Hacía tiempo que habían recibido con repugnancia la guillotina, el instrumento del terror. Sin servirse de él, lo tuvieron metido en un granero hasta este momento, en el que se preparan a dar una lección a los paladines del sistema terrorista, estrenando el «filantrópico» artefacto en la cabeza de un revolucionario. Y precisamente por la falta de uso de la maquina siniestra, y también por la torpeza del verdugo, se convierte la ejecución de Chalier en cruel e infame suplicio. Tres veces cae el filo romo de la cuchilla sin decapitar al reo. El pueblo contempla horrorizado el cuerpo atado y ensangrentado de su caudillo retorcerse aún con vida, en cruenta tortura, hasta que el verdugo, compadecido, remata la obra de la enmohecida guillotina con un golpe certero de su sable. ¡Pero esta cabeza atormentada, cruelmente lacerada, será Palladium de vindicta para la revolución y cabeza de Medusa para sus asesinos!
Produce verdadero espanto en la Convención la noticia de este crimen. ¿Cómo se atreve una ciudad francesa sola a hacer franca resistencia a la Asamblea Nacional? Había que ahogar en sangre la insolente provocación. Pero el Gobierno de Lyon sabe muy bien lo que le espera, y de la resistencia pasa abiertamente a la rebelión contra la Asamblea Nacional. Levanta tropas y prepara las obras defensivas necesarias para oponerse por la fuerza al ejército republicano.
Las armas decidirán entre Lyon y París, entre reacción y revolución.
Es lógico que una guerra civil se considere en este momento como un verdadero suicidio para la joven República, pues jamás fue una situación más peligrosa y más desesperada. Los ingleses habían tomado Tolón, saqueado la flota y el arsenal y amenazaban a Dunquerque, mientras que, por otra parte, avanzaban los prusianos y los austriacos en el Rin y estaba en llamas la Vendée. La contienda y la rebelión conmueven a la República de una a otra frontera. Pero son los días heroicos de la Convención francesa. Impulsada por un instinto siniestro, de predestinación, decide responder al peligro con el reto como mejor manera de combatirlo, y así rehusan los jefes, después de la muerte de Chalier, todo pacto con sus verdugos. Potius mori quam foedari, «Mejor sucumbir que pactar», mejor otra guerra sobre las siete guerras que se hacían, que una paz síntoma de flaqueza. Y este irresistible ímpetu de la desesperación, esta pasión ilógica, furiosa, salvó a la revolución francesa lo mismo que a la rusa (amenazada en el exterior por los ingleses y los mercenarios de todo el mundo, en el interior por las legiones de Wrangel, de Denikin y de Koltschak) en el momento de mayor peligro. No les vale a los habitantes de Lyon echarse francamente en brazos de los realistas y confiar el mando de sus tropas a un general del Rey. De las granjas y de los suburbios surgen aludes de soldados proletarios, y el 9 de octubre las tropas republicanas conquistan la segunda capital de Francia. Este día es acaso el mas espléndido de la revolución francesa. Cuando en la Convención se levanta solemne el Presidente de su asiento y comunica la capitulación definitiva de Lyon, saltan los diputados de sus asientos y se abrazan de alegría; por un momento parece terminada toda discordia. La República esta salvada; ha dado un magnífico ejemplo a todo el país, a todo el mundo, de la fuerza iracunda, de la pujanza irresistible del ejército popular republicano. Pero fatalmente arrastra a los vencedores el orgullo de la propia bravura a una soberbia incontenible, a un trágico deseo de convertir el triunfo en terror. Terrible, como el ímpetu de la victoria, ha de ser ahora la venganza contra los vencidos. «Hay que dar un escarmiento ejemplar, hay que hacer ver que la República francesa, que la joven revolución, reserva el más duro castigo para aquellos que se levantan contra ella». Y así se rebaja ante el mundo entero la Convención, defensora de la Humanidad, con un decreto cuya pauta histórica parece dada por los Califas y por Barbarroja con su vandálica devastación de Milán. El 12 de octubre propone el Presidente de la Convención el documento tremendo en que se pide nada menos que la destrucción de la segunda capital de Francia. Este decreto, poco conocido, dice textualmente:
«1.º La Convención Nacional nombra, a propuesta del Comité de Salud pública, un Comité especial de cinco miembros para castigar sin demora, militarmente, la contrarrevolución de Lyon.
»2.º Todos los habitantes de Lyon serán desarmados y sus armas entregadas a los defensores de la República.
»3.º Parte de ellas serán entregadas a los patriotas que fueron oprimidos por los ricos y contrarrevolucionarios.
»4.º La ciudad de Lyon será devastada. Toda la parte habitada por los ricos será destruida; quedarán en pie las casas de los pobres, las viviendas de los patriotas asesinados o proscritos, los edificios industriales y los que sirven para fines benéficos y educativos.
»5.º El nombre de Lyon será borrado del índice de ciudades de la República. En adelante llevara el conjunto de casas que queden en pie el nombre de Ville Affranchie.
»6.º Sobre las ruinas de Lyon se erigirá una columna que anuncie a la posteridad los crímenes y el castigo de la ciudad realista, y que llevará esta inscripción: Lyon hizo la guerra contra la Libertad. Lyon no existe.»
Nadie se atreve a protestar contra esta petición delirante de convertir la segunda capital de Francia en un montón de escombros. Se acabó el valor cívico en el seno de la Convención francesa desde que la guillotina brilla amenazante sobre las cabezas de los que se atreven a susurrar tan sólo palabras de clemencia o compasión.
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