Hugo.

Lupin, previamente camuflado bajo el aspecto de un viejo rentista que se dedica a callejear bastón en mano, se instaló por aquellos parajes, en los bancos de la glorieta y de la avenida.

Un descubrimiento le chocó desde el primer día. Dos hombres vestidos de obreros, pero cuya catadura indicaba a las claras su oficio, vigilaban el hotel del diputado. Cuando Daubrecq salía, ellos se ponían a seguirlo y volvían tras él. Por la noche, tan pronto como las luces se apagaban, se marchaban.

A su vez, Lupin les siguió la pista. Eran agentes de la Seguridad.

«Vaya, vaya -se dijo-.