Si en lugar de aquellas tonterías de niña boba, riera y se expresara con espontaneidad, resultaría una muchacha francamente bonita y agradable. Se parecía a su madre, o mejor dicho, era como la imagen que se reflejaba en un lago en calma, de un rostro arrebolado y lleno de vida que se inclina sobre su tranquila superficie. Helen, absorta en sus pensamientos, no caía en la cuenta de que ella era también observada, aunque no por los que tan crudamente juzgaba.

El señor Pepper, mientras llenaba concienzudamente de mantequilla sus rebanadas de pan, iba realizando el retrato de Helen. Empezó reafirmándose en su primiti­va afirmación: Helen era verdaderamente hermosa. Con naturalidad le acercó la mermelada para que se sirvie­se. No cesaba de decir sandeces, aunque no mayores ni menores que las que se dicen siempre durante el desa­yuno. Sabía, por propia experiencia, que antes del de­sayuno la circulación cerebral parece atascada, y que si él no hablaba nadie lo haría probablemente. Así es que, sin mucha seguridad en lo que decía, seguía hablando y contradiciéndose a sí mismo, pero encontrándose su­perior a los que le rodeaban. En aquel momento, Pepper, después de convenir en que Helen era hermosa, bajó los ojos hacia el plato e hizo un rápido repaso de su vida. No se había casado, sencillamente, por no haber encon­trado nunca a la mujer que supiera inspirarle respeto. Había pasado los años de su juventud en una estación de ferrocarril de Bombay, sin ver más que mujeres de raza y color distinto, mujeres militarizadas, mujeres que ocupaban puestos oficiales y que iban perpetuamente uniformadas. Su ideal era una mujer que supiera leer, si no el persa, por lo menos el griego, blanca, rubia y sensible, capaz de comprenderle… En su soledad había acabado por contraer extraños hábitos, de los que no se avergonzaba. Dedicaba varios minutos del día a apren­der cosas de memoria, nunca tomaba un billete sin anotar antes el número, dedicaba el mes de enero a Petro­nio, el de febrero a Cátulo, marzo a los jarros etruscos… , y así sucesivamente. En la India había trabajado infa­tigablemente, y de nada tenía que arrepentirse, excep­tuando esos pequeños defectos que todos los hombres listos se reconocen… Aunque no los corrijan. Absorto en estos pensamientos levantó la vista y sonrió al obser­var que Rachel le miraba.

«Habrá masticado algo un número determinado de veces», pensó Rachel, y añadió en voz alta:

—¿Cómo van esas piernas, señor Pepper?

—Pobrecitas —dijo éste moviéndolas con expresión de dolor—. Me temo que la belleza no cure el ácido úrico… y es una lástima…

A continuación observó el mar y el cielo de brillante azul a través del ventanal, sacó un libro y lo colocó so­bre la mesa. Respondiendo a la muda invitación, Helen le preguntó cómo se titulaba. Junto con la mención del título inició Pepper una documentada disertación so­bre… la forma más conveniente de construir carreteras. Se remontó a los griegos, pasó después a los romanos, para acabar con los ingleses, que según su parecer eran unos inmejorables constructores, pero a renglón segui­do empezó a criticar y denunciar directamente a todos los contratistas en general, y se acaloró hasta el punto de que las cucharillas tintinearon al chocar con platos y vasos, y más de un trozo de bollo se descompuso en el platito.

—¡Guijarros! —dijo con despectivo énfasis—. ¡Las calles de la gran Inglaterra están construídas con guija­rros! Les he repetido hasta la saciedad: «Con las pró­ximas lluvias, vuestras calles se convertirán en panta­nos». Una y otra vez mis palabras se han convertido en realidad. ¿Pero creen ustedes que por eso se me ha he­cho caso? Ni entonces, ni cuando he intentado hacerles comprender que el único perjudicado era el bolsillo del contribuyente… ¡Ni cuando les he dicho que leyeran a Corifeo! Pero son otros los asuntos que acaparan la aten­ción de las gentes. ¡Señora Ambrose, puede estar usted completamente segura de que sólo podrá formarse una opinión aproximada de la estupidez humana cuando ha­ya tomado asiento en unos de los municipios de los su­burbios! —terminó mirándoles a todos con energía fe­roz.

—Mis pequeños tienen una niñera que es una buena mujer, vamos, para como está hoy el servicio no pue­do quejarme, pero está empeñada en que los pequeños han de rezar. Yo no les hablo casi nunca de Dios. ¿Qué vamos a hacer, Ridley, si al volver los encontramos otra vez rezando el Padrenuestro?

Ridley dejó escapar una ligera exclamación que a na­da comprometía, pero Willoughby, que al oír las pala­bras de su cuñada no había podido reprimir un estre­mecimiento, exclamó:

—Vamos, Helen, no creo que un poco de religión perjudique a nadie.

—Preferiría que mintiesen —contestó Helen, sincera y rápidamente.

Willoughby estaba reflexionando en que la vida le había deparado una cuñada excesivamente excéntrica, cuando ésta echó hacia atrás la silla, se levantó y salió sobre cubierta. Casi al instante la oyeron exclamar:

—¡Mirad, estamos ya en alta mar! ¡Venid!

Todos la siguieron. El humo de las ciudades había desaparecido y el buque se balanceaba en un claro ama­necer. Había dejado Londres sumido en su fango, y la fina sombra de tierra que adivinaba a su izquierda pa­recía incapaz de sostener el peso de una ciudad como París y, sin embargo, se trataba de la costa de Francia. Se encontraban liberados de carreteras, de cuanto recor­dara humanidad y en esta exaltación de su libertad ha­llaban el mayor goce.

Unas pequeñas olas, que rompían blancas y acari­ciantes a cada lado de la inmensa mole, indicaban la marcha del buque. El cielo de octubre, ligeramente nu­boso en el horizonte, con una nube que se elevaba len­ta como una columna de humo, hacía más perceptible la pura brisa, fresca y salobre.