Grandes Esperanzas

Grandes Esperanzas
Charles Dickens
(Traductor:
Benito Pérez Galdós)
Publicado: 1860
Categoría(s): Ficción, Novela
Fuente: wikisource
Acerca Dickens:
Charles John Huffam Dickens pen-name "Boz", was the foremost
English novelist of the Victorian era, as well as a vigorous social
campaigner. Considered one of the English language's greatest
writers, he was acclaimed for his rich storytelling and memorable
characters, and achieved massive worldwide popularity in his
lifetime. Later critics, beginning with George Gissing and G. K.
Chesterton, championed his mastery of prose, his endless invention
of memorable characters and his powerful social sensibilities. Yet
he has also received criticism from writers such as George Henry
Lewes, Henry James, and Virginia Woolf, who list sentimentality,
implausible occurrence and grotesque characters as faults in his
oeuvre. The popularity of Dickens' novels and short stories has
meant that none have ever gone out of print. Dickens wrote
serialised novels, which was the usual format for fiction at the
time, and each new part of his stories would be eagerly anticipated
by the reading public. Source: Wikipedia
También disponible en Feedbooks
Dickens:
David
Copperfield (1850)
EL
MANUSCRITO DE UN LOCO (1836)
La
fortuna de un estudiante (1883)
Cántico de
Navidad (1843)
El
guardavía (1866)
El
grillo del hogar (1845)
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con fines comerciales.
Capítulo 1
Como mi apellido es Pirrip y mi nombre de pila Felipe, mi lengua
infantil, al querer pronunciar ambos nombres, no fue capaz de decir
nada más largo ni más explícito que Pip. Por consiguiente, yo mismo
me llamaba Pip, y por Pip fui conocido en adelante.
Digo que Pirrip era el apellido de mi familia fundándome en la
autoridad de la losa sepulcral de mi padre y de la de mi hermana,
la señora Joe Gargery, que se casó con un herrero. Como yo nunca
conocí a mi padre ni a mi madre, ni jamás vi un retrato de ninguno
de los dos, porque aquellos tiempos eran muy anteriores a los de la
fotografía, mis primeras suposiciones acerca de cómo serían mis
padres se derivaban, de un modo muy poco razonable, del aspecto de
su losa sepulcral. La forma de las letras esculpidas en la de mi
padre me hacía imaginar que fue un hombre cuadrado, macizo, moreno
y con el cabello negro y rizado. A juzgar por el carácter y el
aspecto de la inscripción «También Georgiana, esposa del anterior»
deduje la infantil conclusión de que mi madre fue pecosa y
enfermiza. A cinco pequeñas piedras de forma romboidal, cada una de
ellas de un pie y medio de largo, dispuestas en simétrica fila al
lado de la tumba de mis padres y consagradas a la memoria de cinco
hermanitos míos que abandonaron demasiado pronto el deseo de vivir
en esta lucha universal, a estas piedras debo una creencia, que
conservaba religiosamente, de que todos nacieron con las manos en
los bolsillos de sus pantalones y que no las sacaron mientras
existieron.
Éramos naturales de un país pantanoso, situado en la parte baja
del río y comprendido en las revueltas de éste, a veinte millas del
mar. Mi impresión primera y más vívida de la identidad de las cosas
me parece haberla obtenido a una hora avanzada de una memorable
tarde. En aquella ocasión di por seguro que aquel lugar desierto y
lleno de ortigas era el cementerio; que Felipe Pirrip, último que
llevó tal nombre en la parroquia, y también Georgiana, esposa del
anterior, estaban muertos y enterrados; que Alejandro, Bartolomé,
Abraham, Tobias y Roger, niños e hijos de los antes citados,
estaban también muertos y enterrados; que la oscura y plana
extensión de terreno que había más allá del cementerio, en la que
abundaban las represas, los terraplenes y las puertas y en la cual
se dispersaba el ganado para pacer, eran los marjales; que la línea
de color plomizo que había mucho mas allá era el río; que el
distante y salvaje cubil del que salía soplando el viento era el
mar, y que el pequeño manojo de nervios que se asustaba de todo y
que empezaba a llorar era Pip.
— ¡Estáte quieto! gritó una voz espantosa, en el momento en que
un hombre salía de entre las tumbas por el lado del pórtico de la
iglesia. -¡Estáte quieto, demonio, o te corto el cuello!
Era un hombre terrible, vestido de basta tela gris, que
arrastraba un hierro en una pierna. Un hombre que no tenía
sombrero, que calzaba unos zapatos rotos y que en torno a la cabeza
llevaba un trapo viejo. Un hombre que estaba empapado de agua y
cubierto de lodo, que cojeaba a causa de las piedras, que tenía los
pies heridos por los cantos agudos de los pedernales; que había
recibido numerosos pinchazos de las ortigas y muchos arañazos de
los rosales silvestres; que temblaba, que miraba irritado, que
gruñía, y cuyos dientes castañeteaban en su boca cuando me cogió
por la barbilla.
— ¡Oh, no me corte el cuello, señor! -rogué, atemorizado-. ¡Por
Dios, no me haga, señor!
— ¿Cómo te llamas? -exclamó el hombre-. ¡Aprisa!
— Pip, señor.
— Repítelo -dijo el hombre, mirándome-. Vuelve a decírmelo.
— Pip, Pip, señor.
— Ahora indícame dónde vives. Señálalo desde aquí.
Yo indiqué la dirección en que se hallaba nuestra aldea, en la
llanura contigua a la orilla del río, entre los alisos y los
árboles desmochados, a cosa de una milla o algo más desde la
iglesia.
Aquel hombre, después de mirarme por un momento, me cogió y,
poniéndome boca abajo, me vació los bolsillos. No había en ellos
nada más que un pedazo de pan. Cuando la iglesia volvió a tener su
forma -porque fue aquello tan repentino y fuerte, el ponerme cabeza
abajo, que a mí me pareció ver el campanario a mis pies-, cuando la
iglesia volvió a tener su forma, repito, me vi sentado sobre una
alta losa sepulcral, temblando de pies a cabeza, en tanto que él se
comía el pedazo de pan con hambre de lobo.
— ¡Sinvergüenza! -exclamó aquel hombre lamiéndose los labios-.
¡Vaya unas mejillas que has echado!
Creo que, en efecto, las tenía redondas, aunque en aquella época
mi estatura era menor de la que correspondía a mis años y no se me
podía calificar de niño robusto.
— ¡Así me muera, si no fuese capaz de comérmelas! -dijo el
hombre, moviendo la cabeza de un modo amenazador-. Y hasta me
siento tentado de hacerlo.
Yo, muy serio, le expresé mi esperanza de que no lo haría y me
agarré con mayor fuerza a la losa en que me había dejado, en parte,
para sostenerme y también para contener el deseo de llorar.
— Oye -me preguntó el hombre-. ¿Dónde está tu madre?
— Aquí, señor -contesté.
Él se sobresaltó, corrió dos pasos y por fin se detuvo para
mirar a su espalda.
— Aquí, señor -expliqué tímidamente-. «También Georgiana.» Ésta
es mi madre.
— ¡Oh! -dijo volviendo a mi lado-. ¿Y tu padre está con tu
madre?
— Sí, señor -contesté-. Él también.
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