A ellos parecía haberse agarrado la
humedad, como se había agarrado el hierro a la pierna del hombre a
cuyo encuentro iba. Conocía perfectamente el camino que conducía a
la Batería, porque estuve allí un domingo con Joe, y éste, sentado
en un cañón antiguo, me dijo que cuando yo fuese su aprendiz y
estuviera a sus órdenes, iríamos allí a cazar alondras. Sin
embargo, y a causa de la confusión originada por la niebla, me
hallé de pronto demasiado a la derecha y, por consiguiente, tuve
que retroceder a lo largo de la orilla del río, pasando por encima
de las piedras sueltas que había sobre el fango y por las estacas
que contenían la marea. Avanzando por allí, tan de prisa como me
fue posible, acababa de cruzar una zanja que, según sabía, estaba
muy cerca de la Batería, y precisamente cuando subía por el
montículo inmediato a la zanja vi a mi hombre sentado. Estaba
vuelto de espaldas, con los brazos doblados, y cabeceaba a. causa
del sueño.
Me figuré que se pondría contento si me aparecía ante él
llevándole el desayuno de un modo inesperado, y así me acerqué sin
hacer ruido y le toqué el hombro. Instantáneamente dio un salto, y
entonces vi que no era aquel mismo hombre, sino otro.
Sin embargo, también iba vestido de gris y tenía un hierro en la
pierna; cojeaba del mismo modo, tenía la voz ronca y estaba muerto
de frío; en una palabra, se parecía mucho al otro, a excepción de
que no tenía el mismo rostro y de que llevaba un sombrero de anchas
alas, plano y muy metido en la cabeza. Observé en un momento todos
estos detalles, porque no me dio tiempo para más. Profirió una
blasfemia y me dio un golpe, pero estaba tan débil, que apenas me
tocó y, en cambio, le hizo tambalear. Luego echó a correr por entre
la niebla, tropezando dos veces, y por fin le perdí de vista.
«Éste será el joven», pensé, -mientras se detenía mi corazón al
identificarlo. Y también habría sentido dolor en el hígado si
hubiese sabido dónde lo tenía.
Poco después llegué a la Batería, y allí encontré a mi conocido,
abrazándose a sí mismo y cojeando de un lado a otro, como si en
toda la noche no hubiese dejado de hacer ambas cosas. Me esperaba.
Indudablemente, tenía mucho frío. Yo casi temía que se cayera ante
mí y se quedase helado. Sus ojos expresaban tal hambre, que, cuando
le entregué la lima y él la dejó sobre la hierba, se me ocurrió que
habría sido capaz de comérsela si no hubiese visto lo que le
llevaba. Aquella vez no me hizo dar ninguna voltereta para
apoderarse de lo que tenía, sino que me permitió continuar en pie
mientras abría el fardo y vaciaba mis bolsillos.
— ¿Qué hay en esa botella, muchacho? - me preguntó.
— Aguardiente - contesté.
Él, mientras tanto, tragaba de un modo curioso la carne picada;
más como quien quisiera guardar algo con mucha prisa y no como
quien come, pero dejó la carne para tomar un trago de licor.
Mientras tanto se estremecía con tal violencia que a duras penas
podía conservar el cuello de la botella entre los dientes, de modo
que se vio obligado a sujetarla con ellos.
— Me parece que ha cogido usted fiebre.
— Creo lo mismo, muchacho - contestó.
— Este sitio es muy malo - advertí -. Se habrá usted echado en
el marjal, que es muy malsano. También da reuma.
— Pues antes de morirme - dijo -, me desayunaré. Y seguiría
comiendo aunque luego tuviesen que ahorcarme en esta horca. No me
importan los temblores que tengo, te lo aseguro.
Y, al mismo tiempo, se tragaba la carne picada, roía el hueso y
se comía el pan, el queso y el pastel de cerdo, todo a la vez. No
por eso dejaba de mirar con la mayor desconfianza alrededor de
nosotros, y a veces se interrumpía, dejando también de mascar, a
fin de escuchar. Cualquier sonido, verdadero o imaginado, cualquier
ruido en el río, o la respiración de un animal sobre el marjal, le
sobresaltaba, y entonces me decía:
— ¿No me engañas? ¿No has traído a nadie contigo?
— No, señor, no.
— ¿Ni has dicho a nadie que te siguiera?
— No.
— Está bien - dijo -. Te creo. Serías una verdadera fiera si, a
tu edad, ayudases a cazar a un desgraciado como yo.
En su garganta sonó algo como si dentro tuviera una maquinaria
que se dispusiera a dar la hora. Y con la destrozada manga de su
traje se limpió los ojos.
Compadecido por su situación y observándole mientras,
gradualmente, volvía a aplicarse al pastel de cerdo, me atreví a
decirle:
— No sabe usted cuánto me contenta que le guste lo que le he
traído.
— ¿Qué dices?
— Que estoy muy satisfecho de que le guste.
— Gracias, muchacho; me gusta.
Muchas veces había contemplado mientras comía a un gran perro
que teníamos, y ahora observaba la mayor semejanza entre el modo de
comer del animal y el de aquel hombre. Éste tomaba grandes y
repentinos bocados, exactamente del mismo modo que el perro. Se
tragaba cada bocado demasiado pronto y demasiado aprisa; y luego
miraba de lado, como si temiese que de cualquier dirección pudiera
llegar alguien para disputarle lo que estaba comiendo. Estaba
demasiado asustado para saborear tranquilamente el pastel, y creí
que si alguien se presentase a disputarle la comida, sería capaz de
acometerlo a mordiscos. En todo eso se portaba igual que el
perro.
— Me temo que no quedará nada para él - dije con timidez y
después de un silencio durante el cual estuve indeciso acerca de la
conveniencia de hacer aquella observación -. No me es posible sacar
más del lugar de donde he tomado esto.
La certeza de este hecho fue la que me dio valor bastante para
hacer la indicación.
— ¿Dejarle nada? Y ¿quién es él? - preguntó mi amigo,
interrumpiéndose en la masticación del pastel.
— El joven. Ese de quien me habló usted.
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