Hacía demasiado fresco para permanecer quieto, y Helen se agarró al brazo de su esposo dispuesta a dar un paseo. Al elevar su ros­tro hacia él parecía reflejar la necesidad de comunicar­le algo íntimo y dulce.

Se separaron unos pasos de Rachel y ésta pudo ob­servar que se besaban. Se asomó sobre las profundida­des del mar. La superficie se veía ligeramente ensom­brecida por el paso del «Euphrosyne». Más abajo era de un verde algo turbio que se iba esfumando, desvanecién­dose hasta acabar en una imprecisa mancha oscura. Tras él se adivinaban restos de naufragios cuyos mástiles pa­recían a veces asomar sobre la superficie, en la cresta de una ola besada súbitamente por un rayo de sol.

—Rachel, si me necesitáis, estaré ocupado hasta la una —dijo Willoughby al pasar junto a su hija, dándole un toquecito en el hombro, como acostumbraba a ha­cer siempre que se dirigía a ella—. ¡Hasta la una! —re­pitió—. A ti no te faltará tampoco qué hacer, supongo. Arpegios, francés, un poco de alemán, ¿eh? Aquí tienes al señor Pepper; es el hombre que conoce más verbos regulares e irregulares en Europa.

Y se alejó sonriente.

Rachel quedó riendo como siempre hacía, como siem­pre había hecho, sin pensar en si verdaderamente había motivo y sólo porque admiraba intensamente a su pa­dre. Se disponía a «ocuparse en algo» cuando fue in­terceptada por una mujer cuya enorme humanidad era imposible evitar. Su ropa denunciaba que pertenecía a la servidumbre; cerciorándose de que nadie la oía, em­pezó a hablar con extremada gravedad. Se trataba de sábanas y demás ropa de cama.

—Señorita, no sé cómo vamos a solucionarlo en este viaje… no quiero ni pensarlo —empezó moviendo la ca­beza de un lado a otro como un muñeco—. No tenemos más sábanas que las precisas y una de las del señor tiene un boquete por el que pasaría un gato. ¿Y las col­chas? Un pobre se avergonzaría de ellas. La que le puse al señor Pepper no está en condiciones ni para tapar un perro… No, señorita, no pueden repararse… ni para trapos del polvo servirían. Las cose una hasta hartarse, y al volver a lavarlas quedan peor que antes.

En su indignación parecía que iba a echarse a llorar.

Rachel no tuvo más remedio que bajar y repasar el montón de sábanas que había sobre una mesa. La se­ñora Chailey manejaba las sábanas una a una, como si las conociese. Algunas tenían manchas amarillentas; otras, peligrosos claros, y las demás, rotos de todas las medidas. Eso sí, todas estaban irreprochablemente lim­pias.

Súbitamente, la señora Chailey cambió de tono, aban­donando el tema de las sábanas. Cerró los puños, apo­yándolos fuertemente sobre el montón de ropa blanca, y con tono melodramático declamó:

—¡Nadie, nadie, pasaría el día donde lo paso yo!

La cabina en que realizaba su trabajo no era precisa­mente pequeña; pero se hallaba situada tan cerca de la sala de máquinas, que a los cinco minutos de permane­cer allí la pobre mujer sentía que su corazón iba a es­tallar.

—Su madre, la señora Vinrace, que en santa gloria esté, no me hubiera permitido nunca hacer lo que hago. Ella conocía al dedillo la situación de todas las ropas y enseres de la casa y no exigía nada que no fuera justo.

Fue cosa sencillísima trasladarla de cabina, y en cuan­to a las sábanas, podían zurcirse y durar todavía algún tiempo. Eran otras cosas las que indignaban a la seño­rita Rachel.

—¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡Mentiras! —clamaba mien­tras subía hacia la cubierta—. ¿Qué— saca con contarme cuentos?

La descomponía ver a la señora Chailey, a sus cin­cuenta años, portándose como una criatura. La música le hizo olvidar pronto las sábanas y las protestas de la señora Chailey. Entretanto, ésta doblaba sábanas y más sábanas con gesto adusto. Nadie se preocupaba de ella, y en fin de cuentas, no podía decirse que un buque fue­ra un verdadero hogar. La noche anterior, al oír a los marineros izar el ancla, había llorado. Aquella noche vol­vería a llorar y mañana también, y cada noche. Así seguía pensando mientras ordenaba sus cachivaches en la nueva cabina que Rachel le había designado. Sus en­seres no eran los más indicados para un viaje maríti­mo: perritos de porcelana, juegos de té en miniatura, tazas con las armas de la ciudad de Bristol floridamente ornamentadas; cajas para horquillas, recargadas de con­chas; un sinfín de adornos y pequeñas fotografías con trabajadores endomingados y mujeres con bebés de al­midonados pañales.