Pero como tantos otros ha renegado de Vos, no mostrando ningún interés por la existencia de Dios.

¿Qué vais a hacer? Sé que no podéis oponeros al desatamiento de la Cólera, pero sé también que no podéis admitir que vuestros hijos todos perezcan. ¿Qué vais a hacer? ¿Descender de vuestra montaña para llorar en los quicios de las puertas como cualquier vagabundo? ¿Reanudar como en Belén vuestro vano ruego cuando buscabais un refugio para dar a luz al Redentor? Los ministros de Dios os desalentarían con ignominia. Los cristianos y las cristianas que tienen a gala honraros en las iglesias os acusarían de impostura y los soberbios ateos, que creen haber borrado la impronta de su bautismo, os arrojarían a la cara su intelectualidad de vómitos. ¡Oh, mi Señora de la Compasión y mi Reina del Llanto, es preciso que perezcamos!

XVIII
Un solecismo

Es superior a mis fuerzas. No puedo aguantarlo más. Oigo a todo el mundo hablar de la guerra mil veces al día y no veo que nadie se escandalice ni se indigne por la monstruosa prostitución de este término.

Unos inmundos malhechores se han introducido en mi casa para robarme y darme muerte. Planto cara como puedo a esos bandidos y a eso se llama guerra. Si mi mujer y mis hijos mueren en la contienda, si lo que tengo por más valioso resulta destruido, se dirá que son gajes del oficio. Si los asesinos simulan cansarse y desesperados de vencerme piden una tregua sin ofrecer reparación de ninguna clase, con la mira puesta sólo en rehacerse para aprestarse a un nuevo ataque, se dirá que soy un insensato por rechazarla y que el exterminio de los malvados, la satisfacción que anhelo, es una exigencia bárbara. Seré requerido para una conciliación y probablemente acusado por un juez íntegro que me reprochará lo exorbitante de mi temperamento vindicativo. Siendo juez de paz, me hablará naturalmente de guerra. Acabaré siendo el culpable.

Miembro de una generación que guarda aún memoria de la gran epopeya de Napoleón, repleta desde mi infancia de los más gloriosos recuerdos, la ignorancia actual de cualquier grandeza militar es para mí una aberración inefable; pero este completo envilecimiento de lo más elevado que hay en la historia de nuestra patria me parece más humillante e intolerable que la peor insania.

Mancillar el nombre de la guerra es lo que hace Alemania de tres años a esta parte, abolir pura y simplemente el sentido de las palabras, al tiempo que desaparecen las nociones más rudimentarias del honor. No puedo sino repetir lo que escribí hace dos años:

«… Arrojarse como bestias armadas hasta los dientes sobre pueblos desprevenidos, degollar a miles de seres indefensos y deshonrarlos mediante la tortura, prender fuego, darse al pillaje, devastar sin motivo las más hermosas regiones del planeta, destruir con visajes de simio loco obras maestras venerables, con la idea de que así harán temblar a todo el orbe… Tal es la obsesión de la Alemania prusianizada y la de todos sus intelectuales que rinden pleitesía a un farsante lamentable.

»La verdad que hemos de gritar por doquier es que nosotros no estamos en guerra. Defendemos como podemos nuestra tierra, nuestras costumbres, a nuestras mujeres e hijos, contra la más colosal empresa de expolio y asesinato que han visto los siglos. Decir que estamos en guerra con Alemania es tan absurdo como decir que un infeliz que se ve atenazado por una horrible ménade presa de todos los demonios de la lujuria y de la que se defiende con todas sus fuerzas, ha contraído nupcias con semejante posesa.

»Si me cupiese el honor de un mando militar, no me avendría nunca a tener por soldado a un alemán y no me molestaría demasiado en hacer prisioneros.

»El uniforme de esos crápulas confunde nuestra inteligencia de combatientes caballerosos y nos hace pasar por alto que estamos en presencia de una colosal turbamulta de infames comadres disfrazadas de soldados. ¿Tomar prisioneros? Tratamos con consideración suma, con honor incluso, a bribones execrables que avergonzarían a nuestros propios presidiarios…».

Si desde los primeros momentos nuestra conciencia sublevada hubiera vomitado en el rostro de Alemania el inmenso horror de su bandidaje, si un clamor unánime la hubiera denunciado cual puerca indigna de llevar armas, y si hubiera tenido por único trofeo de sus inmundas victorias un estigma universal de oprobio inacabable, ciertamente nuestros sufrimientos no hubiesen sido menores, pero algo esencial habría cambiado. La repugnancia habría cortado por lo sano cualquier tentación de perdón, la exclusión formal de la idea de la guerra hubiera tenido como consecuencia necesaria la exclusión correlativa de la idea de paz, dejando en los corazones todos sólo el deseo vehemente de un castigo implacable y la más augusta voz del orbe cristiano no se hubiera desacreditado tan horriblemente hablando del honor de las armas alemanas.

Pero, ¡ay!, nos hemos habituado y yo mismo, trémulo de cólera, ¿no me veo obligado a emplear la palabra guerra en todas y cada una de mis páginas, si quiero hacerme entender? No se habla más que de guerra, del fin de la guerra a cualquier precio, y de lo que seguirá a esta abominable ficción. Dios quiera que la ficción de paz que resulte de tan monstruoso solecismo no sea aún más abominable.

XIX
El inventario de almas

Saber dónde estamos en lo espiritual, lo que aún puede quedar de la riqueza de antaño, lo poco o mucho que podemos esperar o temer del mañana, si es que nos es dado afrontar algún mañana; tal es la tarea que hay que emprender en un momento en que se manifiestan traiciones inconcebibles, en que se han descubierto o se sospechan las artimañas más negras por doquier, ante el enorme estupor de las gentes sencillas a quienes les gustaría suponer al menos un mínimo de pudor en los políticos y en las autoridades a las que han otorgado su confianza.

Y he aquí que de repente asistimos a la más trivial de las prácticas comerciales. Y sin embargo se trata de almas, de puras y simples almas, pero se tasan, se pesan, se les pone precio cual mercaderías. Las hay que están a la venta y su número causa espanto, pero sólo unas pocas tienen salida, quedándose las más sin vender. No salen las cuentas.

Hay ruinosas existencias de almas de segunda mano que nadie quiere, que amenazan con atestar los almacenes y que habrá que liquidar con pérdidas, traspasándolas a los traperos, negocio fallido, pues costaron a precio de oro. Hay otras que, sin ser despreciadas por los eventuales compradores, tienen difícil colocación, no se sabe bien por qué. Y otras, en fin, que se pueden contar con los dedos de la mano, que no están por suerte a la venta y que despiden con cajas destempladas a los compradores, cualquiera que sea la oferta. Artículos rarísimos merecedores de premios en exposiciones universales o dignos de exhibirse en escaparates, dada la necesidad de llamar la atención de la clientela.

A pesar de ser inmortales, hoy sólo se toma a las almas por mera mercancía, buena o mala, de mediana o de pésima calidad, ruinosa o lucrativa; se han convertido en materia de especulación para la mayoría y son la levadura de la astucia más aplicada, pues el diablo se aloja en el vientre de los especuladores. Se trata de un negocio tan antiguo como el mundo, pero que ha crecido extraordinariamente, generalizándose desde hace tres años por obra del ejemplo y el trato de los alemanes. No obstante, lo reitero, se necesita una profunda astucia.

Se da el caso de pagar en exceso por una alma cualquiera de la que nos encaprichamos y que no podremos colocar a un chalán alemán, pues hasta los boches más brutos conocen el paño. La menor insinuación de belleza, la más mínima tacha de virtud, se les revela al instante.

Otras veces creeremos aprovechar la ocasión única que proporciona el apremio de una liquidación aparente anunciada a bombo y platillo, maniobra audaz de un estratega de la especulación que inunda el mercado con cantidades increíbles de género devuelto.

Comprenderemos al punto que el comercio de almas es extremadamente peligroso para el crédito. Los mismos boches pueden sentirse defraudados, pues las almas son en ocasiones mercancía viva, dispuesta a la acción y a vengarse de sus explotadores. «¿Cómo quiere que ese hombre no sea rico? —dijo alguien de Talleyrand[12]—; ha vendido a todos cuantos lo han comprado», aunque, dicho sea de paso, cuesta mucho suponer un alma a Talleyrand, pero el término tiene alguna importancia y merece ser meditado.

El inventario que imagino sin aconsejarlo a nadie es en verdad lo más complicado que hay en el mundo; tanto es así, que sólo Dios es capaz de hacerlo, justamente Dios que no tiene la condición de comerciante. Resulta incompatible con su eternidad.