Al terminar uno de ellos, preparaba otro y rara vez me dejaba descorazonar por el «no» de un redactor jefe; yo me repetía sin cesar que algún día triunfaría. Y, en efecto, cuando estaba inspirado y cuidaba mi artículo, llegaba a veces a cobrar cinco coronas por el trabajo de una tarde.
Nuevamente me incorporé, abandoné la ventana, fui a la silla que me servía de lavabo y humedecí con un poco de agua las relucientes rodilleras de mi pantalón para ennegrecerlas y darles aspecto más nuevo. Hecho esto, metí, como de costumbre, cuartillas y un lapicero en mi bolsillo y salí. Me deslicé silenciosamente hasta el pie de la escalera para no llamar la atención de mi patrona; hacía varios días que debía haberle pagado y no me quedaba nada con qué saldarla.
Eran las nueve. El ruido de los coches y de las voces llenaba el ambiente; inmenso coro matinal en el que se fundían los pasos de los peatones y los chasquidos de las fustas de los cocheros. El turbulento tráfico que reinaba en todas partes me devolvió bien pronto la energía y empecé a sentirme cada vez más contento. Nada estaba más lejos de mi idea que un simple paseo en la fresca mañana. ¿Qué les importaba el aire a mis pulmones? Era fuerte como un gigante y hubiera podido detener un coche con un hombro. Se había apoderado de mí un sentimiento suave y extraño: el sentimiento de aquella alegre indiferencia. Observaba las gentes que se cruzaban conmigo o que yo dejaba atrás, y marchaba, leyendo los carteles que había en las paredes, recogiendo la impresión de que me lanzaban una mirada desde un tranvía en marcha, dejándome impresionar por cosas nimias, por las más pequeñas contingencias que encontraba en mi camino y desaparecían.
¡Si tuviera algo que comer en día tan hermoso! Me subyugaba la impresión de la alegre mañana; era incapaz de refrenar mi alegría y estaba tan contento que me puse a canturrear sin ningún motivo. Ante una carnicería estaba parada una mujer con la cesta al brazo, pensando en las salchichas para su almuerzo; al pasar junto a ella me miró. No tenía más que un diente en la parte superior. Nervioso y fácilmente impresionable como yo estaba en aquellos últimos días, el rostro de la mujer me produjo una repentina sensación de desagrado. Su gran diente amarillo parecía un pequeño dedo que salía de la mandíbula, y sus ojos estaban todavía llenos de salchichas cuando los dirigió hacia mí. De repente perdí el apetito y se me levantó el estómago. Al llegar al Mercado de la Carne, me dirigí a la fuente y bebí un poco de agua; levanté la vista... Eran las diez en el reloj de El Salvador. Seguí callejeando sin inquietarme por nada; me paré sin necesidad en una esquina, cambié de dirección y entré en una calle lateral en la que nada tenía que hacer. Dejaba pasar el tiempo, vagando en la alegre mañana, entreteniendo mi apatía aquí y allá, entre los demás dichosos mortales. La atmósfera estaba transparente y en mi alma no había ninguna sombra.
Desde hacía diez minutos iba delante de mí un anciano cojo. Llevaba un paquete en una mano y andaba moviendo todo el cuerpo, trabajando con todas sus fuerzas para ir de prisa. Le oía jadear de fatiga y se me ocurrió que yo podía llevarle el paquete; a pesar de ello, no intenté alcanzarle. En lo alto de la calle Graensen encontré a Hans Pauli, que me saludó y pasó de prisa. ¿Por qué iba tan apresurado? Yo no tenía la menor intención de pedirle una corona; incluso quería, cuanto antes, enviarle una colcha que le había pedido semanas antes. Tan pronto saliera de apuros no quería deber a nadie ni una colcha. Quizá comenzara hoy un artículo acerca de «Los crímenes del porvenir» o «El libre arbitrio» o no importa qué; algo interesante que me produjera diez coronas por lo menos... Y al pensar en el artículo, me sentí de repente invadido por una imperiosa necesidad de ponerme a trabajar para desahogar la plenitud de mi cerebro. Buscaría un sitio conveniente en el Parque del Castillo, y no descansaría hasta haber terminado.
Pero ante mí seguía caminando el viejo inválido haciendo los mismos movimientos renqueantes. Comenzaba a irritarme ya tener delante de mí tanto tiempo al cojo. Parecía que su caminata no había de terminar nunca.
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