(N. de la T.)]

Para ellos, sean las Memorias o seamos nosotros quien se equivoque atribuyendo encanto a su compañía que nos ha desagradado, el problema importa poco, porque, aun suponiendo que el equivocado sea el autor de las Memorias, ello no demostraría nada contra el valor de la vida que produce tales genios.

En el extremo opuesto de la experiencia, cuando yo veía que las anécdotas más curiosas, las que hacen del Diario de Goncourt materia inagotable, diversión de las noches solitarias para el lector, se las habían contado esos invitados que, a través de sus páginas, desearíamos conocer, y que a mí no me dejaron huella de un recuerdo interesante, no era todavía cosa muy inexplicable. A pesar de la ingenuidad de Goncourt, que del interés de aquellas anécdotas deducía la distinción probable del hombre que las contaba, muy bien podía ocurrir que unos hombres mediocres vieran en su vida u oyeran contar cosas curiosas y las contasen a su vez. Goncourt sabía escuchar, como sabía ver; yo no sabía. Por otra parte, habría que juzgar uno por uno todos esos hechos. La verdad es que monsieur de Guermantes no me había dado la impresión de aquel adorable modelo de gracias juveniles que a mi abuela tanto le hubiera gustado conocer y que me proponía como modelo inimitable por las Memorias de madame de Beausergent. Pero hay que pensar que Basin tenía entonces siete años, que el escritor era su tía y que hasta los maridos que se van a divorciar a los pocos meses nos hacen un gran elogio de su mujer. Una de las poesías más bonitas de Sainte-Beuve está dedicada a la aparición, ante una fuente, de una joven adornada de todos los dones y de todas las gracias, la joven mademoiselle de Champlâtreux, que no debía de tener entonces diez años. Pese a toda la tierna veneración que ese poeta genial que es la condesa de Noailles tenía a su suegra, la duquesa de Noailles, Champlâtreux por su familia, es, posible que, si hubiera tenido que hacer su retrato, contrastara bastante con el que Sainte-Beuve trazó cincuenta años antes. Quizá es aún más desconcertante lo intermedio, esas gentes de las que lo que se dice implica en ellos más que la memoria que ha sabido retener una anécdota curiosa, pero sin tener el recurso, como con los Vinteuil, con los Bergotte, de juzgarlos por su obra, pues no han creado ninguna: sólo la han inspirado -con gran asombro nuestro, pues nos parecían tan mediocres-. Pase aún que el salón que dará en los museos la mayor impresión de elegancia desde las grandes pinturas del Renacimiento sea el de la pequeña burguesía ridícula a la que ante el cuadro, y de no haberla conocido, tanto habría deseado yo acercarme en la realidad, esperando aprender de ella los más preciosos secretos del arte del pintor, que su cuadro no me daba, y cuya pomposa cola de terciopelo y de encajes es un trozo de pintura comparable a los más bellos de Tiziano. Si yo había comprendido en otro tiempo que no es el más inteligente, el más culto, el mejor relacionado de los hombres, sino el que sabe hacerse espejo y puede reflejar así su vida, aunque fuera mediocre, el que llega a ser un Bergotte (aunque los contemporáneos le tuvieran por menos inteligente que Swam y menos sabio que Bréauté), lo mismo se podía decir, y con mayor razón, de los modelos del artista. En el surgir de la belleza, en el artista que puede pintarlo todo, el modelo se lo proporcionarán personas un poco más ricas que él, en cuya casa encontrará lo que no suele tener en su taller de hombre de talento desconocido que vende sus cuadros a cincuenta francos: un salón con muebles tapizados de seda antigua, muchas lámparas, bellas flores, hermosas frutas, preciosos vestidos -gente modesta relativamente, o que lo parecería a personas brillantes (que ni siquiera conocen su existencia), pero que, por eso mismo, están más cerca de conocer al artista oscuro, de apreciarle, de invitarle, de comprarle sus cuadros, que las personas de la aristocracia que encargan sus retratos, como el papa y los jefes de estado, a los pintores académicos-. La poesía de una casa elegante y de bellas toilettes de nuestro tiempo ¿no estará para la posteridad en el salón del editor Charpentier por Renoir más bien que en el retrato de la princesa de Sagan o de la condesa de La Rochefoucauld pintado por Cotte o por Chaplin? Los artistas que nos han dado las más grandes visiones de elegancia han tomado los elementos de la misma en las gentes que pocas veces eran los grandes elegantes de su época, los cuales rara vez encargan un retrato al desconocido portador de una belleza que ellos no pueden distinguir en sus pinturas, disimulada como está por la interposición de un tópico de gracia consabida y ya pasada que flota en el ojo del público como esas visiones subjetivas que el enfermo cree que están efectivamente ante él. Pero que esos modelos mediocres que yo conocí hubiesen además inspirado, aconsejado ciertas modificaciones que me encantaron; que la presencia de alguno de ellos en el cuadro fuese más que la presencia de un modelo, es decir, la de un amigo que el pintor quiere poner en sus cuadros, era como para preguntarse si no me hubieran parecido insignificantes todas las personas que lamentamos no haber conocido porque Balzac las pintaba en sus libros o les dedicaba un homenaje de admiración, sobre las que Sainte-Beuve o Baudelaire hicieron sus más hermosos versos, si no me lo hubieran parecido, con mayor razón, todas las Récamier, todas las Pompadour, bien por un defecto de mi naturaleza, lo que entonces me hacía enfurecerme por estar enfermo y no poder volver a ver a todas las personas que había conocido mal, bien porque sólo debiesen su prestigio a una magia ilusoria de la literatura, lo que obligaba a cambiar de diccionario para leer, y me consolaba de tener que romper de un día a otro, por los progresos que hacía mi estado enfermizo, con la sociedad, renunciar a un viaje, a los museos, para ir a reponerme en un sanatorio.

Estas ideas, que tendían, unas a disminuir, otras a aumentar mi pesar por no tener dones para la literatura, no se presentaron nunca en mi pensamiento durante los largos años en los que, por lo demás, había renunciado por completo al proyecto de escribir y que pasé lejos de París, en un sanatorio, hasta que este sanatorio no pudo ya encontrar personal médico, a principios de 1916. Entonces volví a un París muy diferente de aquel al que ya había vuelto una vez, como se verá en seguida, en agosto de 1914, para una consulta médica, después de lo cual retorné a mi sanatorio.

Una de las primeras noches de mi nuevo regreso, en 1916, queriendo oír hablar de lo único que entonces me interesaba, la guerra, salí después de comer para ir a ver a madame Verdurin, pues era, con madame Bontemps, una de las reinas de aquel París de la guerra que hacía pensar en el Directorio. Como por la siembra de una pequeña cantidad de levadura, en apariencia de generación espontánea, unas mujeres jóvenes iban todo el día con unos altos turbantes cilíndricos, como una contemporánea de madame Tallien, llevando por civismo unas túnicas egipcias rectas, oscuras, muy «guerra», sobre unas faldas muy cortas; llevaban unas correas que recordaban el coturno según Talma, o unas altas polainas que recordaban las de nuestros queridos combatientes; era, decían ellas, porque no olvidaban que debían alegrar los ojos de aquellos combatientes, por lo que todavía se arreglaban, no sólo con vestidos «vaporosos», sino también con alhajas que evocaban los ejércitos con su tema decorativo, aunque la materia no viniera de los ejércitos, ni hubiera sido trabajada en los ejércitos; en lugar de los ornamentos egipcios que recordaban la campaña de Egipto, eran sortijas o pulseras hechas con fragmentos de obuses o cinturones de 75, encendedores formados por dos peniques ingleses a los que un militar había logrado dar en su trinchera una pátina tan bella que el perfil de la reina Victoria parecía trazado por Pisanello; era también porque pensaban constantemente en ellos, decían ellas, que, cuando caía uno de los suyos, apenas le guardaban luto, con el pretexto de que era «un luto en el que entraba el orgullo» lo que permitía un gorro de crespón inglés blanco (del más gracioso efecto y que «autorizaba todas las esperanzas», en la invencible seguridad del triunfo definitivo), sustituir al casimir de antaño por el raso y la muselina de seda, y hasta conservar las perlas, «sin dejar por eso de observar el tacto y la corrección que es inútil recordar a buenas francesas».

Estaban cerrados el Louvre y todos los museos, y cuando se leía en el título de un artículo de periódico: «Una exposición sensacional», se podía estar seguro de que se trataba de una exposición no de cuadros, sino de vestidos, de vestidos destinados por lo demás a «esos delicados goces de arte de los que las parisienses llevaban tanto tiempo privadas». Así renacieron la elegancia y el placer; la elegancia, a falta del arte, quería disculparse como en 1793, año en que los artistas que expusieron en el Salón revolucionario proclamaban que, equivocadamente, parecería «impropio de austeros republicanos que nos ocupemos del arte cuando la Europa coligada asedia el territorio de la libertad». Lo mismo hacían en 1916 los modistos, que, además, por una orgullosa conciencia de artistas, confesaban que «buscar la novedad, huir de la vulgaridad, afirmar una personalidad, preparar la victoria, encontrar para las generaciones de después de la guerra una nueva fórmula de belleza tal era la ambición que los atormentaba, la quimera que perseguían, como se podía comprobar yendo a visitar sus salones deliciosamente instalados en la Rue de la…, donde parece imponerse la consigna de disipar con una nota luminosa y alegre las abrumadoras tristezas de la hora, pero con la discreción que las circunstancias imponen. Las tristezas de la hora -verdad es- podrían acabar con las energías femeninas si no tuviéramos tantos ejemplos de valor y de resistencia que nos hacen meditar. Por eso, pensando en nuestros combatientes, que en el fondo de su trinchera sueñan con más comodidad y más coquetería para la querida ausente que se quedó en el hogar, no dejarán de traernos siempre más primor en la creación de vestidos que respondan a las necesidades del momento. Lo que está en boga -y se comprende- es, sobre todo, las casas inglesas, aliadas por tanto, y este año entusiasma el vestido tonel, cuyo gracioso desgaire nos da a todas un simpático toquecito de rara distinción. Y aun será ésta una de las más felices consecuencias de esta triste guerra -añadía el encantador cronista-, y aun será ésta (era de esperar: la recuperación de las provincias perdidas, el despertar del sentimiento nacional) una de las más felices consecuencias de esta guerra: haber logrado bonitos resultados en cuestión de toilettes, sin lujo exagerado y de mal gusto, haber creado con tan poca cosa, con naderías, la coquetería. Al vestido de gran modisto editado en varios ejemplares se prefiere en este momento los vestidos hechos en casa porque afirman el espíritu, el gusto y las tendencias de cada cual». En cuanto a la caridad, pensando en todas las miserias nacidas de la invasión, en tantos mutilados, era muy natural que se viera obligada a hacerse «más ingeniosa aún», lo que obligaba a las damas de alto turbante a pasar el final de la tarde en los tés alrededor de una mesa de bridge comentando las noticias del «frente», mientras las esperaban a la puerta sus automóviles con un apuesto militar que charlaba con el botones. Pero no sólo eran nuevos los tocados que remataban las caras con su extraño cilindro. Lo eran también las caras. Aquellas damas del nuevo sombrero eran mujeres jóvenes llegadas de no se sabía bien dónde y que eran la flor de la elegancia, unas desde hacía seis meses, otras desde hacía dos años, otras desde hacía cuatro. Y estas diferencias tenían para ellas tanta importancia como tenían en el tiempo en que yo debuté en el mundo entre dos familias como los Guermantes y los La Rochefoucauld tres o cuatro siglos de antigüedad probada. La dama que conocía a los Guermantes desde 1914 miraba como a una advenediza a la que presentaban en aquella casa en 1916, le dirigía un saludo de reina madre, la enfocaba con sus impertinentes y declaraba con una mueca que ni siquiera se sabía con seguridad si aquella mujer estaba o no casada.