A Rachel le permitieron desarro­llar toda su afición por la música. Llegó a convertirse en una virtuosa de la materia. Todas sus energías las enderezó única y exclusivamente hacia este arte. Su en­señanza había sido casi exclusivamente autodidáctica. Sa­bía a los veinte años más música que la mayoría en toda una vida de práctica activa, y como ejecutante era un ver­dadero prodigio. Esta afición la había sumido en un mundo de sueños románticos y fantásticos que la man­tenía aislada de cuanto giraba a su alrededor. Era hija única y desconocía las burlas y picardías propias de la convivencia entre hermanos. Muerta su madre cuando sólo contaba ella once años, su vida se desarrolló junto a dos hermanas de su padre en el ambiente saludable de una casa de Richmond. Durante la niñez y la adolescencia, creció entre mimos y preocupaciones por su salud. Des­pués, ya mujer, estos mimos se dirigieron por otros de­rroteros de índole moral. Hasta hacía poco había igno­rado la mayoría de las cosas referentes a la vida íntima. Estos conocimientos los adquirió en viejos libros y fo­lletos repulsivos. Como nunca fue muy aficionada a los libros, no la preocupó mucho la censura ejercida sobre sus lecturas, primero por sus tías y ahora por su pro­pio padre. Amigas, por las que hubiese podido enterarse de muchas cosas, tenía pocas y menos aún de su edad.

Richmond estaba algo apartado y la única amiga que frecuentaba la casa era muy piadosa y en sus charlas ín­timas intentó comunicarle sus fervores, hablándole de Dios, su gran amor, y de que todos debían llevar su cruz con resignación. Pero como su inteligencia no es­taba educada en los principios de la religión, los fervo­res de su gran amiga le resultaban incomprensibles.

Recostada en una butaca, con un brazo doblado tras la cabeza y el otro indolentemente caído sobre la falda, estaba ensimismada en sus pensamientos. Su falta de conocimiento le dejaba tiempo para pensar con tranqui­lidad y sin obstáculos. Tenía la vista fija en una bola de madera de la baranda y si alguien se hubiera interpues­to en su visión se hubiera impacientado.

La traducción de un verso del «Tristán» le hizo esta­llar en una sonora carcajada:

«Con temerosa precipitación,

Su vergüenza procura esconder,

Y ante el rey presenta con respeto

A su cadavérica mujer.»

—¿Pero qué sentido tiene esto? —se dijo, arrojando el libro a un rincón. Cogió después las «Cartas de Cow­per, libro clásico que su padre le había aconsejado y que ella encontraba pesadísimo. Uno de los párrafos del libro se refería a un jardín, y esto le trajo a la memo­ria, cosa que ya había sucedido en otras ocasiones, el pequeño vestíbulo de Richmond, repleto de flores el día de los funerales de su madre. Bastaba la visión y hasta el solo nombre de las flores, para que volviera a sentir aquella penosa sensación. Un recuerdo traía otro. Veía a su tía Suey arreglando las flores de la sala y recor­daba haberle dicho: «No me gusta el olor de ciertas flores; me recuerda los entierros». A lo que su tía con­testó: «Eso son tonterías que no debes decir, Rachel, las flores tienen un aroma muy agradable».

Su imprecisa imaginación se detuvo en sus tías, en su carácter y forma de vivir. Este mismo pensamiento le había distraído ya cientos de veces durante sus paseos por el parque de Richmond. Le parecía oír a tía Suey dirigiéndose a tía Leonor y hablando sobre una nueva criada: «Lo más natural es que la casa esté ya barrida y fregada a las diez y media de la mañana. Francamen­te, no comprendo a esta muchacha». No recordaba lacontestación de tía Leonor porque repentinamente aque­llo le pareció absurdo en lugar de familiar. Sus tías se le antojaron seres inanimados e impersonales, sin nin­guna razón de ser ni existir.

En cierta ocasión preguntó a tía Leonor con su habi­tual tartamudeo:

—Tía Leonor, ¿quieres mucho a tía Suey?

A lo que su tía contestó, esforzándose por contener una risa nerviosa:

—¿Pero qué preguntas haces, hija mía?

—Quiero saber si la quieres mucho —insistió ella.

—No se me ha ocurrido nunca averiguar la cantidad exacta de cariño. Se quiere o no se quiere, pero nada más, Rachel.

Esta respuesta era, además, un reproche hacia la mu­chacha que nunca se había franqueado a sus tías con la cordialidad e intimidad que ellas deseaban.

—Tú ya sabes —continuó tía Leonor— como te quie­ro. Por ti, por ser hija de mi hermano y por otras mu­chas razones.

Al hablar así se había inclinado sobre ella, besándola emocionada.