Para ellos, lo que modifica profundamente el orden de las ideas es sobre todo, con gran diferencia, algo que parece no tener en sí mismo ninguna importancia y que les altera el orden del tiempo retrotrayéndolos a otra época de su vida. Esto se observa prácticamente en la belleza de las páginas que inspira: el canto de un pájaro en el parque de Montboissier, o una brisa impregnada del olor de la reseda son evidentemente hechos de menor cuantía que las fechas más importantes de la Revolución y del Imperio. Sin embargo, inspiraron a Chateaubriand, en las Mémoires d'outretombe, páginas de un valor infinitamente más grande.) Las palabras dreyfusista y antidreyfusista ya no tenían sentido, decían ahora los mismos que se quedarían estupefactos e indignados si les dijeran que, probablemente, dentro de unos siglos, y quizá menos, la palabra boche no tendría más valor que el significado de curiosidad de las palabras sans-culotte o chouan bleu.

Monsieur Bontemps no quería oír hablar de paz mientras Alemania no quedara reducida a la misma fragmentación que en la Edad Media, mientras no se decretara el destronamiento de la casa de Hohenzollern, mientras Guillermo no recibiera doce balas en el cuerpo. En una palabra, era lo que Brichot llamaba un «hasta el fin», el mejor título de civismo que se le podía dar. Desde luego, madame Bontemps había estado los tres primeros días un poco fuera de lugar entre personas que habían dicho a madame Verdurin que deseaban conocerla, y madame Verdurin contestó en un tonillo ligeramente agrio: «El conde, querida», a madame Bontemps, que le decía: «Ese señor que acaba usted de presentarme es el duque de Haussonville», fuera por absoluta ignorancia y ausencia de toda asociación entre el nombre Haussonville y un título cualquiera, o bien, al contrario, por excesivo conocimiento y asociación de ideas con el «Partido de los duques», al que se le había dicho que pertenecía monsieur d'Haussonville, en la Academia. Al cuarto día ya comenzó a estar sólidamente instalada en el Faubourg Saint-Germain. A veces se veían aún en torno suyo los desconocidos fragmentos de un mundo que no se conocía y a los que estaban enterados del huevo de que madame Bontemps había salido les causaban tan poca extrañeza como los trozos del cascarón alrededor del polluelo. Pero a los quince días ya se los había sacudido, y no había pasado un mes cuando decía: «Voy a casa de los Lévy», comprendiendo todo el mundo, sin más precisión, que se trataba de los Lévis-Mirepoix, y ninguna duquesa se iría a la cama sin enterarse por madame Bontemps o por madame Verdurin, al menos a través del teléfono, de lo que decía el comunicado de la noche, de lo que omitía, cómo iban las cosas con Grecia, qué ofensiva se estaba preparando: en una palabra, todo lo que el público no sabría hasta el día siguiente o hasta más tarde, y de lo que ella tendría, por este medio, una especie de ensayo general. En la conversación, madame Verdurin, para comunicar las noticias, decía «nosotros» refiriéndose a Francia. «Pues verá: nosotros exigimos al rey de Grecia que retire del Peloponeso, etc.; nosotros le enviamos, etc.» Y en todo lo que hablaba salía a relucir constantemente el G. Q. G.7 («he telefoneado al G. Q. G.»), abreviatura que pronunciaba con el mismo regodeo con que, en otro tiempo, las mujeres que no conocían al príncipe de Agrigente preguntaban sonriendo, cuando hablaban de él y para demostrar que estaban al corriente: «¿Grigri?», un regodeo que en las épocas tranquilas sólo conocen las mujeres mundanas, pero que en las grandes crisis conoce hasta el pueblo.

7 Grand Quartier Général. (N. de la T.)

Nuestro mayordomo, por ejemplo, si se hablaba del rey de Grecia, era capaz, gracias a los periódicos, de decir como Guillermo II: «¿Tino?», mientras que hasta entonces su familiaridad con los reyes había sido más vulgar, inventada por él, como cuando, en otro tiempo, hablando del rey de España, decía: «Fonfonse». También se pudo observar que, a medida que aumentó el número de personas brillantes que comenzaron a tratar a madame Verdurin, fue disminuyendo el número de los que ella llamaba «aburridos». Por una especie de transformación mágica, cualquier «aburrido» que fuera a hacerle una visita y solicitara una invitación pasaba súbitamente a ser una persona agradable, inteligente. Y al cabo de un año el número de los aburridos había quedado reducido en tal proporción que «el miedo y la imposibilidad de aburrirse», que tanto sitio ocuparan en la conversación y tan gran papel desempeñaran en la vida de madame Verdurin, habían desaparecido por completo. Dijérase que, a la vejez, aquella imposibilidad de aburrirse (que, por lo demás, antes aseguraba no haberla experimentado en su primera juventud) la hacía sufrir menos, como ocurre con ciertas jaquecas, con ciertas asmas nerviosas que pierden fuerza al envejecer. Y seguramente aquel miedo de aburrirse habría abandonado por completo a madame Verdurin, por falta de personas aburridas, si no hubiera sustituido, en pequeña medida, a las que ya no lo eran por otras, reclutadas ahora entre los antiguos fieles.

Por otra parte, y terminaremos con las duquesas que ahora trataban a madame Verdurin, iban a buscar en su casa, sin sospecharlo, exactamente lo mismo que en otro tiempo buscaban los dreyfusistas, es decir, un placer mundano compuesto de tal manera que su degustación satisficiera las curiosidades políticas y la necesidad de comentar entre ellos los incidentes leídos en los periódicos. Madame Verdurin decía: «Vengan a las cinco a hablar de la guerra», como antes «a hablar del Affaire»8, y en el intervalo: «Vengan a oír Morel».

8 Al hablar del Affaire se referían, por antonomasia, al asunto Dreyfus. (N. de la T.)

Pero Morel no tendría que estar allí, porque no estaba en absoluto libre de servicio. Simplemente no se había incorporado y era desertor, pero nadie lo sabía.

Una de las estrellas del salón era Dans les choux, que, a pesar de sus aficiones deportivas, había conseguido que le declararan inútil. Hasta tal punto había llegado a ser para mí el autor de una obra admirable en la que yo pensaba constantemente, que sólo por casualidad, estableciendo una corriente transversal entre dos series de recuerdos, pensaba que era el mismo que dio lugar a que Albertina se fuera de mi casa. Y aun esta corriente transversal llegaba, en cuanto a aquellas reliquias de recuerdos de Albertina, a una vía que se cortaba en pleno erial a varios años de distancia, pues ya no pensaba nunca en ella. Era una vía de recuerdos, una línea que ya no seguía nunca. Mientras que las obras de Dans les choux eran recientes y mi mente frecuentaba y utilizaba siempre esta línea de recuerdos.

Debo decir que conocer al marido de Andrea no era ni muy fácil ni muy agradable y que la amistad que se le consagraba estaba condenada a muchas decepciones. Porque ya entonces estaba muy enfermo y rehuía las fatigas que no le ofrecieran un posible placer.