El que estaba
escondido.
— ¡Ah, ya! - replicó con bronca risa -. ¿Él? Sí, sí. Él no
necesita comida.
— Pues a mí me pareció que le habría gustado mucho comer -
dije.
Mi compañero dejó de hacerlo y me miró con la mayor atención y
sorpresa.
— ¿Que te pareció… ? ¿Cuándo?
— Hace un momento.
— ¿Dónde?
— Ahí - dije señalando el lugar -. Precisamente ahí lo encontré
medio dormido, y me figuré que era usted.
Me cogió por el cuello de la ropa y me miró de tal manera que
llegué a temer que de nuevo se propusiera cortarme la cabeza.
— Iba vestido como usted, aunque llevaba sombrero - añadí,
temblando -. Y… y… - temía no acertar a explicarlo con la
suficiente delicadeza -. Y con… con la misma razón para necesitar
una lima. ¿No oyó usted los cañonazos ayer noche?
— ¿Dispararon cañonazos? - me preguntó.
— Me figuraba que lo sabía usted - repliqué -, porque los oímos
desde mi casa, que está bastante más lejos y además teníamos las
ventanas cerradas.
— Ya comprendo - dijo -. Cuando un hombre está solo en estas
llanuras, con la cabeza débil y el estómago desocupado, muriéndose
de frío y de necesidad, no oye en toda la noche más que cañonazos y
voces que le llaman. Y no solamente oye, sino que ve a los
soldados, con sus chaquetas rojas, alumbradas por las antorchas y
que le rodean a uno. Oye cómo gritan su número, oye cómo le intiman
a que se rinda, oye el choque de las armas de fuego y también las
órdenes de «¡Preparen! ¡Apunten!
«¡Rodeadle, muchacho!» Y siente cómo le ponen encima las manos,
aunque todo eso no exista. Por eso anoche creí ver varios pelotones
que me perseguían y oí el acompasado ruido de sus pasos. Pero no vi
uno, sino un centenar. Y en cuanto a cañonazos… Vi estremecerse la
niebla ante el cañón, hasta que fue de día claro. Pero ese hombre…
- añadió después de las palabras que acababa de pronunciar en voz
alta, olvidando mi presencia -. ¿Has notado algo en ese hombre?
— Tenía la cara llena de contusiones - dije, recordando que
apenas estaba seguro de ello.
— ¿No aquí? - exclamó el hombre golpeándose la mejilla izquierda
con la palma de la mano.
— Sí, aquí.
— ¿Dónde está? - preguntó guardándose en el pecho los restos de
la comida -. Dime por dónde fue. Lo alcanzaré como si fuese un
perro de caza. ¡Maldito sea este hierro que llevo en la pierna!
Dame la lima, muchacho.
Indiqué la dirección por donde la niebla había envuelto al otro,
y él miró hacia allí por un instante. Pero como un loco se inclinó
sobre la hierba húmeda para limar su hierro y sin hacer caso de mí
ni tampoco de su propia pierna, en la que había una antigua
escoriación que en aquel momento sangraba; sin embargo, él trataba
su pierna con tanta rudeza como si no tuviese más sensibilidad que
la misma lima. De nuevo volví a sentir miedo de él al ver como
trabajaba con aquella apresurada furia, y también temí estar fuera
de mi casa por más tiempo. Le dije que tenía que marcharme, pero él
pareció no oírme, de manera que creí preferible alejarme
silenciosamente. La última vez que le vi tenía la cabeza inclinada
sobre la rodilla y trabajaba con el mayor ahínco en romper su
hierro, murmurando impacientes imprecaciones dirigidas a éste y a
la pierna. Más adelante me detuve a escuchar entre la niebla, y
todavía pude oír el roce de la lima que seguía trabajando.
Capítulo 4
Estaba plenamente convencido de que al llegar a mi casa
encontraría en la cocina a un agente de policía esperándome para
prenderme. Pero no solamente no había allí ningún agente, sino que
tampoco se había descubierto mi robo, La señora Joe estaba muy
ocupada en disponer la casa para la festividad del día, y Joe había
sido puesto en el escalón de entrada de la cocina, lejos del
recogedor del polvo, instrumento al cual le llevaba siempre su
destino, más pronto o más tarde, cuando mi hermana limpiaba
vigorosamente los suelos de la casa.
— ¿Y dónde demonios has estado? - exclamó la señora Joe al verme
y a guisa de salutación de Navidad, cuando yo y mi conciencia
aparecimos en la puerta.
Contesté que había ido a oír los cánticos de Navidad.
— Muy bien - observó la señora Joe -. Peor podrías haber
hecho.
Yo pensé que no había duda alguna acerca de ello.
— Tal vez si no fuese esposa de un herrero y, lo que es la misma
cosa, una esclava que nunca se puede quitar el delantal, habría ido
también a oír los cánticos - dijo la señora Joe -. Me gustan mucho,
pero ésta es, precisamente, la mejor razón para que nunca pueda ir
a oírlos.
Joe, que se había aventurado a entrar en la cocina tras de mí,
cuando el recogedor del polvo se retiró ante nosotros, se pasó el
dorso de la mano por la nariz con aire de conciliación, en tanto
que la señora Joe le miraba, y en cuanto los ojos de ésta se
dirigieron a otro lado, él cruzó secretamente los dos índices y me
los enseñó como indicación de que la señora Joe estaba de mal
humor. Tal estado era tan normal en ella, que tanto Joe como yo nos
pasábamos semanas enteras haciéndonos cruces, señal convenida para
dicho objeto, como si fuésemos verdaderos cruzados.
Tuvimos una comida magnífica, consistente en una pierna de cerdo
en adobo adornada con verdura, y un par de gallos asados y
rellenos. El día anterior, por la mañana, mi hermana hizo un
hermoso pastel de carne picada, razón por la cual no había echado
de menos el resto que yo me llevé, y el pudding estaba ya dispuesto
en el molde. Tales preparativos fueron la causa de que sin
ceremonia alguna nos acortasen nuestra ración en el desayuno,
porque mi hermana dijo que no estaba dispuesta a atiborrarnos ni a
ensuciar platos, con el trabajo que tenía por delante.
Por eso nos sirvió nuestras rebanadas de pan como si fuésemos
dos mil hombres de tropa en una marcha forzada, en vez de un hombre
y un chiquillo en la casa; y tomamos algunos tragos de leche y de
agua, aunque con muy mala cara, de un jarrito que había en el
aparador. Mientras tanto, la señora Joe puso cortinas limpias y
blancas, clavó un volante de flores en la chimenea para reemplazar
el viejo y quitó las fundas de todos los objetos de la sala, que
jamás estaban descubiertos a excepción de aquel día, pues se
pasaban el año ocultos en sus forros, los cuales no se limitaban a
las sillas, sino que se extendían a los demás objetos, que solían
estar cubiertos de papel de plata, incluso los cuatro perritos de
lanas blancos que había sobre la chimenea, todos con la nariz negra
y una cesta de flores en la boca, formando parejas.
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