Tal vez se hubiera fijado la misma ruta que yo y tendría que tenerlo ante mis ojos durante todo el camino. En mi exasperación, me parecía que, al cruzar cada calle, disminuía la marcha un poco, como si quisiera ver qué dirección tomaba yo. Después volvía a balancear en el aire su paquete y reunía todas sus fuerzas para avanzar. Cuanto más andaba y más miraba aquella obsesión de hombre, más irritado me sentía contra él. Experimentaba la sensación de que poco a poco me quitaba mi buen humor, y al propio tiempo arrastraba consigo, en su fealdad, la pura y hermosa mañana. Tenía el aspecto de un gran insecto cojo que quería hacerse a la fuerza un sitio en el mundo y conservar toda la calle para él solo. Al llegar ambos al final de la cuesta, me detuve; no quería dejarme conducir por más tiempo. Me volví hacia el escaparate de una tienda y me paré, dejando que el hombre siguiera su camino. Cuando me dispuse a marchar, al cabo de unos minutos, me lo encontré delante; también se había detenido. Sin reflexionar, avancé tres o cuatro pasos, enfurecido, alcancé al hombre y le toqué en su hombro. Se estuvo quieto. Nos contemplamos mutuamente.

—¡Una limosna para comprar leche! —dijo por fin inclinando la cabeza a un lado.

—¡Vaya, bueno; está bien!

Me hurgué los bolsillos y dije:

—Para comprar leche, bueno. ¡Jem...! El dinero es raro en los tiempos que corren... y no sé hasta qué punto tiene usted verdadera necesidad.

—No he comido desde ayer que lo hice en Drammen —dijo el hombre—. No tengo un cuarto y todavía no he encontrado trabajo.

—¿Es usted obrero?

—Soy guarnecedor de calzado.

—¿Qué?

—Guarnecedor de calzado. Pero también sé hacer zapatos.

—Eso cambia la cuestión —dije—. Espéreme aquí unos minutos, voy a buscar dinero para usted, algunos óre.

Apresuradamente bajé la calle de los Saules, en donde conocía a un prestamista, en un primer piso; pero nunca había estado en su casa. Al entrar por la puerta cochera, me quité rápidamente el chaleco, lo enrollé y me lo puse bajo el brazo; subí la escalera y llamé en la tienda. Me incliné y arrojé el chaleco sobre el mostrador.

—Corona y media —dijo el hombre.

—Está bien, gracias —contesté—. Si no fuera porque comienza a estarme estrecho no me hubiera desprendido de él.

Recogí las monedas y el recibo y salí. Realmente era un verdadero hallazgo aquel chaleco; todavía me quedaría dinero para un copioso almuerzo, y, antes de la tarde, mi artículo sobre «Los crímenes del porvenir» estaría terminado. Comencé a encontrar la vida más agradable y me apresuré a volver adonde estaba el hombre, para desembarazarme de él.

—¡Tome, haga el favor! —le dije—. Celebro que se haya usted dirigido a mí antes que a nadie.

Cogió el dinero y empezó a examinarme. ¿Qué miraba con sus abiertos ojos? Tuve la sensación de que concentraba toda su atención en las rodilleras de mi pantalón y me molestó la impertinencia. ¿Creía el bribón que yo estaba tan pobre como parecía por mi aspecto? ¿No había yo pensado ya comenzar a escribir un artículo de diez coronas? Además, a mí no me asustaba el porvenir y tenía mucho tiempo por delante. Entonces, ¿qué miraba el desconocido, si yo me tomaba la liberalidad de darle una pequeña cantidad en un día tan hermoso? La mirada del hombre me irritaba y resolví darle una lección antes de dejarle.

Alcé los hombros y dije:

—Buen hombre; es una fea costumbre la que tiene usted de comerse con los ojos las rodilleras de un hombre cuando le entrega una corona.

Echó la cabeza hacia atrás, contra la pared, y abrió la boca. Su mente trabajaba detrás de su frente miserable; pensó, sin duda, que quería ultrajarle de un modo o de otro, y me tendió el dinero.

Golpeé el suelo con el pie y juré que se lo guardara. ¿Se figuraba que para eso me había tomado tanto trabajo? Bien pensado, quizá le debiera yo esta corona; tenía como un recuerdo de aquella vieja deuda; allí donde me veía, era yo hombre íntegro, honrado a carta cabal. En una palabra, el dinero era suyo... ¡Oh! No tenía por qué darme las gracias, era una dicha para mí.