Su marcha era más misteriosa, adelantándose y manteniéndose por sus propios recursos. El mar podía jugar con él a su an­tojo proporcionándole un goce repentino e inmenso, o sumiéndole en una muerte oscura e ignorada. La em­barcación se entregaba al mar como una novia se da a su esposo, como una virgen desconocida de los hom­bres que confía en que el vigor y la fuerza de su dueño, se cambien en un arrullo amoroso.

La temperatura era una verdadera bendición. Los días se sucedían en calma, suaves, con el cielo y el mar co­mo brillantes turquesas. Esta visión magnífica consolaba algo a Helen. Hizo que le subieran a cubierta su bastidor, junto al que colocó un volumen de filosofía encua­dernado en negro tafilete. Escogiendo cuidadosamente las hebras, de un montón de madejas que tenía sobre la falda, matizaba y bordaba en pardo y granate un tron­co de árbol, y en distintas gamas de amarillo, el curso de un río. El diseño representaba una tumultuosa co­rriente a su paso por la selva tropical, con frutos de va­riadas especies y una legión de nativos desnudos que disparaban sus flechas. Entre punto y punto leía una fra­se sobre la realidad de la Materia, la Naturaleza o el Bien. A su alrededor los marinos, con sus jerseys azu­les, baldeaban la cubierta o descansaban acodados en las barandillas.

No lejos de ella el señor Pepper cortaba raíces con su navaja. Los restantes pasajeros se hallaban disemi­nados por la cubierta. Ridley, con sus volúmenes de griego, estaba bien en cualquier lugar. Willoughby se en­cerraba con sus documentos. Y aprovechaba los viajes para tramitar los asuntos de sus muchos negocios. ¿Y Ra­chel? Entre frase y frase de la más profunda filosofía, Helen se repetía la misma pregunta: «¿Dónde se mete Rachel?» Y se prometió averiguarlo. —

Desde la primera noche habían cruzado sólo escasas palabras, aunque siempre muy amables, pero sin que entre ambas mediara la menor confidencia. La muchacha se portaba bien con su padre. «Quizá mejor de lo que debiera», decíase Helen, y parecía dispuesta a dejar a su tía completamente tranquila, tanto como ésta desea­ba que la dejasen.

En aquel momento Rachel se encontraba en su habi­tación sin hacer absolutamente nada. Cuando había mu­cho pasaje, aquel lugar lo cedía a las señoras que se mareaban. Contenía, además del piano, una gran canti­dad de libros. Rachel se consideraba la dueña de aquel recinto donde pasaba largas horas tocando. Otras veces leía en inglés o en alemán, según su estado de espíritu, y otras, como en aquel momento, no hacía absolutamen­te nada. La educación que recibiera, unida a su natural indolencia, la hacía encontrar goce en aquel vacío moral y material en que a veces se sumía. Había sido educada como la mayoría de las muchachas ricas de su genera­ción. Amables doctores y tímidos y cultos profesores, le habían enseñado los fundamentos de las Ciencias, pero sin forzarla a adentrarse en ellas, ni hacerla trabajar de firme. Esto hubiera parecido un ultraje. Una o dos horas de clase, que transcurrían siempre agradablemente con las restantes condiscípulas, o contemplando la animada calle desde las ventanas.

Ningún tema fundamental le era conocido a fondo. Su inteligencia no estaba mucho más desarrollada que la de cualquier habitante de los tiempos de la Reina Isabel. Creía todo cuanto se le decía e inventaba razones para apoyar sus afirmaciones.

De la concepción del Universo, de la Historia del Mun­do, de cómo o por qué funcionaban los trenes, en qué se invertía el dinero, qué leyes gobernaban a su país, cuáles eran los deseos y ambiciones de la Humanidad, eran cosas sobre las que sus profesores no le habían dado ni la más pequeña indicación.

Esta forma de enseñanza tenía, sin embargo, una gran ventaja. No enseñaba nada, pero tampoco ponía obstá­culos a la inteligencia del alumno, si es que éste verda­deramente la poseía.