Así puede vanagloriarse con orgullo ante sus colegas ateístas de haber acabado con el fanatismo y de haber aniquilado tanto el cristianismo como la riqueza en el territorio a él confiado.

¡Se diría que se trata de los hechos de un loco, del fanatismo desatentado de un ente fantástico! Pero José Fouché sigue siendo el frío calculador de siempre, el realista impasible, tras estos fingidos apasionamientos. Sabe que debe cuentas a la Convención, sabe que las frases patrióticas y las cartas han bajado de valor y que para suscitar admiración hay que hablar con el lenguaje positivo de las monedas sonantes. Y envía, mientras los regimientos levantados marchan hacia la frontera, todo el producto del saqueo de las iglesias a París. Cajones y cajones son llevados a la Convención llenos de custodias de oro, de velones de plata rotos y fundidos, crucifijos y joyas de metales preciosos y pedrerías. Sabe que la República necesita, ante todo, dinero, riquezas, y él es el primero, el único que envía desde la provincia botín tan elocuente a los diputados, que al principio se asombran de esta nueva energía, aplaudiéndole luego frenéticamente. Desde este momento se conoce en la Convención el nombre Fouché como el de un hombre férreo, como el más intrépido, el mas violento republicano de la República.

Cuando vuelve José Fouché de sus misiones a la Convención, ya no es el pequeño y desconocido diputado de 1792. A un hombre que levantó diez mil reclutas, que saca de las provincias cien mil francos de oro, mil doscientas libras en metálico, mil barras de plata, sin utilizar ni una sola vez el rasoir national, la guillotina, no le puede negar la Convención verdadera admiración Pour sa vigilance, por «su celo». El ultrajacobino Chaumette pública un himno a sus hazañas. «El ciudadano Fouché -escribe-ha realizado los milagros que acabo de contar. Ha honrado a la vejez, ayudado a los débiles, respetado la desgracia, destruido el fanatismo y aniquilado el federalismo. Ha vuelto a poner en marcha la fabricación de hierro, ha arrestado a los sospechosos, ha castigado ejemplarmente los crímenes, ha perseguido y encarcelado a los explotadores.» Un año después de haberse sentado cauteloso y titubeante en los bancos de los moderados, pasa ya Fouché por el mas radical de los radicales. Y ahora, cuando la sublevación de Lyon requiere el hombre sin miramientos ni escrúpulos, el hombre capaz de llevar a cabo el edicto mas terrible que invento jamás una revolución, ¿quien mas indicado que Fouché? «Los servicios que has prestado hasta ahora a la revolución -decreta la Convención en su lenguaje pomposo- son garantía de los que has de prestar aún. En ti está el volver a encender en la Ville Affranchie (Lyon) el fuego agonizante del espíritu ciudadano. ¡Concluye la revolución, termina la guerra de los aristócratas y que caigan sobre ellos y los aniquilen las ruinas que pretende levantar aquel Poder destruido!»

Y con esta figura de vengador y asolador, como el Mitrailleur de Lyon, entra José Fouché -el que ha de ser mas tarde multimillonario y Duque de Otranto- por primera vez en la Historia.

 

CAPÍTULO II

 

EL MITRAILLEUR DE LYON

 

(1793)

 

En los anales de la revolución francesa rara vez se abre una página sangrienta como la de la sublevación de Lyon, y, sin embargo, en ninguna capital, ni aún en París, se ha destacado el contraste social tan claramente como en esta patria de la fabricación de la seda, primera capital de industria de la entonces aún burguesa y agraria Francia. Allí forman los obreros, en medio de la revolución de 1792, por primera vez, una masa proletaria visible, rígidamente separada de los fabricantes, realistas y capitalistas. No es un milagro que tomen los conflictos, precisamente sobre este suelo ardiente, las formas más sangrientas y fantásticas, tanto en la reacción como en la revolución.

Los partidarios de los jacobinos, las masas de los obreros y de los sin trabajo se agrupan alrededor de uno de esos hombres singulares que surgen a la superficie en todas las transformaciones mundiales, uno de esos seres puros, idealistas y creyentes, que suelen causar con su fe más mal y derramar más sangre con su idealismo, que los más brutales políticos y los más feroces tiranos. Siempre será precisamente el hombre puro, religioso, extático, el reformador, quien, con la intención más noble, dará motivo a asesinatos y desgracias que él mismo detesta. En Lyon se llamo Chalier, un sacerdote escapado y antiguo comerciante, para el que la revolución significo otra vez el cristianismo auténtico y verdadero, entregándose a ella con amor desinteresado y supersticioso. La elevación de la Humanidad a un nivel de razón e igualdad significó, para este lector apasionado de Juan Jacobo Rousseau, la realización en la tierra del reino milenario. Su filantropía ardiente y fanática ve en la conflagración general la aurora de una Humanidad nueva y eterna. Es un idealista conmovedor; cuando cae la Bastilla coge en sus manos una piedra del baluarte y, cargado con ella seis días y seis noches, la lleva de París a Lyon, donde la utiliza de ara para un altar. Venera como a un dios a Marat, a este libelista de sangre ardiente, férvido, en el que ve una nueva Pythisa. Aprende sus discursos escritos de memoria y arrebata con sus sermones, místicos e infantiles, a los obreros de Lyon. Instintivamente ve el pueblo en él una caridad ardiente y comprensiva. Por otra parte, los reaccionarios de Lyon comprenden que es mucho más peligroso un hombre tan puramente poseído por el espíritu visionario rayando en las fronteras de la locura, rebosante de amor al prójimo, que los más estrepitosos y rebeldes jacobinos. En él se concentra todo el amor y contra él va todo el odio. Y al primer motín encierran en la cárcel, como presunto caudillo de los revoltosos a este idealista neurasténico y un poco ridículo. Se logra achacarle una carta falsificada que le compromete, para fundamentar una denuncia en virtud de la cual se le condena a muerte, para escarmiento de radicales y como reto a la Convención de París. Inútilmente la Convención, indignada, envía mensajero tras mensajero a Lyon para salvar a Chalier, y amonesta, exige y amenaza al magistrado insubordinado. La municipalidad de Lyon rehusa toda intervención con arrogancia, decidida a enseñar los dientes a los terroristas de París.