No hay nada comparable a pertenecer a una familia numerosa. En­cuentro sobre todo que tener hermanas es delicioso.

—Dice eso porque era el niño mimado de la familia —intervino Clarissa.

—No, eso no, te concedo solamente que era el apre­ciado, pero no mimado —protestó el señor Dalloway.

Rachel tenía muchos deseos de hacer preguntas, pero no sabía cómo empezar. Hubiera querido decir: «¡Cuén­temelo todo!» Era como si levantaran ante ella el borde de una cortina y entreviera tesoros sin cuento. Le parecía imposible que un caballero como Richard Dalloway ha­blase con ella. Tenía hermanos, animalitos y había vivido mucho en el campo. Al hacer girar la cucharita en la taza del té, le parecía ver en las burbujas que se formaban como una unión de sus inteligencias. La conversación pro­seguía sin que Rachel se percatase de ello. La sacó de su abstracción la pregunta que hizo Richard en tono hu­morístico:

—Estoy seguro de que la señorita Vinrace siente cier­tas inclinaciones hacia el catolicismo. ¿No es así?

Fue tan súbita e inesperada la pregunta, que Rachel soltó un respingo sin saber qué contestar, lo que a su tía le produjo un acceso de risa incontenible.

Había terminado el desayuno, y Clarissa intervino, le­vantándose:

—La religión es algo así como… el tener afición co­leccionista. Unos sienten pasión por una cosa y otros por otra —dijo a Helen mientras subían las escaleras—. ¿Para qué discutir sobre ello? ¿Cuál es su mayor afición?

—Mis hijos —respondió Helen con convicción.

—Tiene que ser muy triste dejarlos, ¿verdad? —sus­piró Clarissa.

—Sí, parece como si un velo cayera entre nosotros. —Sus ojos resplandecieron bellos y su voz era más cor­dial.

Rachel detestaba a las satisfechas señoras que se pa­seaban ausentes de todo. Se sentía muy alejada de ellas, de su mundo y se agitaba la angustiosa crudeza de su orfandad materna. Se oyó un portazo y Rachel se recluyó en su santuario buscando febrilmente en un musiquero. Bach, Beethoven, Mozart… páginas amarillentas plagadas de dificultades de interpretación. Se enfrascó en la ejecu­ción de una «Fuga» de Bach. Su rostro ausente carecía de expresión, su espíritu era absorbido por la melodía que interpretaba. Una magia invisible parecía unir las notas formando una visión inconcreta. En su abstracción no oyó que llamaban a la puerta. Esta se abrió impulsiva­mente y Clarissa apareció en el umbral, a su espalda se veía la cubierta batida por el sol y un trozo de azul pu­rísimo de mar. La visión que habían formado las notas, cayó en pedazos.

—No se interrumpa, por favor —suplicó Clarissa—. Adoro a Bach. La oí tocar y no pude contenerme.

Rachel, sonrojada, se retorcía nerviosamente las ma­nos.

—Es… es muy… difícil —tartamudeó levantándose con torpeza.

—¡Pero si toca usted admirablemente… debía haber­me quedado fuera… !

—No, eso no, de ningún modo —protestó Rachel. Quitó de una butaca las «Cartas de Cowper y «Cum­bres borrascosas», invitando a Clarissa a sentarse.

—¡Qué habitación más bonita! —dijo ésta, paseando la mirada a su alrededor—. ¡Ah! «Cartas de Cowper»… no las he leído. ¿Qué tal son?

—Un poco sosas —dijo Rachel.

—Por lo menos estarán bien escritas, ¿no?

—Para quien le guste ese estilo sí, no lo niego. Yo lo encuentro demasiado artificioso… poco espontáneo.

—«Cumbres borrascosas» —leyó Clarissa—. ¡Ah! Esto ya es otra cosa, yo no podría vivir sin las Bronté. Aun­que siempre suprimiría a éstas antes que a Jane Austen.

Todo aquello era dicho superficialmente, pero refleja­ba un innegable deseo de agradar y simpatizar.

—¿Jane Austen? —dijo sencillamente Rachel—. No me gusta.

—¿Cómo? ¿Pero es posible? Me resisto a creerlo.