Su voz era suplicante, pero ella le rehuyó como sig­nificándole que poco podía entender de una pena cual la suya. Como él no cejara, hubo de secarse los ojos y levantarlos hasta el nivel de las chimeneas que se alza­ban sobre la otra orilla. Miró los arcos del puente de Waterloo y el incesante paso de vehículos, semejante a una hilera de animales en una galería de descarga. Pero no veía nada. Sólo llamaron su atención los gestos que su esposo hacía a un coche de alquiler que no iba ocupa­do. No, prefería andar, el ejercicio parecía borrar algo la fijeza de sus ideas. El ruido de los enormes camiones, semejantes a monstruos fantasmales, los coches de al­quiler, los carros y la gente, la volvieron lentamente a la realidad. Pero con esta vuelta al mundo en que vivía, comprendió también claramente cuán tierno era el afec­to que sentía por Londres. Su pensamiento voló lejos, hacia una columna de humo que se elevaba entre los montes. Allí estarían llamándola sus hijos, consolados por gentes extrañas. Un laberinto de plazas, calles y edi­ficios los separaba. Pensó que de los cuarenta años de su vida, treinta los había pasado en Londres. ¡Y qué poco afecto había sabido despertar en ella la ciudad!

Era extremadamente observadora y gustaba de pe­netrar, con una sola mirada, en el interior de las perso­nas que cruzaban junto a ella. Había gente rica que se dirigía a reunirse con sus amistades, empleados que cal­culaban mentalmente el tiempo que faltaba para librar­se del odiado y necesario trabajo cotidiano, pobres a quienes el descontento que producía la riqueza ajena ha­cía más desgraciados. Algunos viejos y mujeres se dis­ponían a ocupar los bancos en los que pasarían la noche. El esqueleto de la sociedad se mostraba, impúdica­mente, envuelto en una lluvia menuda, incesante y de­primente. Los vehículos, con su marcha rápida y apa­rentemente inútil, no le interesaban; las parejas de ena­morados que buscaban las sombras, la asqueaban; las vendedoras de flores y baratijas, gente alegre que tan­tas otras veces la divirtieron, se le antojaban ahora se­res degradados y degradantes, hasta las flores con sus vivos colores le parecían falsas e insípidas. El paso fir­me y gallardo de su esposo, su gesto al saludar a un conocido, le parecían cosas irreales.

Detuvo un coche de alquiler y tuvo que alzar la voz para advertir a su esposo que se alejaba distraído. El trote cansino y regular les alejó pronto de West—End en dirección a los muelles. Parecían dirigirse al corazón de la gran fábrica. Los brillantes focos, los luminosos es­caparates, las lujosas casas, los pequeños seres vivientes que se trasladaban hacinados en insuficientes autobuses o individualmente en enormes automóviles, eran la mer­cancía manufacturada.

En el estado de ánimo de la señora Ambrose, la mer­cancía parecía mezquina comparada con la inmensidad de la fábrica. Viendo los hacinamientos de los vehícu­los públicos, la gran cantidad de seres que iban a pie y los infinitos camiones y carros que rodeaban, seguían y precedían a su vehículo, sentía la sensación de que Lon­dres albergaba solamente miles, millones de seres pobres y desgraciados.

Abrumada por aquellas observaciones, recordaba por contraste su vida en los alrededores de Picadilly Circus. Fue un sedante que la pobreza de las casas que se ali­neaban en forma interminable, se viera rota por un edi­ficio que el municipio destinaba a Escuela de clases noc­turnas.

—¡Qué sobrio y triste es! —exclamó su marido—. ¡Po­bres criaturas!

Aquel cuadro de miseria y la lluvia tenaz y monóto­na le trajeron a la memoria a sus hijos. Sintió la sen­sación de que una herida había expuesto su cerebro al contacto del aire frío.

El amplio espacio del Embankment se había ido achi­cando hasta convertirse en una calleja estrecha y mal empedrada, oliendo a carburantes requemados, embote­llada y atascada de camiones y carros. El coche se de­tuvo.

El señor Ambrose leía en unos enormes cartelones los detalles de la salida de buques rumbo a Escocia. Ella intentó también informarse. Pero los trabajadores ocu­pados en sus tareas, sumergidos en una neblina fina y gris, no constituían una fuente de información muy digna de tenerse en cuenta. La presencia de un anciano que adivinó sus deseos y se ofreció a llevarles en su barqui­lla, resultó providencial.

Tras una ligera indecisión, se acomodaron en los asientos del bote, no tardando en ser mecidos por la corriente. Londres se adivinaba tras la línea de edificios de la ribera, que con la distancia adquirían proporcio­nes de casas de muñecas.