Sin apartar la vista de sus ojos, le espeté un nombre jamás oído, un nombre de una consonancia fluida y nerviosa: Ylajali. Cuando estuvo bastante cerca de mí, me erguí en toda mi estatura y le dije en tono atropellado:

—Se le cae el libro, señorita.

Oí los golpes de mi corazón en el pecho, al pronunciar estas palabras.

—¿Mi libro? —preguntó a su compañera. Y continuó su marcha.

Mi creciente perversidad me hizo seguir a la dama. Instantáneamente tuve la conciencia de cometer una tontería, sin poder impedirla. Mi turbación era tal, que escapaba a mi vigilancia; me inspiraba las más locas sugestiones y yo las obedecía inmediatamente. Tuve a bien decirme que me conducía como un idiota, pero de nada me sirvió. Hice las más absurdas muecas detrás de ella, y tos¡ furiosamente varias veces al adelantarme. Caminaba despacio ante ella, a la distancia de algunos pasos. Sentía su vista en mi espalda, y, sin poderlo remediar, me encogía la vergüenza de haberla atormentado. Poco a poco me invadió una impresión singular, la impresión de estar muy lejos, en otro lugar distante, y tenía la sensación mal definida de que no era yo quien andaba allí sobre las piedras de la acera, con la espalda encorvada.

Algunos minutos después, la dama llegó a la librería de Pascha. Yo estaba ya parado ante el primer escaparate, y cuando pasó cerca de mí, me adelanté y repetí:

—Pierde usted su libro, señorita.

—Pero ¿qué libro? —dijo con voz angustiada—. ¿Sabes de qué libro habla?

Se paró. Me deleitaba cruelmente su turbación; la perplejidad que leía en sus ojos me entusiasmaba. Su pensamiento era incapaz de concebir aquel apóstrofe insensato. No llevaba ningún libro, ni huellas de él, ni la menor hoja de un libro. Sin embargo, buscó en sus bolsillos; abrió sus manos y las miró. Se volvió a mirar atrás; sometió su frágil cerebro al máximo esfuerzo para saber de qué libro le hablaba. Su rostro cambió de color, se le demudó el semblante y oí su respiración angustiada; hasta los botones de su vestido parecían mirarme como una hilera de ojos aterrorizados.

—No le hagas caso —dijo su compañera, tirándola del brazo—. Seguramente ha bebido demasiado; ¿no ves que está borracho?

Por alterado que yo estuviese en aquel momento, víctima como era de influencias invisibles, me daba cuenta de todo lo que ocurría a mi alrededor. Un gran perro oscuro atravesó corriendo la calle, por las cercanías de la plaza de Lund, y bajó hacia el Tívoli; llevaba un estrecho collar de metal blanco. Calle arriba se abrió una ventana en el primer piso, se asomó una criada con los brazos arremangados y se puso a limpiar los cristales por la parte exterior. Nada escapaba a mi atención; conservaba toda mi lucidez y presencia de ánimo; un tropel de cosas se me presentaban con una brillantez deslumbrante, como si de pronto se hubiera hecho una intensa claridad en derredor mío. Las dos señoras que estaban ante mí tenían un ala de pájaro azul en el sombrero, y una cinta de seda escocesa les rodeaba el cuello. Se me ocurrió que eran hermanas.

Se desviaron, deteniéndose a hablar ante el almacén de música de Cisler. Cuando yo me paré también junto a ellas, volvieron sobre sus pasos, rehaciendo el camino, pasaron otra vez cerca de mí, volvieron la esquina de la calle de la Universidad y subieron hasta la plaza de San Olaf. Yo las seguía, pisándoles los talones, tan cerca como podía. Una vez volvieron la cabeza y me lanzaron una mirada entre curiosa y asustada. No vi en sus ojos ninguna indignación, ni un frunce en sus cejas. Esta paciencia ante mi importunidad me llenó de vergüenza y me hizo bajar los ojos. Ya no quería contrariarlas; quería únicamente, por pura gratitud, seguirlas con la mirada, no perderlas de vista hasta el instante en que entraran en cualquier sitio y desaparecieran.

Ante la casa número dos, un gran edificio de tres pisos, se volvieron una vez más y entraron.