Ahora observarían que el
aguardiente estaba aguado, y en tal caso podía darme por perdido.
Con ambas manos me agarré con fuerza a la pata de la mesa, por
debajo del mantel, y esperé mi destino.
Mi hermana salió en busca de la botella de piedra, volvió con
ella y sirvió una copa de aguardiente, pues nadie más quiso beber
licor. El desgraciado, bromeando con la copita, la tomó, la miró al
trasluz y la volvió a dejar sobre la mesa, prolongando mi ansiedad.
Mientras tanto, la señora Joe y su marido desocupaban activamente
la mesa para servir el pastel y el pudding.
Yo no podía apartar la mirada del tío Pumblechook. Siempre
agarrado con las manos y los pies a la pata de la mesa, vi que el
desgraciado tomaba, jugando, la copita, sonreía, echaba la cabeza
hacia atrás y se bebía el aguardiente. En aquel momento, todos los
invitados se quedaron consternados al observar que el tío
Plumblechook se ponía en pie de un salto, daba varias vueltas
tosiendo y bailando al mismo tiempo y echaba a correr hacia la
puerta; entonces fue visible a través de la ventana, saltando
violentamente, expectorando y haciendo horribles muecas, como si
estuviera loco.
Continué agarrado, mientras la señora Joe y su marido acudían a
él. Ignoraba cómo pude hacerlo, pero sin duda alguna le había
asesinado. En mi espantosa situación me sirvió de alivio ver que lo
traían otra vez a la cocina y que él, mirando a los demás como si
le hubiesen contradecido, se dejaba caer en la silla
exclamando:
— ¡Alquitrán!
Yo había acabado de llenar la botella con el jarro lleno de agua
de alquitrán. Estaba persuadido de que a cada momento se
encontraría peor, y, como un médium de los actuales tiempos, llegué
a mover la mesa gracias al vigor con que estaba agarrado a
ella.
— ¿Alquitrán? - exclamó mi hermana, en el colmo del asombro -.
¿Cómo puede haber ido a parar el alquitrán dentro de la
botella?
Pero el tío Plumblechook, que en aquella cocina era omnipotente,
no quiso oír tal palabra ni hablar más del asunto. Hizo un gesto
imperioso con la mano para darlo por olvidado y pidió que le
sirvieran agua caliente y ginebra. Mi hermana, que se había puesto
meditabunda de un modo alarmante, tuvo que ir en busca de la
ginebra, del agua caliente, del azúcar y de las pieles de limón, y
en cuanto lo tuvo todo lo mezcló convenientemente. Por lo menos, de
momento, yo estaba salvado; pero seguía agarrado a la pata de la
mesa, aunque entonces movido por la gratitud.
Poco a poco me calmé lo bastante para soltar la mesa y comer el
pudding que me sirvieron. El señor Plumblechook también comió de
él, y lo mismo hicieron los demás. Terminado que fue, el señor
Pumblechook empezó a mostrarse satisfecho bajo la influencia
maravillosa de la ginebra y del agua. Yo empezaba a pensar que
podría salvarme aquel día, cuando mi hermana ordenó a Joe:
— Trae platos limpios y fríos.
Nuevamente me agarré a la pata de la mesa y oprimí contra ella
mi pecho, como si el mueble hubiese sido el compañero de mi
juventud y mi amigo del alma. Preveía lo que iba a suceder y
comprendí que ya no había remedio para mí.
— Quiero que prueben ustedes dijo mi hermana, dirigiéndose
amablemente a sus invitados , quiero que prueben, para terminar, un
regalo delicioso del tío Pumblechook.
¡Dios mío! Ya podían perder toda esperanza de probarlo.
— Tengan en cuenta - añadió mi hermana levantándose - que se
trata de un pastel. Un sabroso pastel de cerdo.
Los comensales murmuraron algunas palabras de agradecimiento, y
el tío Pumblechook, satisfecho por haber merecido bien del prójimo,
dijo con demasiada vivacidad, habida cuenta del estado de las
cosas:
— En fin, señora Joe, nos esforzaremos un poco. Regálanos con
una raja de ese pastel.
Mi hermana salió a buscarlo, y oí sus pasos cuando se dirigía a
la despensa. Vi como el señor Pumblechook tomaba el cuchillo, y
observé en la romana nariz del señor Wopsle un movimiento indicador
de que volvía a despertarse su apetito. Oí que el señor Hubble
hacía notar que un poquito de sabroso pastel de cerdo les sentaría
muy bien sobre todo lo demás y no haría daño alguno. También Joe me
prometió que me darían un poco. No sé, con seguridad, si di un
grito de terror mental o corporalmente, de modo que pudiesen oírlo
mis compañeros de mesa, pero lo cierto es que no me sentí con
fuerzas para soportar aquella situación y me dispuse a echar a
correr. Por eso solté la pata de la mesa y emprendí la fuga.
Pero no llegué más allá de la puerta de la casa, porque fui a
dar de cabeza con un grupo de soldados armados, uno de los cuales
tendía hacia mí unas esposas diciendo:
— Ya que estás aquí, ven.
Capítulo 5
La aparición de un grupo de soldados que golpeaban el umbral de
la puerta de la casa con las culatas de sus armas de fuego fue
bastante para que los invitados se levantaran de la mesa en la
mayor confusión y para que la señora Joe, que regresaba a la cocina
con las manos vacías, muy extrañada, se quedara con los ojos
extraordinariamente abiertos al exclamar:
— ¡Dios mío! ¿Qué habrá pasado… con el… pastel?
El sargento y yo estábamos ya en la cocina cuando la señora Joe
se dirigía esta pregunta, y en aquella crisis recobré en parte el
uso de mis sentidos.
Fue el sargento quien me había hablado, pero ahora miraba a los
comensales como si les ofreciera las esposas con la mano derecha,
en tanto que apoyaba la izquierda en mi hombro.
— Les ruego que me perdonen, señoras y caballeros -dijo el
sargento-; pero, como ya he dicho a este joven en la puerta - en lo
cual mentía -, estoy realizando una investigación en nombre del rey
y necesito al herrero.
— ¿Qué quiere usted de él? - preguntó mi hermana, resentida de
que alguien necesitase a su marido.
—Señora - replicó el galante sargento -, si hablase por mi
propia cuenta, contestaría que deseo el honor y el placer de
conocer a su distinguida esposa; pero como hablo en nombre del rey,
he de decir que le necesito para que haga un pequeño trabajo.
Tal explicación por parte del sargento fue recibida con el mayor
agrado, y hasta el señor Pumblechook expresó su aprobación.
— Fíjese, herrero - dijo el sargento, que ya se había dado
cuenta de que era Joe -. Estas esposas se han estropeado y una de
ellas no cierra bien. Y como las necesito inmediatamente, le ruego
que me haga el favor de examinarlas.
Joe lo hizo, y expresó su opinión de que para realizar aquel
trabajo tendría que encender la forja y emplear más bien dos horas
que una.
— ¿De veras? Pues, entonces, hágame el favor de empezar
inmediatamente, herrero - dijo el sargento -, porque es en servicio
de Su Majestad. Y si mis hombres pueden ayudarle, no tendrán el
menor inconveniente en hacerse útiles.
Dicho esto llamó a los soldados, que penetraron en la cocina uno
tras otro y dejaron las armas en un rincón. Luego se quedaron en
pie como deben hacer los soldados, aunque tan pronto unían las
manos o se apoyaban sobre una pierna, o se reclinaban sobre la
pared con los hombros, o bien se aflojaban el cinturón, se metían
la mano en el bolsillo o abrían la puerta para escupir fuera.
Vi todo eso sin darme cuenta de que lo veía, porque estaba muy
atemorizado. Pero, empezando a comprender que las esposas no eran
para mí y que, gracias a los soldados, el asunto del pastel había
quedado relegado a segundo término, recobré un poco mi perdida
serenidad.
— ¿Quiere usted hacerme el favor de decirme qué hora es? -
preguntó el sargento dirigiéndose al señor Pumblechook, como si se
hubiera dado cuenta de que era hombre tan exacto como el mismo
reloj.
— Las dos y media, en punto.
— No está mal - dijo el sargento, reflexionando -. Aunque me vea
obligado a pasar aquí dos horas, tendré tiempo. ¿A qué distancia
estamos de los marjales? Creo que a cosa de poco más de una
milla.
— Precisamente una milla - dijo la señora Joe.
— Está bien. Así podremos llegar a ellos al oscurecer. Mis
órdenes son de ir allí un poco antes de que anochezca.
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