Parecía como si creyesen perder
una ocasión agradable si dejaban de hablar de mí de vez en cuando,
señalándome también algunas veces. Y era tanto lo que me conmovían
aquellas alusiones, que me sentía tan desgraciado como un toro en
la plaza.
Ello empezó en el momento que nos sentamos a comer. El señor
Wopsle dio las gracias, declamando teatralmente, según me parece
ahora, en un tono que tenía a la vez algo del espectro de Hamlet y
de Ricardo III, y terminó expresando la seguridad de que debíamos
sentirnos llenos de agradecimiento. Inmediatamente después, mi
hermana me miró y en voz baja y acusadora me dijo:
— ¿No lo oyes? Debes estar agradecido.
— Especialmente dijo el señor Pumblechook debes sentir
agradecimiento, muchacho, por las personas que te han criado a
mano.
La señora Hubble meneó la cabeza y me contempló con expresión de
triste presentimiento de que yo no llegaría a ser bueno, y
preguntó:
— ¿Por qué los muchachos no serán nunca agradecidos?
Tal misterio moral pareció excesivo para los comensales, hasta
que el señor Hubble lo solventó concisamente diciendo:
— Son naturalmente viciosos.
Entonces todos murmuraron:
— Es verdad.
Y me miraron de un modo muy desagradable.
La situación y la influencia de Joe eran más débiles todavía, si
tal cosa era posible, cuando había invitados que cuando estábamos
solos. Pero a su modo, y siempre que le era dable, me consolaba y
me ayudaba, y así lo hizo a la hora de comer, dándome salsa cuando
la había. Y como aquel día abundaba, Joe me echó en el plato casi
medio litro.
Un poco después, y mientras comíamos aún, el señor Wopsle hizo
una crítica bastante severa del sermón, e indicó, en el caso
hipotético de que la Iglesia estuviese «abierta», el sermón que él
habría pronunciado. Y después de favorecer a su auditorio con
algunas frases de su discurso, observó que consideraba muy mal
elegido el asunto de la homilía de aquel día; lo cual era menos
excusable, según añadió, cuando había tantos asuntos excelentes y
muy indicados para semejante fiesta.
— Es verdad - dijo el tío Pumblechook -. Ha dado usted en el
clavo. Hay muchos asuntos excelentes para quien sabe emplearlos.
Esto es lo que se necesita. Un hombre que tenga juicio no ha de
pensar mucho para encontrar un asunto apropiado, si para ello tiene
la sal necesaria. - Y después de un corto intervalo de reflexión
añadió -. Fíjese usted en el cerdo. Ahí tiene usted un asunto. Si
necesita usted un asunto, fíjese en el cerdo.
— Es verdad, caballero - replicó el señor Wopsle, cuando yo
sospechaba que iba a servirse de la ocasión para aludirme -. Y para
los jóvenes pueden deducirse muchas cosas morales de este
texto.
— Presta atención - me dijo mi hermana, aprovechando aquel
paréntesis.
Joe me dio un poco más de salsa.
— Los cerdos - prosiguió el señor Wopsle con su voz más profunda
y señalando con su tenedor mi enrojecido rostro, como si
pronunciase mi nombre de pila -. Los cerdos fueron los compañeros
más pródigos. La glotonería de los cerdos resulta, al ser expuesta
a nuestra consideración, un ejemplo para los jóvenes. - Yo opinaba
lo mismo que él, pues hacía poco que había estado ensalzando el
cerdo que le sirvieron, por lo gordo y sabroso que estaba -. Y lo
que es detestable en el cerdo, lo es todavía más en un
muchacho.
— O en una muchacha - sugirió el señor Hubble.
— Desde luego, también en una muchacha, señor Hubble - asintió
el señor Wopsle con cierta irritación -. Pero aquí no hay
ninguna.
— Además - dijo el señor Pumblechook, volviéndose de pronto
hacia mí -, hay que pensar en lo que se ha recibido, para
agradecerlo. Si hubieses nacido cerdo…
— Bastante lo era - exclamó mi hermana, con tono enfático.
Joe me dio un poco más de salsa.
— Bueno, quiero decir un cerdo de cuatro patas - añadió el señor
Pumblechook -. Si hubieses nacido así, ¿dónde estarías ahora?
No…
— Por lo menos, en esta forma - dijo el señor Wopsle señalando
el plato.
— No quiero indicar en esta forma, caballero - replicó el señor
Pumblechook, a quien le molestaba que le hubiesen interrumpido -.
Quiero decir que no estaría gozando de la compañía de los que son
mayores y mejores que él, y que no se aprovecharía de su
conversación ni se hallaría en el regazo del lujo y de las
comodidades. ¿Se hallaría en tal situación? De ninguna manera. Y
¿cuál habría sido su destino? - añadió olviéndose otra vez hacia mí
-.Te habrían vendido por una cantidad determinada de chelines, de
acuerdo con el precio corriente en el mercado, y Dunstable, el
carnicero, habría ido en tu busca cuando estuvieras echado en la
paja, se lo habría llevado bajo el brazo izquierdo, en tanto que
con la mano derecha se levantaría la bata a fin de coger un
cortaplumas del bolsillo de su chaleco para derramar tu sangre y
acabar tu vida. No te habrían criado a mano, entonces. De ninguna
manera.
Joe me ofreció más salsa, pero yo temí aceptarla.
— Todo eso ha significado para usted muchas molestias, señora -
dijo la señora Hubble, compadeciéndose de mi hermana.
— ¿Molestias? - repitió ésta -. ¿Molestias?
Y luego empezó a enunciar un tremendo catálogo de todas las
enfermedades de que yo era culpable y de todos los insomnios que
ella había sufrido por mi causa; enumeró todos los altos lugares de
los que me caí, y las profundidades a que me despeñé, así como
también todos los males que me causé a mí mismo y todas las veces
que ella me deseó la tumba a donde yo, con la mayor contumacia, me
negué a ir.
Creo que los romanos se debieron de exasperar unos a otros a
causa de sus narices. Quizá por esto fueron el pueblo más
intranquilo que se ha conocido. Pero sea lo que fuere, la nariz
romana del señor Wopsle me irritó de tal manera durante el relato
de mis fechorías, que sentí el deseo de tirarle de ella hasta
hacerle aullar. Pero lo que había tenido que aguantar hasta
entonces no fue nada en comparación con las espantosas sensaciones
que se apoderaron de mí cuando se interrumpió la pausa que siguió
al relato de mi hermana, y durante la cual todos me miraron,
mientras yo me sentía dolorosamente culpable, con la mayor
indignación y execración.
— Y, sin embargo - dijo el señor Pumblechook conduciendo
suavemente a sus compañeros de mesa al tema del cual se habían
desviado -, el cerdo, considerado como carne, es muy sabroso, ¿no
es verdad?
— Tome usted un poco de aguardiente, tío - dijo mi hermana.
¡Dios mío! Por fin había llegado.
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