Los faroles se reflejaban en la móvil superficie del río, produciendo en su corriente la apariencia de una marcha superior a la real. Voluminosas barcazas descendían o remontaban la corriente escoltadas por largas cuerdas de embarcaciones menores. Las lanchas de la policía pasaban con marcha endiablada y su estela imprimía un movimiento de vaivén a la barquilla.
El viejo, sintiéndose comunicativo, recordó sus años mozos, cuando en su bote transportaba delicadas jóvenes bajo los arbustos de la verde orilla de Kotherhithe. Entonces el trabajo era incesante, pero ahora…
Su mirada, preñada de tristezas, recorrió el río; cuna y bienestar de sus mayores, recuerdos de su existencia y amenaza de miseria para sus hijos. Los ojos se posaron en el perfil, monstruoso en la semioscuridad, del puente de la Torre de Londres. La mole de un buque, anclado en el centro de la corriente, parecía acercarse a ellos. Confusamente se leía un nombre sobre el casco: «Euphrosyne». Los mástiles, las chimeneas y la bandera desplegada al viento, más que verse se adivinaban.
Al sacar los remos del agua, el barquero explicó que todos los buques del mundo izaban la bandera el día de su partida. A los señores Ambrose un extraño presentimiento les hizo ver en aquello un signo de mal agüero, pero sobreponiéndose subieron a bordo.
En el salón del buque, propiedad de su padre, la señorita Rachel Vinrace, de veinticuatro años de edad, esperaba nerviosamente la llegada de sus tíos. Les recordaba vagamente, pero estaba dispuesta a hacerles la estancia lo más grata posible. Sentía un cierto malestar indefinible, deseaba que hubiera transcurrido el momento de darles la bienvenida y se entretenía corrigiendo la posición de los cubiertos sobre la mesa. Una voz de hombre se oyó sobre la cubierta:
—¡Con esta oscuridad se puede uno caer fácilmente de cabeza… —… y matarse! —concluyó una voz de mujer.
Una figura femenina se recortó en el marco de la puerta. Era alta y se cubría la cabeza con un chal morado. La señora Ambrose era bella y distinguida. Lo único que impedía una franca y espontánea simpatía hacia ella eran sus ojos, que se posaban penetrantes y soberbios en cuanto había a su alrededor. Su rostro reflejaba más vida que las bellezas clásicas, pero su expresión era más dura que la de la mayoría de las mujeres inglesas bonitas.
—¡Oh, Rachel!, ¿cómo estás? —dijo, tendiéndole la mano.
—¡Hola, querida! —dijo el señor Ambrose, acercándose a besar a su sobrina.
Ésta se sintió atraída por el porte elegante, las facciones pronunciadas y los ojos expresivos de su tío.
—Avisa al señor Pepper —ordenó Rachel a uno de los marineros.
El matrimonio se sentó a la mesa frente a su sobrina. —Mi padre me indicó que no le esperásemos. Tiene mucho trabajo. ¿Conocen al señor Pepper?
Un señor pequeñito, doblado, que recordaba los árboles curvados por el viento, acababa de entrar silenciosamente. Saludó al señor Ambrose y a su esposa.
—¡Hay corriente de aire! —dijo, levantándose el cuello del abrigo.
—¿Se resiente todavía del reuma? —preguntó Helen Ambrose con voz suave y armoniosa, a pesar de que su pensamiento estaba bien distante de cuanto la rodeaba.
—¡Es cosa del clima! —se acongojó el señor Pepper.—Pero de eso no muere nadie —contestó Helen. —Por regla general, no —contestó el señor Pepper.
—¿Sopa, tío Ridley? —preguntó Rachel.
—Gracias, querida —dijo él, entregándole el plato, luego suspiró suavemente—. No te pareces a tu madre.
Helen hizo ruido con sus cubiertos, procurando evitar que se oyese el comentario. Al comprender la inutilidad de su esfuerzo, se sonrojó.
—¡Hay que ver lo mal que colocan las sirvientas las flores! —dijo Helen apresuradamente, colocando con más gracia un puñado de pequeños crisantemos enterrados en un búcaro.
Hubo un largo silencio.
—¿Conocías a Jenkinson de Peterhouse, Ambrose? —preguntó el señor Pepper desde el otro lado de la mesa.
—Sí, hace muchos años.
—Pues murió. ¿Recuerdas que fue el héroe de un suceso muy extraño… , de un accidente de pesca? Se casó con una joven propietaria de un estanco, marchándose a vivir a Feus; no volví a verle… Creo que bebía y acabó aficionándose a las drogas. Un caso perdido —acabó Pepper como conciso epitafio.
—Era un individuo muy hábil —dijo Ambrose, sacudiendo la cabeza.
—Sí, sustentaba muchas teorías extrañas.
—Creo que tenía una sobre los planetas…
—Sí, algo inverosímil —dijo Pepper, moviendo la cabeza.
La mesa tembló ligeramente, la lámpara se apagó y un timbre apagado repiqueteó sin interrupción.
—¡Zarpamos! —indicó el señor Pepper.
Un ligero balanceo movió la nave, haciéndose cada vez más perceptible. Las luces se sucedían a través de las cortinas de las ventanas.
—Ya marchamos —volvió a comunicar el señor Pepper al tiempo que el buque se estremecía y emitía un quejido melancólico. Se oía claramente el chasquido del agua contra el tajamar y la embarcación empezó a cabecear acusadamente, obligando al camarero a cuidar del equilibrio.
—Y Jenkinson de Cats —preguntó Ridley—, ¿le ves todavía?
—Una o dos veces al año. Hace poco que perdió a su esposa. Es doloroso.
—Mucho —comentó Ridley.
—Tiene una hija soltera que le cuida, pero a su edad no es lo mismo que si lo hiciera su esposa.
Ambos asintieron, procediendo a mondar las manzanas.
—Escribió un libro, ¿no? —preguntó Ridley.
—Sí, pero es como si no existiera —contestó Pepper tan vehemente que las dos señoras lo miraron extrañadas y sorprendidas.
La voz del señor Pepper era agria al añadir:
—Es muy cómodo eso de adornarse con plumas ajenas. El libro no lo escribió él.
—Estoy de acuerdo, pero es una debilidad de los que no saben abrirse camino por sus propios medios.
—Su vida fue completamente inútil.
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