No teniendo principio ni fin, las operaciones a plazo le están vedadas, y no hay más que decir.
Una sola vez rescató todas las alma, sin hacer acepción, y cada una de ellas a un precio exorbitante, dejándoles, es cierto, la libertad para revenderse a sí mismas cual reses desahuciadas. Asistimos hoy a la feria sin igual de las almas, en la que no podemos esperar encontrar a Dios. ¿Cómo podría Él estar presente? Con lo que se comercia es con la Sangre de su Hijo, la preciosísima Sangre de su Hijo derramada para la salvación de todo el género humano. «En mi Agonía, pienso en ti, esa gota de sangre que derramo va por ti». Esa gota que veía el pobre Pascal no es sino el precio de cada una de las almas de los hombres. Chicas o grandes, por todas ha habido que abonar un precio exorbitante. El alma de un necio o de un pillastre, el alma de un espía o de un traidor que se cree pagado con una suma ínfima, tiene un valor real infinitamente superior al de todos los mundos juntos, y Dios no tiene nada que hacer con ese populacho mercantil que le ultraja vilipendiándolo hasta el horror.
Él permanece en su cielo, escuchando el cántico sobrenatural de María, el canto eterno conocido como Magníficat, con el que esta Madre que contiene su Brazo le habla sin cesar de su Misericordia y de su Poder, haciéndole notar entre súplicas que aún no ha enaltecido a los humildes ni saciado a los hambrientos y que acaso los hombres esperan, para adorarlo, el cumplimiento de sus promesas. Lo adormece por algunas horas, arrullándolo como antaño en la humilde morada de Nazaret. Pero la Predilecta del Espíritu Santo no puede contenerlo más, sabe de sobra que no cabe pedir a su Hijo que repita la Pasión para salvar a Judas, más presentable sin duda que los traficantes de almas, pues él al menos devolvió las monedas.
XX
Los nuevos ricos
Son los que no devuelven ni devolverán ninguna moneda, salvo que sin miramientos de ningún tipo nos lancemos a destriparlos, desenlace más que probable en un plazo menor de lo que pueda pensarse y que yo acortaría, loco de contento, si estuviera en mi mano. Son horribles a más no poder.
Los ricos por su casa, objeto de solemnes maldiciones en el Evangelio, no me agradan más. He compuesto un libro entero para vomitar mi espanto por esos criminales cuya función social consiste en comerse a los pobres y mancillarlos mientras los devoran. He llegado incluso a reprocharme el no haber dicho todo cuanto sentía.
Sin embargo, pueden alegar en su favor el beneficio de una especie de prescripción. Algunos pueden hacer valer no sé qué servicios prestados antiguamente por antepasados de los que no queda memoria y que una justicia superior recompensa en sus inútiles descendientes.
Otros, ayunos de antepasados dignos de mención y cuya opulencia procede de fuentes más recónditas que las del Nilo, pueden invocar la sapiencia de reputados tratadistas que han demostrado desde antiguo la necesidad de las grandes fortunas para el equilibrio y la estabilidad de la sociedad. Otros, en fin, cuya riqueza tiene un origen francamente infame, cuentan con el recurso de anteponer lo sublime de sus intenciones y el deber que tan caritativamente se han impuesto de reparar los crímenes de sus padres colmando a los indigentes con la centésima parte de lo que les sobra. Nada habría que replicar a esto: el venerado código civil de los notarios y el bendito celo de los gendarmes constituyen una barrera infranqueable para la indignación de los pobres.
Las trazas de los nuevos ricos son muy otras. No pudiendo contar con la aprobación o la desaprobación de nadie, responden por sí mismos con cínica y admirable audacia. No se declaran positivamente ladrones ni asesinos de pobres, pero no les desagrada que se piense tal cosa ni que se admire su habilidad.
¡Reparemos, pues, en ella! ¡Hacer fortuna mientras la ruina amenaza a todo el mundo, sacar provecho de las catástrofes agravándolas, tornar fecunda la desolación, abonar la desesperación, ser las prósperas moscas y los voraces gusanos de los cadáveres después de haber sido el último tormento de los agonizantes! ¿No sería el colmo de la estupidez desaprovechar la oportunidad del inexplicable reposo de la guillotina?
Acaparar víveres, dosificar o sofisticar la alimentación del pueblo entero para centuplicar su valor son prácticas tradicionales que antaño se pagaban con la horca y que hogaño despiertan la admiración y la envidia.
Hay logreros chicos y grandes y no es fácil determinar cuáles de ellos son más horribles. Los grandes asesinan a los pobres a distancia, de manera indiscriminada, al socaire de tal o cual combinación administrativa siempre enigmática. Los chicos, los llamados minoristas, degüellan a diario a los pobres que se ponen a su alcance. Artífices de colusiones admirables, fijan los precios que les vienen en gana y se embolsan ganancias del 300 o el 400 por ciento. ¡Es la guerra!, dicen con una sonrisa, y llevan a buen puerto su infamia, a sabiendas de que ninguna sanción contrariará sus designios.
Esperan con ahínco alcanzar la fortuna, pero como son, a semejanza de los especuladores al por mayor, tan necios como malvados, ninguno se para a pensar qué será de ellos al día siguiente de su innoble victoria. Siempre olvidan que en el frente hay un millón de hombres acostumbrados, y van tres años, a matar a otros hombres, exponiéndose ellos mismos a la muerte, acostumbrados, por consiguiente, a considerar la vida humana como una futesa. Volverán un día, con la impaciencia de arreglar las cuentas pendientes. ¿Qué dirán ante el espectáculo de la proliferación de canallas y con qué ojos verán la prosperidad diabólica de los mercaderes que han matado de hambre, que han torturado a sus mujeres y a sus hijos, mientras ellos aguantaban por mor de la defensa común los peores horrores?
Es posible que entonces los alegres y sonrientes logreros no encuentren escondrijos suficientes para hurtarse al furor de esos incontrolados para quienes poder despanzurrarlos sería una delicia paradisíaca. Nunca se recomendará bastante a los interesados la meditación sobre este futuro.
Bourg-la-Reine,
16 de julio -15 de octubre de 1917
XXI
El ciego de nacimiento
EVANGELIO DE SAN JUAN
Capítulo IX
Así interroga Jesús al ciego de nacimiento al que acaba de curar: «¿Crees tú en el Hijo de Dios?», y éste le pregunta: «¿Quién es, Señor, para que crea en él?». Y Jesús le responde: «Pues le has visto, y el que habla contigo Él es».
Estas últimas palabras resultan abrumadoras. ¡Así pues Jesús habría dado la vista a ese mendigo ciego que nunca vio nada, para que lo primero que tuviese ante sus ojos fuese precisamente al Hijo de Dios! El Hijo de Dios deseaba la mirada virginal de este miserable. La mirada de los demás, de quienes habían visto tantísimas cosas antes que su presencia, no le bastaba. Esa muchedumbre podía haber contemplado la creación entera, desde la de los animales y las plantas hasta la de los minerales. Podía haber visto las estrellas todas del firmamento, pero nadie había podido gozar del privilegio insólito de ver, como primera cosa, al Hijo de Dios.
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