Pero ese final llega a repugnarle, por ignominioso, tras haber concitado el aplauso de los cobardes y de los necios.

El resto es espantoso. La estupidez infinita de todo el mundo casi sin excepciones; la ausencia, jamás vista, de cualquier superioridad; el envilecimiento inaudito de la gran Francia de antaño, que implora hoy el socorro de las naciones sorprendidas de no temblar ante ella; y la sobrenatural infamia de los usureros de la carnicería, multitud incontable de logreros grandes y chicos, administradores soberbios o mercachifles de la peor estofa, que se embriagan con la sangre de los inmolados y se ceban con la desesperación de los huérfanos. Ha sido preciso llegar, generación tras generación, al umbral del Apocalipsis y verse convertidos en espectadores de una abominación universal no conocida ni por los siglos más oscuros para experimentar la imposibilidad absoluta de cualquier esperanza humana.

Sólo entonces, Dios, sabedor de la miseria de sus criaturas, otorga misericordiosamente a algunos de los que ha elegido para que sean sus testigos la suprema gracia de un desprecio sin tasa, del que únicamente quedan a salvo Él mismo en sus Tres Personas inefables y los milagros de sus Santos.

Cuando el sacerdote alza el cáliz para recibir la Sangre de Cristo, cabe imaginar el inmenso silencio de toda la tierra que el adorador supone colmada de espanto en presencia del Acto indecible que evidencia la inanidad de todos los demás actos, equiparables al punto a vanas gesticulaciones en las tinieblas.

La más horrible y cruel injusticia, la opresión de los débiles, la persecución de los presos, el mismo sacrilegio y hasta el desencadenamiento consecutivo de las lujurias del Infierno, todas esas cosas, en ese instante, se diría que dejan de existir, pierden su sentido si se las compara con el Acto Único. No queda más que la avidez de sufrimientos y la efusión de las lágrimas espléndidas del gran Amor, anticipo de la beatitud para los novicios del Espíritu Santo que han fijado su morada en el tabernáculo del olímpico Desprecio de las apariencias todas de este mundo.

II
Las apariencias

Creer que las cosas son lo que parecen, he ahí la más trivial de las ilusiones, ilusión universal que se ve confirmada, día tras día, por la impostura tenaz de nuestros sentidos todos. Sólo la muerte nos desengañará. En el instante mismo en que nos sea revelada nuestra identidad, tan perfectamente desconocida para nosotros mismos, inconcebibles abismos, dentro y fuera de nosotros, se descubrirán ante nuestros genuinos ojos. Los hombres, las cosas, los sucesos, nos serán finalmente declarados y cada uno podrá comprobar la afirmación de aquel místico que dijo que desde la Caída el género humano sin excepción se sumió en un profundo sueño.

Sopor prodigioso de las generaciones, con las incoherencias y deformaciones infinitas inherentes a todo sueño. Somos durmientes atestados de imágenes desdibujadas del Paraíso perdido, mendigos ciegos en el umbral de un palacio sublime de puertas condenadas. No sólo no logramos reconocernos unos a otros, sino que ni siquiera podemos distinguir, escuchando su voz, a nuestro prójimo.

Se nos dice: he ahí a tu hermano. Ah, Señor, ¿pero cómo podría reconocerlo en medio de esta multitud indiscernible y cómo sabría que es mi semejante, pues está hecho a tu imagen, si yo mismo desconozco mi propio semblante? A la espera de que te plazca despertarme, no cuento más que con mis sueños y casi siempre son pesadillas. ¡Con cuánta más dificultad podré desenmarañar las cosas! Creo en realidades materiales, concretas, palpables, tangibles como el hierro, inconcusas como el agua de un río, y una voz interior surgida de las profundidades me confirma que no hay más que símbolos, que mi propio cuerpo no es sino una apariencia y que todo lo que me rodea es una apariencia enigmática.

Se nos ha enseñado que Dios nos ofrenda su Cuerpo para nuestro alimento y su Sangre para nuestra sed bajo las formas de la Eucaristía. ¿Por qué aspiramos a que se nos libere de un modo explícito, siendo como somos una porción ínfima de su creación?

Mientras que los hombres se agitan con las visiones del sueño, Dios es el único dotado de omnipotencia. Traza su Revelación en la apariencia de los sucesos de este mundo, y ése es el motivo por el cual la historia es tan cabalmente incomprensible.

Valga un ejemplo cercano. ¿Es posible imaginarse un analista mínimamente solvente de la guerra mundial, a la que desde hace tres años creemos asistir como testigos? Suponiendo que ese temerario no se hunda en la ciénaga infinita de los documentos, ¿cómo se las arreglará para componerlos de forma plausible? Basta pensar en ello para que el corazón desfallezca y la razón se horrorice.

Dentro de algunos años, ¿qué quedará de los millones de soldados que el emperador alemán ha lanzado al mundo con orden de hollarlo y sojuzgarlo? ¿Qué quedará de ese criminal y de nosotros mismos? Polvo y un poema de desolación inaudito. Ésa será toda la historia, toda la apariencia de historia. Los que vengan después no entenderán nada, salvo que el tiempo de la vida aparencial está tasado y que los sucesos son nubes más o menos negras, pero infaliblemente disipadas, hecho que no justificaba una prueba tan colosal.

¿Por qué en este instante se apodera de mí el salmo In exitu, que habla de los «ídolos de las naciones»? He ahí una beldad infinitamente espiritual, adorada por la multitud, capaz, se dice, de hacer de menos a los santos. He ahí también un estadista afamado, universalmente admirado por su elocuencia y su penetración. ¡Ídolos ambos!

«Tienen boca —dice el Espíritu Santo— y no articulan palabra; tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen; tienen narices y no huelen; con sus manos no tocan; con sus pies no caminan, ni emite sonido alguno su garganta. Y como ellos —añade— serán los que los hacen y todos los que a ellos se confían».

Es ya un lugar común afirmar que el milagro es la restitución del orden. ¡No hay sin embargo otro medio de demostrar lo perenne de las apariencias! Todo el mundo sabía que el cojo lo era de nacimiento. Pedro le dijo: «Ni plata ni oro tengo; pero lo que tengo eso te doy». El tullido sanó al instante. ¿Qué tenía el Príncipe de los Apóstoles para dar y qué necesitaba ese infeliz? De sólo una cosa tenía necesidad, del Paraíso terrenal.

Pedro no había dejado de velar desde el canto del gallo pascual y el mendigo de la Puerta preciosa estaba profundamente dormido. Nada más verlo, Pedro le espetó con su autoridad irresistible: «Mírame», y el adormilado, entreabriendo los ojos, contempló por vez primera la Integridad primordial, las colinas sobrenaturales del Jardín de las delicias, las fuentes de infinita pureza, las plantas salutíferas, las avenidas inefables de ese asiento de la Inocencia. Todo eso en el rostro y en los ojos del Pescador de hombres que Jesús había elegido.

No hacía falta más para disipar inmediatamente las apariencias y devolver la salud completa, la vida misma, a un infeliz que no sabía nada mejor que mendigar la ilusión de un mendrugo de pan a otros infelices como él que tenían la ilusión de poseer algo. Incluso se dice que la sombra de Pedro sanaba.

Impera ahora su 260 sucesor[2]. Ignoramos si tiene sombra o si él mismo es una sombra. Pero no se le atribuye ningún milagro y su rostro no evoca en nadie ni el más remoto recuerdo del Paraíso perdido. Es el único de los vicarios del Hijo de Dios que ha proclamado, urbi et orbe, la neutralidad de Nuestro Señor Jesucristo. Se trata de una mera apariencia de papa, apenas más visible y ciertamente más horrible que las apariencias de emperadores, reyes o repúblicas que se apretujan ante la roja puerta del Apocalipsis, cuyas hojas se abren cuan grandes son sobre la abominación del Infierno.

III
La voluptuosidad

Vida y Muerte.