Y entre éstas sólo incluía los encuentros con personas que aún no conocía y que, en su ardiente imaginación, se figuraba que podían ser diferentes de los demás. Los que ya conocía sabía de sobra cómo eran, cómo serían, y le parecía que no valían la pena de una fatiga peligrosa, quizá mortal, para él. Era, en suma, muy mal amigo. Y acaso en su afición a las personas nuevas reaparecía algo de la audacia frenética que antaño, en Balbec, ponía en los deportes, en el juego, en todos los excesos de la mesa.

En cuanto a madame Verdurin, a cada paso quería presentarme a Andrea, sin poder admitir que yo la conocía. Por otra parte, Andrea no solía ir con su marido. Era para mí una amiga admirable y sincera, y, fiel a la estética de su marido, que estaba en reacción de los bailes rusos, decía del marqués de Polignac: «Tiene la casa decorada por Bakst; ¡no sé cómo se puede dormir en ella! Yo preferiría Dubuffe». Además, los Verdurin, por el fatal progreso del esteticismo que acaba por morderse la cola, decían que no podían soportar el modern style (además, era muniqués) ni las habitaciones blancas, y sólo les gustaban los antiguos muebles franceses en una decoración oscura9.

9 En aquella época vi mucho a Andrea. No sabíamos qué decirnos, y una vez pensé en aquel nombre de Julieta que había emergido del fondo del recuerdo de Albertina como una flor misteriosa. Misteriosa entonces, pero que hoy ya no suscitaba nada: mientras que le hablaba de tantas cosas indiferentes, sobre ésta me callé, no porque lo fuera más que otra, sino porque hay una especie de sobresaturación de las cosas en las que se ha pensado mucho. Quizá el período en que yo veía en aquello tantos misterios era el verdadero. Pero como estos períodos no durarán siempre, no debemos sacrificar la salud, la fortuna al descubrimiento de misterios que un día ya no nos interesarán. [En la edición de La Pléiade se destaca a pie de página este pasaje con referencia al lugar señalado. (N. de la T.)]

En aquella época, cuando madame Verdurin podía recibir en su casa a quien quisiera, nos extrañaba mucho que se dirigiera indirectamente a una persona a la que había perdido de vista por completo: Odette. Pensábamos que nada podría añadir al brillante medio que había llegado a ser el pequeño grupo. Pero a veces una separación prolongada, a la vez que amortigua los rencores, despierta la amistad. Y, además, el fenómeno en virtud del cual los moribundos pronuncian nombres familiares de tiempos remotos y los ancianos se complacen en sus recuerdos de infancia, ese fenómeno tiene su equivalente social. Para triunfar en el propósito de hacer volver a Odette a su casa, madame Verdurin no se valió, naturalmente, de los «ultras», sino de los amigos menos fieles que habían seguido con un pie en un salón y otro en el otro. Les decía: «No sé por qué ya no la vemos por aquí. Acaso está enfadada, yo no; después de todo, ¿qué le he hecho? Fue en mi casa donde conoció a sus dos maridos. Si quiere volver, sepa que encontrará las puertas abiertas». Estas palabras, que al orgullo de la Patrona le hubiera costado pronunciar si no se las dictara la imaginación, fueron repetidas, pero sin resultado. Madame Verdurin esperó a Odette, y Odette no llegó hasta que ciertos acontecimientos que veremos más adelante determinaron, por muy distintas razones, lo que no pudo lograr la embajada, celosa, sin embargo, de los amigos infieles. Tan raros son los triunfos fáciles y los fracasos definitivos.

Hasta tal punto eran iguales las cosas que reaparecían con la mayor espontaneidad las palabras de antaño: «bien pensants, mal pensants». Y como parecían diferentes, como los antiguos comuneros habían sido antirrevisionistas, los más acérrimos dreyfusistas querían que se fusilara a todo el mundo y contaban con el apoyo de los generales, como éstos, en los tiempos del Affaire, estuvieron contra Galliffet. A estas reuniones madame Verdurin invitaba a algunas damas un poco recientes, conocidas por las obras de caridad, y que las primeras veces asistían con galas esplendorosas, con grandes collares de perlas que Odette, dueña de uno no menos bello y de cuya exhibición había abusado también ella, miraba con severidad, ahora que, imitando a las damas del Faubourg, iba en «traje de guerra». Pero las mujeres saben adaptarse. Después de tres o cuatro veces se daban cuenta de que las toilettes que ellas habían creído elegantes estaban precisamente proscritas por las personas que lo eran, guardaban sus vestidos de oro y se resignaban a la sencillez.

Madame Verdurin decía: «Esto es desolador, voy a telefonear a Bontemps que haga lo necesario para mañana; otra vez han tachado todo el final del artículo de Norpois y simplemente porque daba a entender que habían echado a Percin». Pues, por la estupidez corriente, todo el mundo presumía de emplear expresiones corrientes y creía demostrar así que estaba a la moda como cuando una burguesa dice refiriéndose a los señores de Bréauté, de Agrigente o de Charlus: «¿Quién? ¿Babal de Bréauté, Grigri, Mémé de Charlus?» Por lo demás, las duquesas hacen lo mismo y se complacían de la misma manera en decir largar, pues, en las duquesas, lo que distingue es el nombre -para los plebeyos un poco poetas-, pero se expresan según la categoría de inteligencia a la que pertenecen y en la que hay también muchísimos burgueses. Las clases de la inteligencia no tienen en cuenta el linaje.

Por otra parte, todos aquellos telefonazos de madame Verdurin no dejaban de tener inconvenientes.