Todas las mañanas nos entrega de nuevo a nuestro otro dueño, sabiendo que, sin esto, nos entregaríamos mal a la suya. Curioso por saber, cuando nuestro espíritu abre de nuevo los ojos, lo que hemos podido hacer bajo el dueño que tiende a sus esclavos antes de ponerlos a una tarea precipitada, los más ladinos, apenas terminada ésta, intentan mirar subrepticiamente. Pero el sueño les gana por la mano para hacer desaparecer las huellas de lo que quisieran ver. Y al cabo de tantos siglos no sabemos gran cosa sobre el particular.
Cerré, pues, el diario de los Goncourt. ¡Prestigio de la literatura! Yo habría querido volver a ver a los Cottard, preguntarles muchos detalles sobre Elstir, ir a ver la tienda del Petit Dunkerque si aún existía, pedir permiso para visitar aquel hotel de los Verdurin donde yo había comido. Pero sentía una vaga turbación. Desde luego, nunca me había disimulado que no sabía escuchar ni, cuando ya no estaba solo, mirar. Una señora anciana no mostraba ante mis ojos ninguna clase de collar de perlas y lo que se decía no me entraba en los oídos. Sin embargo, eran seres a los que había conocido en la vida cotidiana, había comido muchas veces con ellos, eran los Verdurin, era el duque de Guermantes, eran los Cottard, y cada uno de ellos me había parecido tan corriente como a mi abuela aquel Basin que ella no sospechaba que era el sobrino querido, el joven héroe delicioso, de madame de Beausergent. Todos me habían parecido insípidos; recordaba las innúmeras vulgaridades de que cada uno de ellos estaba compuesto…
Et que tout cela fasse un astre dans
la nuit!5
5 «¡Y que todo eso forme un astro en la noche!»
Decidí prescindir provisionalmente de las objeciones que habían podido sugerirme contra la literatura las páginas de Goncourt leídas la víspera de salir de Tansonville. Aun prescindiendo del índice individual de ingenuidad que llama la atención en este memorialista, podía por otra parte tranquilizarme en diversos puntos de vista. En primer lugar, en lo que personalmente me concernía, mi incapacidad de mirar y de escuchar, que el citado diario tan penosamente había puesto de relieve para mí, no era, sin embargo, total. Había en mí un personaje que, más o menos, sabía mirar bien, pero era un personaje intermitente, que sólo tomaba vida cuando se manifestaba alguna esencia general, común a varias cosas, que constituía su alimento y su deleite. Entonces el personaje miraba y escuchaba, Pero sólo en cierta profundidad, de suerte que la observación no ganaba nada. Como un geómetra que, prescindiendo de las cualidades sensibles de las cosas, ve solamente su substrato lineal, yo no captaba lo que contaban las personas, pues lo que me interesaba no era lo que querían decir, sino la manera de decirlo, en cuanto revelaba su carácter o sus notas ridículas; o más bien era un objeto que fue siempre la finalidad principal de mi búsqueda porque me daba un goce específico, el punto común a uno y a otro ser. Sólo cuando mi mente lo percibía -somnolienta hasta entonces, incluso tras la aparente actividad de mi conversación, cuya animación enmascaraba para los demás un completo entumecimiento mental- se lanzaba de pronto, gozosamente, a la caza, pero lo que entonces perseguía -por ejemplo, la identidad del salón Verdurin en diversos lugares y tiempos- estaba situado a una profundidad media, más allá de la apariencia misma, en una zona un poco más retirada. Y el encanto aparente, copiable, de los seres escapaba a mi percepción porque yo no tenía la facultad de detenerme en él, como un cirujano que, bajo la tersura de un vientre de mujer, viera el mal interno que lo roe. Cuando comía invitado, no veía a los demás invitados, porque, creyendo mirarlos, los radiografiaba. Y al reunir todas las observaciones que había podido hacer sobre los invitados en una comida, el dibujo de las líneas por mí trazadas era como un conjunto de leyes psicológicas donde apenas tenía cabida el interés propio que el invitado hubiera podido tener en sus palabras. Pero ¿acaso esto quitaba todo mérito a mis retratos, si para mí no eran retratos? Si, en el campo de la pintura, alguien pone de relieve ciertas verdades relativas al volumen, a la luz, al movimiento, el cuadro no será necesariamente inferior a un retrato de la misma persona, que no se parece nada al primero y en el que se relatan minuciosamente mil detalles omitidos en éste, y del segundo retrato se podrá deducir que el modelo era seductor, cuando en el primero se hubiera creído feo, lo que puede tener una importancia documental y hasta histórica, pero no es necesariamente una verdad de arte. Después, en cuanto no estaba solo, mi frivolidad me daba el deseo de agradar, más de divertir hablando que de instruirme escuchando, a no ser que fuera a una reunión para enterarme sobre algún punto de arte o sobre alguna sospecha celosa que me había preocupado antes. Pero era incapaz de ver nada cuyo deseo no me hubiera sido sugerido previamente por alguna lectura, nada de lo que yo no hubiera dibujado de antemano un croquis que quisiera comparar con la realidad. ¡Cuántas veces -lo sabía muy bien, sin necesidad de aprenderlo en aquella página de Goncourt- fui incapaz de prestar atención a cosas o a personas que más tarde, después de que un artista me presentara su imagen en la soledad, hubiera caminado leguas, arriesgado la vida por volver a encontrarlas! Entonces mi imaginación se había puesto en marcha, había comenzado a pintar. Y aquello ante lo cual bostezara el año anterior, ahora me decía con angustia contemplándolo de antemano, deseándolo: «¿Será verdaderamente imposible verlo? ¡Cuánto daría por conseguirlo!» Cuando leemos artículos sobre ciertas personas aunque sólo se trate de personas del gran mundo, de esas de quienes se dice que son «los últimos representantes de una sociedad de la que ya no existe ningún testigo», seguramente podemos exclamar: «¡Pensar que ese de quien se habla con tanto elogio es un ser insignificante! ¡Pensar que, si yo me guiara solamente por los periódicos y las revistas sin haber visto al hombre lamentaría no haberle conocido!» Pero, al leer páginas tales en los periódicos, me sentía más bien tentado a pensar: «¡Lástima que -cuando sólo me preocupaba de encontrar a Gilberta o a Albertina- no presté ninguna atención a ese señor!, yo le tomaba por uno de esos pelmas del gran mundo, por un comparsa, y era una Figura». Las páginas de Goncourt que leí me hicieron lamentar esta disposición. Pues quizá podía deducir de ellas que la vida aprende a rebajar el valor de la lectura, y nos demuestra que lo que el escritor nos alaba no valía gran cosa; mas con la misma razón podía deducir lo contrario: que la lectura nos enseña a apreciar más el valor de la vida, valor que no hemos sabido estimar y del que sólo por el libro nos damos cuenta de lo grande que era. En rigor, podemos consolarnos de haber gozado poco en la compañía de un Vinteuil, de un Bergotte. El burguesismo pudibundo del uno, los defectos insoportables del otro, hasta la pretenciosa vulgaridad de un Elstir en sus principios6 no pueden nada contra ellos, porque su genio se manifiesta en sus obras.
6 Puesto que el Diario de los Goncourt me hizo descubrir que no era otro que el «Monsieur Tiche» que tan exasperantes discursos le había echado a Swann en casa de los Verdurin. Pero ¿qué hombre de genio no ha adoptado las irritantes maneras de hablar de los artistas de su bando, antes de llegar (como ocurrió con Elstir y como ocurre rara vez) a un buen gusto superior? Por ejemplo, ¿no están sembradas las cartas de Balzac de giros vulgares que Swann hubiera sufrido mil muertes antes que emplearlos? Y, sin embargo, es posible que Swann, tan sagaz, tan exento de todo ridículo odioso, fuera incapaz de escribir La cousine Bette y Le curé de Tours. [En la edición de La Pléiade se separa a pie de página este pasaje, que en el manuscrito figura en un papel marginal y que el editor juzga «imposible de insertar tal como está en el texto primitivo que Proust mantuvo».
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