¿Qué es lo que no le gusta de ella?

—Es que… es… tan… ¿Cómo lo diría? Tan personal… —tartamudeó Rachel.

—Sí, ya comprendo lo que quiere decir. Sobre ese pun­to yo no estoy tampoco muy conforme. A su edad sólome gustaba Shelley —suspiró Clarissa—. ¡Cuántas veces he llorado leyéndolo en el jardín… :

«La sombra en nuestra vida de nuevo se ha hecho »envidia, calumnia, odio y sufrimiento, ¿Recuerda?: »imperan en el mundo más que otro sentimiento.

»¿Recuerdos? En la marcha el contagio está al acecho.»

¡Qué divino!… Pero también ¡cuánta tontería! Vale más pensar que lo interesante es vivir, no morir. Yo res­peto al pobre oficinista que pasa el día sumando largas columnas de guarismos y regresa después a su casita de Brixton, donde le esperan el perrito que mima y una mu­jercita sosa y aburrida que cada año le abandona durante quince días para pasarlos en Margate o cualquier lugar se­mejante… Conozco mucha gente así, y créame, me parecen mucho más humanos y dignos de alabanza que los poe­tas que todo el mundo adula sólo porque son genios y mueren jóvenes. ¡Por supuesto que no espero que com­parta mis puntos de vista! —y continuó acariciando los hombros de Rachel—. Verá cómo cuando tenga mi edad descubre que la vida encierra muchas bellezas. Las jóve­nes tienen una idea muy equivocada. No la conozco a fondo, pero aseguraría que tiene una propensión a consi­derarlo todo inferior. Soy muy curiosa y me gusta mu­cho hacer preguntas, si molesto con ellas me lo dice sen­cillamente.

—También a mí me gusta mucho preguntar —dijo Ra­chel, con tal acento de seriedad, que Clarissa tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar la risa.

—¿Quieres que paseemos un poco? —preguntó tuteán­dola—. ¡Es tan delicioso el aire! Clarissa hizo un par de profundas aspiraciones al tiempo que salían sobre cubierta.

—¿Verdad que es delicioso vivir? —preguntó atrayen­do hacia sí el brazo de Rachel—. ¡Mira, mira qué hermo­sura!

Las playas portuguesas empezaban a desvanecerse en la lejanía, pero se distinguían todavía pequeños puebleci­tos diseminados a lo largo de la costa, entre montes que parecían protegerlos. Parecía una escenografía de teatro para chiquillos. — .

Clarissa estuvo un rato contemplando aquel fondo.

—Parece mentira —dijo impulsivamente—, ayer a es­tas horas no nos conocíamos. Yo estaba haciendo mi equi­paje en el cuarto diminuto de un hotel. Cada una de nos­otras ignoraba que pudiera existir la otra.

—¿Tiene usted hijos?

Clarissa denegó suavemente con la cabeza, preguntan­do a su vez:

—¿Dónde vives?

—Con mis tías en Richmond. A ellas les encanta el campo, la soledad.

—Y a ti no, ¿verdad? Lo comprendo —rió Clarissa. —Me gusta pasearme por el campo sola… pero no con perros.

—Y algunas personas son como perros, ¿no es así? —dijo Clarissa como si adivinase algún secreto.

—Sí, pero no todas. No, todas no —se franqueó Ra­chel.

—No puedo imaginarte paseando sola —siguió Claris­sa—. Pensando en tu mundo… en el mundo que gozarás algún día…

—¿Quiere usted decir que disfrutaré paseando con un hombre? —preguntó Rachel con sus grandes e interroga­dores ojos fijos en Clarissa.

—No, yo no pensaba en un hombre concretamente… pero tú sí.

—No —denegó Rachel—. Nunca me casaré.

—Yo no lo diría con tanta seguridad —contestó Cla­rissa.

Su mirada indicaba que la muchacha, además de en­contrarla atractiva e interesante, la divertía enormemente.

—¿Por qué se casan las personas? —inquirió Rachel.

—Eso es lo que tú vas a averiguar —rió Clarissa.

Rachel siguió su mirada y vió que se posaba en la ro­busta silueta del señor Dalloway, que en aquel preciso momento encendía una cerilla en la suela de su zapato, mientras Willoughby se explayaba en explicaciones que parecían interesar mucho a ambos.

—No hay nada como eso —suspiró Clarissa volviéndo­se hacia Rachel—. ¡Cuéntame algo del matrimonio Am­brose! Si no son demasiadas preguntas.

El relato de Rachel era bastante convencional. No te­nía más base que la que el señor Ambrose era su tío. Clarissa la observaba atentamente.

—¿Te pareces a tu madre? —preguntó.

—No, Ella era distinta —dijo Rachel.

Sintió un imperativo de contarle a la señora Dalloway aquellas cosas que nunca había dicho a nadie… las co­sas que hasta aquel preciso momento no había com­prendido.

—Me encuentro sola, muy sola —empezó—. Quisiera… —pero sus deseos eran hasta tal punto confusos que ella misma no podía especificarlos y calló mientras sus labios temblaban ligeramente.

La señora Dalloway comprendía perfectamente lo que Rachel no alcanzaba a expresar y la atrajo hacia sí, ro­deándole la cintura con el brazo.

—A tu edad me sucedía lo mismo. Nadie sabía enten­derme… hasta que encontré a Richard. Él me dio cuanto deseaba. Es un hombre, pero sus sentimientos son tan delicados como los de una mujer —sus ojos estaban fi­jos en su esposo, que apoyado en la baranda seguía ha­blando—. No creas que digo esto porque soy su es­posa, al contrario, veo sus defectos con más claridad que los de otros. El mayor mérito, el más apreciable de la persona con quien convivimos, es que sepa mante­nerse en el pedestal en que le coloca nuestro amor.