Todo el mundo piensa o cree pensar que sólo esas dos palabras tienen un sentido exacto e indiscutible, pero los artistas y los poetas han abusado tanto de esos términos que ignoramos su significado preciso.

A no dudar, el aspecto de un cadáver bastaría para anular enteramente la idea trivial de la vida, pero la visión de un joven atleta no enerva ni un ápice la idea de la muerte. Con harta frecuencia la refuerza y la torna fecunda hasta la obsesión.

Lo más seguro pasa por suspender el empleo de esos vocablos y hablar solamente del Gozo y del Dolor, cuya contingencia es, amén de inmediata, siempre probable. Es creencia común que lo contrario del gozo es el dolor y que esas dos impresiones del alma y del cuerpo son excluyentes, motivo por el cual se las opone. Típico recurso literario.

¿Cómo hacer entender que a cierta distancia son la misma cosa y que un alma heroica las asimila con facilidad suma? ¿Pero dónde se encuentran hoy las almas heroicas? Harto sé que el heroísmo puede hallarse hoy, al menos en grado rudimentario, en nuestros combatientes, pero el heroísmo integral, de una pieza, el heroísmo con marchamo de eternidad, ¿dónde puede hallarse?

El del cristiano cabal que renuncia a cuanto tiene por amor de Dios antes de dar algo por su patria, puede contarse con los dedos de una mano.

El conflicto de esas dos potencias es permanente, es la historia misma de la humanidad. Siempre han existido gozantes y dolientes. Y ha existido, sobre todo, la inmemorial alternancia del gozo y del dolor y sus infinitas distribuciones. Aunque eso es propio de la masa.

Las almas superiores son ajenas a esa fluctuación. Residen demasiado alto como para que las inquiete ninguna ola. Reciben con indiferencia lo que por convenio conocemos como dicha o desgracia. Se resignarían a gozar si así Dios lo manda, pero prefieren el dolor y el dolor es su gozo acabado. Constituye un placer tal que para esas benditas almas no hay consuelo ni esperanza comparable cuando golpes inesperados rompen o mancillan momentáneamente el barro que son. Entonces es cuando se gozan en el sufrimiento, ceden a la concupiscencia de los tormentos, y la misma inmensidad de su pena se torna en su plenitud, ignorantes de los conflictos de las demás almas.

¡El gozo de sufrir! Sentimiento ignorado en el Paraíso terrenal, imposible de conocer antes de la felix culpa, por la cual vendrá la exultación de todos los que permanecen dormidos.

¡Sería necesario haber abofeteado a Jesús! ¡Haberlo ultrajado con saña, denostado, negado, crucificado! ¡Sería necesario no sentir piedad por el Cordero de Dios, haberlo azotado atrozmente, haber sembrado de espinas su Cabeza misericordiosa con horrible sevicia!

De otro modo, cómo entender la voluptuosidad de las torturas, la inexpresable delicia de ser desgarrado por bestias, de caminar sobre brasas, de sentir la calentura del aceite hirviendo y de tener, al tiempo, el corazón macerado por todas las ruedas de molino de la ingratitud y la injusticia, hasta el momento en que la Virgen Dolorosa, la Misma que llora desde hace sesenta años en su montaña[3], venga en persona a tomar en sus brazos a esos martirizados y a oprimirlos contra su corazón, susurrándoles al oído: «Tú y Yo, hijo mío, formamos el Pueblo de Dios. Estamos en la Tierra prometida y yo Misma soy esa tierra de bendición, como fui antaño el mar Rojo que había que atravesar. ¡No olvides que mi Hijo llamó bienaventurados a los que lloran y a mí las generaciones me dicen Bendita porque he derramado todas las lágrimas y experimentado todas sus agonías! ¡Nada son las maravillas de Egipto, nada tampoco las maravillas del Desierto en comparación con las cosas admirables que te traigo para la Eternidad!».

IV
a espera

Sea así, pues. Aguardaré el supremo Dolor, el sublime Dolor, la Consolación sin fin. ¡Pero cuánta fortaleza requiere la espera! Habré de aguantarlo todo, sobrellevar gozos y dolores bastardos. La Mediocridad plantará sobre mi corazón su pata de elefante y no me quedará siquiera el recurso vulgar de esperar la muerte.

Pues no admite duda que estoy hecho para esperar sin fin y para consumirme esperando. Después de medio siglo pasado, no estoy capacitado para nada más.

¿Qué son la parrilla y el cilicio en comparación, por ejemplo, con la ignominia conminatoria de un recibo de alquiler, o de una factura; con la pestilencia de una charla mundana; con la contagiosa podredumbre de un alma burguesa; con los efluvios letales de los ineludibles apretones de manos?

¿Qué atrocidades, por diabólicas que sean, de verdugos chinos o persas pueden equipararse con la muerte lenta inferida por la necedad victoriosa o por el repugnante triunfo, infalible siempre, de los inferiores?

¿Cómo aguantar, en fin, el horror completo de la sentimentalidad religiosa que ha sustituido por doquier a la Caridad en las prácticas más virtuosas de la palabra y la literatura?

Suponiendo incluso un medio estrictamente admisible de pensamientos, de sentimientos o de actos a la altura de los tiempos, ¿cómo podría ofrecerse tal cosa a las almas infinitas que no dicen nunca: «¡Es bastante!» y que se tienen por hijas de Dios?

Esperemos sin embargo, transijamos con cualquier cosa si así lo manda el Paráclito, representará una excelente preparación con miras a la futura ebriedad de las espléndidas Tribulaciones.

V
El terror

Cœpit pavere. Jesús comenzó a sentir terror, dice san Marcos. El Maestro conoció pues el terror. Tembló viendo aproximarse la hora de su Pasión y su angustia llegó al grado de sudar sangre. Un terror que llega al extremo de sudar sangre no cabe en cabeza humana. Un terror así resulta inconcebible. Considerémoslo, pues. Un terror divino, una agonía de terror sacudió a la Luz del mundo. Fue necesario de toda necesidad que traspasase infinitamente los terrores todos, como Jesús ha traspasado las cosas todas. Trátase de un terror triunfal, valga la expresión.

La insuficiencia de las palabras humanas es aquí tanto más palmaria cuanto que se trata de algo oprobioso, de una ignominia extrema que repugna esencialmente a la Gloria. El Redentor se espanta de su sacrificio y aún más de las consecuencias de su sacrificio, vano para los más. Plenamente consciente de que ese cáliz le corresponde, ruega a Dios no obstante que lo aparte de sí, si cabe. Mas hay que beberlo, apurarlo hasta las heces y sumirse por su medio en una sima de oprobio, antesala de la nada, que horrorizaría a los más abyectos bribones.

¿Cómo entonces no he de sentir terror yo, que soy un infeliz? Lo confieso lisa y llanamente, humildemente, siento un miedo cerval.