No temo sólo por mi cuerpo que podría muy bien ser pasto de atroces suplicios, sino que temo sobre todo por mi alma que no podrá eludir de ningún modo su destino de espectadora de las infernales inmolaciones que se avecinan. Harto nos ha avisado la Madre de Dios[4], y el crimen clerical de silenciar su Voz no es precisamente el más indicado para aplacar la indignación de Aquel cuya cólera Ella anuncia.

Hoy la montaña de La Salette que amenaza al mundo con su desplome tras sesenta y ocho años de sacudidas, se precipita por fin con un estrépito enorme y no parará hasta el fondo del abismo, destruyéndolo todo. Podemos aún implorar la gracia del arrepentimiento, si queda algo que no haya sido alcanzado por la abominación, pero pronto no podremos siquiera hacer ofrenda de una vida que no nos pertenecerá.

«Será tiempo de tinieblas —dice la Santísima Virgen—, la profanación de los lugares sagrados, la putrefacción de las flores de la Iglesia y la entronización del Demonio en los corazones. Se desatará una guerra mundial espantosa. No veremos más que crímenes y se oirán sólo las detonaciones de las armas y las blasfemias. Desierto será la tierra…»[5].

Ya se dejan ver los preludios de los horrores venideros. Y eso por no hablar del hambre y de la peste, que están llamadas a ser más letales que el cañón, ni del egoísmo diabólico de un enorme número de hijos del demonio prontos desde siempre a todas las torpezas o injusticias lucrativas, ni de la desesperación de las enfurecidas multitudes.

¿Ese momento no lo detendrá una práctica de la que, hasta hoy, ningún santo parece haberse apercibido, a saber, la Imitación del Sagrado Temor de Jesucristo en el Huerto de su Agonía?

¿Qué será de los contados hijos de Dios que las primeras matanzas nos arrebatarán? Ignoro si todos ellos tendrán miedo, pero sé bien que tiemblo anticipadamente por mí mismo y por muchos otros que no ven lo que desde hace cuarenta años salta a la vista.

No hay duda de que la historia es un cúmulo de abominaciones, pero éstas fueron siempre intermitentes y localizadas. Mientras en Asia naciones enteras se exterminaban, en Occidente otras merecían unas jornadas o unos años de paz. La Cólera conocía interrupciones, sobresaltos, traslaciones súbitas, retornos imprevistos. Avanzaba dando tumbos, descargando de repente aquí o allá, dando gracias a Dios cuando momentáneamente se aplacaba.

Ahora campea sobre el orbe entero. Es como un nubarrón inmenso a ras de tierra que lo cubre todo, sofocando cualquier esperanza de escapar a su destrucción. Algo no muy distinto de lo que debió de ocurrir la víspera del Diluvio, cuando Noé construía el Arca que salvaría sólo a ocho almas. La amenaza es tan terrible que la inconcebible ceguera de los videntes hará las funciones de venda. ¡Qué grito de agonía no lanzará el mundo cuando el velo de las apariencias quede rasgado y nos sea dado ver de repente el corazón del Abismo!


VI
El corazón del abismo

¿Cómo hay que entender esta locución: el Corazón del Abismo? La Biblia, un abismo ella misma, invoca el abismo desde sus versículos iniciales, declarando que al principio había tinieblas sobre la faz del abismo. En un salmo se dice que los juicios del Señor son como el abismo inmenso y en otro que su vestido es el abismo. El mismo Señor pregunta a Job si se ha paseado por el fondo del abismo y el profeta Habacuc habla del grito del abismo en su célebre cántico. El Evangelio, en fin, refiere que la legión de demonios que poseía a un infeliz rogó a Jesús que no la mandase ir al abismo, sino que le permitiera entrar en una piara de cerdos que pacía en el monte, precipitándose inmediatamente por un despeñadero.

La palabra abismo ocupa un lugar tan singular en la Revelación que uno está tentado de pensar que se trata de un pseudónimo de Dios y que el corazón de este abismo no es sino el Corazón de Dios, el Sagrado Corazón de Jesús, adorado por la Iglesia toda. En él debemos aguardar a ver cuando se agoten las cosas visibles. Si hasta los mismos demonios tienen miedo, ¿qué temblores no sentirán los humanos? En el momento de la Pasión pudieron ultrajar su Faz, envuelta entonces en tinieblas, ¿pero qué poder tienen sobre su Corazón?

Sea todo lo más grande o lo más grandioso. Sea el Himalaya, del que se afirma que ni aun veinte elevaciones como el Pic du Midi componen una escalera bastante para coronarlo. Sea la terrorífica majestad del Océano polar en el momento en que una infinita tempestad agita violentamente sus inmensas placas de hielo bajo la difusa claridad del ocaso. Sean las más pavorosas convulsiones del globo, los más inconcebibles temblores de tierra, como los que azotaron en el siglo VI a Iliria o Siria, haciendo sucumbir en apenas un instante provincias enteras y populosas ciudades, la corteza terrestre entreabriéndose ávida de personas y haciendas para cerrarse al punto con tal estrépito que sus ecos llegaron hasta Constantinopla.

Sean también las grandezas humanas, las colosales edificaciones de Indochina o de Java, comparadas con las cuales las ciclópeas construcciones de los pelasgos o de los egipcios resultan insignificantes. Sean también nuestras sublimes catedrales que la barbarie alemana quiere derruir, y el prodigioso canto de todas las artes de Occidente; las pinturas de los hombres primitivos y las sinfonías de Beethoven, Dante y Shakespeare, Miguel Ángel o Donatello. Sea, para acabar, Napoleón, por no mencionar la luminosa muchedumbre de los Amigos de Dios.

¡Todo eso es infinitamente accesorio ante el esplendor, el poder y el anonadamiento del alma; el valor de esas cosas y esos hombres es cero cuando se para mientes en el Corazón del Abismo!

Una piedad rampante y vil hipnotizada por las apariencias ha mancillado a más no poder ese misterio de dilección y de horror con imágenes cuya villanía pueril e irreverente realismo provocan el llanto de los Ángeles que circundan los altares. Pero lo Absoluto, la Irrefragable morada, es el inmenso abismo que tenemos al lado, a nuestro alrededor, en nosotros mismos. Para descubrirlo es indispensable ser precipitado en él. Ni el milagro ni la trascendencia mística bastan. Es fama que Pascal lo veía sin cesar, pero era el abismo negro de su jansenismo, y en modo alguno el abismo de luz cuya sola vislumbre basta y sobra para matar a los santos.

A un viejo eremita mitad egipcio mitad escita, pero que veneraba a Dios con toda la sencillez de su corazón, se le ocurrió pedir permiso a Dios para pasearse por el fondo del Abismo. Regresó después de un siglo para morir de admiración y al pie del sicomoro de la ciencia donde fue sepultado brotaron retoños de la talla de san Juan Crisóstomo, san Ambrosio, san Jerónimo, san Agustín, san Gregorio Magno, santo Tomás de Aquino, san Bernardo y los demás portadores de luz.

VII
Los ciegos

La muchedumbre infinita, la población toda del globo, todos ciegos. No sólo el mundo entero duerme, sino que a fuerza de dormir, el mundo entero se ha quedado ciego, incluso en los mismos sueños, de suerte que, de despertarse, lo hará a ciegas, acometido por el miedo horrible de caer en algún hoyo.