No se trata aquí de la averiguación matemática, ni tampoco del método vacilante que en otros casos se emplea en la repartición de contribuciones; esta medida especial tiene que llevar el carácter de las circunstancias. Obrad, pues, generosamente y con audacia: quitadle a cada ciudadano lo que no necesite, pues lo superfluo es una violación patente de los derechos del pueblo. Todo lo que tiene un individuo mas allá de sus necesidades no lo puede utilizar de otra manera que abusando de ello. No dejarle, pues, sino lo estrictamente necesario; el resto pertenece íntegro, durante la guerra, a la República y a sus ejércitos».

Expresamente acentúa Fouché en este manifiesto que no hay que contentarse solamente con el dinero. «Todos los objetos -continua- que se poseen en demasía y que puedan ser útiles a los defensores del país, los pide ahora la patria. Así hay gentes que tienen increíble abundancia en telas de hilo y camisas, en pañuelos y zapatos. Todas estas cosas tienen que ser objeto de la requisa revolucionaria.» Igualmente pide la entrega del oro y de la plata, de los métaux vils et corrupteurs, que desprecia el verdadero republicano, al tesoro nacional, para que allí «les sea acuñada la efigie de la República, y purificados por el fuego sirvan solamente a la Comunidad. No necesitamos sino acero y hierro, y la República triunfara». El llamamiento termina con una tremenda apelación a la violencia: «Administraremos con todo rigor la autoridad que nos ha sido encomendada, consideraremos y castigaremos como actos malvados todo lo que, bajo otra circunstancia, se llame descuido, debilidad y lentitud. Pasó la época de las decisiones tibias y de las consideraciones. ¡Ayudadnos a dar los golpes implacables o estos golpes caerán sobre vosotros mismos! ¡La libertad o la muerte! Podéis elegir».

La teoría de este documento nos da ya una idea de cómo será el procónsul José Fouché en el desempeño de sus funciones. En el departamento de la Loire inférieure, en Nantes, Nevers y Moulins, se atreve a la lucha contra las mas fuertes potencias de Francia, ante las cuales se habían retraído prudentemente el mismo Robespierre y Danton: contra la propiedad privada y contra la Iglesia. Obra rápida y decididamente en sentido de la Egalisation des fortunes, con la invención del llamado «Comité filantrópico», al que habían de enviar los propietarios voluntariamente sus dádivas, según la fórmula. Pero para evitar confusiones, agrega de antemano la suave encomienda de que «si el rico» no hace uso «de su derecho, mostrándose propicio al régimen de la Libertad, tiene la República, por su parte, el derecho de apoderarse de su fortuna». No tolera el menor exceso en el uso de los bienes, y delimita enérgicamente el concepto de lo superflu. «El republicano sólo necesita hierro, pan y cuarenta escudos de renta.» Fouché saca los caballos de las cuadras, la harina de los sacos; hace responsables con la vida a los mismos arrendatarios, para que no se queden atrás en su prescripción; hace obligatorio el pan de guerra -como en la Guerra Europea el pan único- y prohibe terminantemente el pan blanco de lujo. Semanalmente pone en pie cinco mil reclutas, equipados con caballos, calzado, ropa y fusiles; utiliza la violencia para poner en marcha las fábricas y todo obedece a su energía férrea. El dinero afluye con las contribuciones, impuestos y dádivas, entregas y tributos. Escribe así orgulloso a la Convención después de dos meses de actividad: On rougit ici d'etre riches «Aquí da rubor ser rico.» Pero, en verdad, debió decir: «Aquí da temblor ser rico.»

Al mismo tiempo que como radical y comunista, se revela José Fouché (el futuro multimillonario Duque de Otranto, que se casara en segundas nupcias por la iglesia, piadosamente, bajo el patronato de un rey) como el más feroz y fanático enemigo del cristianismo. «Este culto hipócrita tiene que ser reemplazado por la creencia en la República y en la moral», truena en su carta flamante… Y caen como rayos ardientes las primeras disposiciones contra las iglesias y las catedrales. Ley sobre ley, decreto sobre decreto: «Ningún sacerdote podrá llevar los hábitos fuera del lugar destinado al culto», se le quitaran todos los Privilegios, pues «ya es tiempo -argumenta- de que vuelva esta clase altanera a la pureza del cristianismo primitivo y se reintegre al estado civil». No le basta a José Fouché con ser la cabeza del poder militar, con ser el más alto funcionario de la justicia, dictador autónomo de la administración; se apodera también de todas las facultades eclesiásticas. Suprime el celibato, ordena a los sacerdotes que se casen en el plazo de un mes o que adopten un niño; concierta matrimonios y los divorcia en la plaza pública. Sube al púlpito (del que han sido quitadas cuidadosamente todas las cruces y efigies religiosas) y pronuncia sermones ateístas, en los que niega la inmortalidad y la existencia de Dios. Las ceremonias de entierro cristianas son suprimidas, y como único consuelo se graba en los cementerios la inscripción: «La muerte es un sueño eterno». El nuevo papa introduce en Nevers -dando a su hija el nombre de «Nievre», según la nominación del departamento-, por primera vez en el país, el bautismo civil. Hace salir a la guardia nacional con tambores y música, y en la plaza pública, sin intervención eclesiástica, bautiza a la niña y le da nombre. En Moulins, precediendo a caballo a un pelotón por toda la capital, con un martillo en la mano, va destruyendo cruces y crucifijos, imágenes de santos, símbolos «vergonzosos» del fanatismo. Con las mitras y los paños del altar robados forman una hoguera, y mientras arden en pompa, danza la plebe en torno de este auto de fe ateístico. Pero ensañarse únicamente en objetos muertos, contra figuras de piedra indefensas y contra cruces frágiles, hubiera sido para Fouché un triunfo a medias. El verdadero triunfo lo consigue cuando logra con su elocuencia que el cardenal Frangois Laurent arroje los hábitos y se ponga el gorro frigio, y le siguen, entusiasmados con este ejemplo, treinta sacerdotes, alcanzando un éxito que se propaga como un reguero de pólvora por todo el país.