Fue el último de su nombre
en la parroquia.
— ¡Ya! -murmuró, reflexivo-. Ahora dime con quién vives, en el
supuesto de que te dejen vivir con alguien, cosa que todavía no
creo.
— Con mi hermana, señor… Con la señora Joe Gargery, esposa de
Joe Gargery, el herrero.
— El herrero, ¿eh? -dijo mirándose la pierna.
Después de contemplarla un rato y de mirarme varias veces, se
acercó a la losa en que yo estaba sentado, me cogió con ambos
brazos y me echó hacia atrás tanto como pudo, sin soltarme: de
manera que sus ojos miraban con la mayor tenacidad y energía en los
míos, que a su vez le contemplaban con el mayor susto.
— Escúchame ahora -dijo-. Se trata de saber si se te permitiré
seguir viviendo. ¿Sabes lo que es una lima?
— Sí, señor.
— ¿Y sabes lo que es comida?
— Sí, señor.
Al terminar cada pregunta me inclinaba un poco más hacia atrás,
a fin de darme a entender mi estado de indefensión y el peligro que
corría.
— Me traerás una lima -dijo echándome hacia atrás-. Y también
víveres. -Y volvió a inclinarme-. Me traerás las dos cosas añadió
repitiendo la operación. Si no lo haces, te arrancaré el corazón y
el hígado. -Y para terminar me dio una nueva sacudida-.
Yo estaba mortalmente asustado y tan aturdido que me agarré a él
con ambas manos y le dije:
— Si quiere usted hacerme el favor de permitir que me ponga en
pie, señor, tal vez no me sentiría enfermo y podría prestarle mayor
atención.
Me hizo dar una tremenda voltereta, de modo que otra vez la
iglesia pareció saltar por encima de la veleta. Luego me sostuvo
por los brazos en posición natural en lo alto de la piedra y
continuó con las espantosas palabras siguientes:
— Mañana por la mañana, temprano, me traerás esa lima y víveres.
Me lo entregarás todo a mí, junto a la vieja Batería que se ve
allá. Harás eso y no te atreverás a decir una palabra ni a hacer la
menor señal que dé a entender que has visto a una persona como yo o
parecida a mí; si lo haces así, te permitiré seguir viviendo. Si no
haces lo que te mando o hablas con alguien de lo que ha ocurrido
aquí, por poco que sea, te aseguro que te arrancaré el corazón y el
hígado, los asaré y me los comeré. He de advertirte que no estoy
solo, como tal vez te has figurado. Hay un joven oculto conmigo, en
comparación con el cual yo soy un ángel. Este joven está oyendo
ahora lo que te digo, y tiene un modo secreto y peculiar de
apoderarse de los muchachos y de arrancarles el corazón y el
hígado. Es en vano que un muchacho trate de esconderse o de rehuir
a ese joven. Por mucho que cierre su puerta y se meta en la cama o
se tape la cabeza, creyéndose que está seguro y cómodo, el joven en
cuestión se introduce suavemente en la casa, se acerca a él y lo
destroza en un abrir y cerrar de ojos. En estos momentos, y con
grandes dificultades, estoy conteniendo a ese joven para que no te
haga daño. Créeme que me cuesta mucho evitar que te destroce. Y
ahora, ¿qué dices?
Contesté que le proporcionaría la lima y los restos de comida
que pudiera alcanzar y que todo se lo llevaría a la mañana
siguiente, muy temprano, para entregárselo en la Batería.
— ¡Dios te mate si no lo haces! -exclamó el hombre.
Yo dije lo mismo y él me puso en el suelo.
— Ahora -prosiguió- recuerda lo que has prometido; recuerda
también al joven del que te he hablado, y vete a casa.
— Bue… buenas noches, señor -tartamudeé.
— ¡Ojalá las tenga buenas! -dijo mirando alrededor y hacia el
marjal-. ¡Ojalá fuese una rana o una anguila!
Al mismo tiempo se abrazó a sí mismo con ambos brazos, como si
quisiera impedir la dispersión de su propio cuerpo, y se dirigió
cojeando hacia la cerca de poca elevación de la iglesia. Cuando se
marchaba, pasando por entre las ortigas y por entre las zarzas que
rodeaban los verdes montículos, iba mirando, según pareció a mis
infantiles ojos, como si quisiera eludir las manos de los muertos
que asomaran cautelosamente de las tumbas para agarrarlo por el
tobillo y meterlo en las sepulturas.
Cuando llegó a la cerca de la iglesia, la saltó como hombre
cuyas piernas están envaradas y adormecidas, y luego se volvió para
observarme. Al ver que me contemplaba, volví el rostro hacia mi
casa a hice el mejor uso posible de mis piernas. Pero luego miré
por encima de mi hombro, y le vi que se dirigía nuevamente hacia el
río, abrazándose todavía con los dos brazos y eligiendo el camino
con sus doloridos pies, entre las grandes piedras que fueron
colocadas en el marjal a fin de poder pasar por allí en la época de
las lluvias o en la pleamar.
Ahora los marjales parecían una larga y negra línea horizontal.
En el cielo había fajas rojizas, separadas por otras muy negras. A
orillas del río pude distinguir débilmente las dos únicas cosas
oscuras que parecían estar erguidas; una de ellas era la baliza,
gracias a la cual se orientaban los marinos, parecida a un barril
sin tapa sobre una pértiga, cosa muy fea y desagradable cuando se
estaba cerca: era una horca, de la que colgaban algunas cadenas que
un día tuvieron suspendido el cuerpo de un pirata. Aquel hombre se
acercaba cojeando a esta última, como si fuese el pirata resucitado
y quisiera ahorcarse otra vez. Cuando pensé en eso, me asusté de un
modo terrible y, al ver que las ovejas levantaban sus cabezas para
mirar a aquel hombre, me pregunté si también creerían lo mismo que
yo. Volví los ojos alrededor de mí en busca de aquel terrible
joven, mas no pude descubrir la menor huella de él. Y como me había
asustado otra vez, eché a correr hacia casa sin detenerme.
Capítulo 2
Mi hermana, la señora Joe Gargery, tenía veinte años más que yo
y había logrado gran reputación consigo misma y con los vecinos por
haberme criado «a mano». Como en aquel tiempo tenía que averiguar
yo solo el significado de esta expresión, y por otra parte me
constaba que ella tenía una mano dura y pesada, así como la
costumbre de dejarla caer sobre su marido y sobre mí, supuse que
tanto Joe Gargery como yo habíamos sido criados «a mano».
Mi hermana no hubiera podido decirse hermosa, y yo tenía la vaga
impresión de que, muy probablemente, debió de obligar a Joe Gargery
a casarse con ella, también «a mano».
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