Me apoyé en un farol cerca de la fuente y escuché. El ruido de sus pasos en la escalera se extinguió en el primer piso. Me separé del farol y miré la casa. Sucedió entonces algo singular. Unos visillos se agitaron, un instante después se abrió una ventana, asomó una cabeza y la extraña mirada de unos ojos se posó en mí. «Ylajali», dije a media voz sintiéndome enrojecer. ¿Por qué no pide auxilio? ¿Por qué no arroja un tiesto para romperme la cabeza? ¿Por qué no manda a alguien que me eche? Permanecemos mirándonos a los ojos sin hacer un movimiento; esto dura un minuto; los pensamientos se cruzan entre la ventana y la calle sin que sea pronunciada una palabra. Se aparta y esto me produce una sacudida, un pequeño choque en el alma. Veo girar un hombro, desaparecer una espalda en la habitación. Esta marcha lenta al separarse de la ventana, la acentuación de este movimiento del hombro, se hubiera dicho que eran señas dirigidas a mí. Mi sangre percibe este delicado saludo y de repente me siento maravillosamente alegre. Por fin, doy media vuelta y me voy calle abajo.

No osé mirar atrás ni supe si ella volvió a la ventana. A medida que profundizaba en esta cuestión, aumentaba mi inquietud y mi nerviosismo. Probablemente seguía observando con atención todos mis movimientos y era absolutamente insoportable sentirse espiado así, por detrás. Me erguí lo mejor que pude y proseguí mi camino. Comencé a sentir que mis piernas se estremecían, y mi andar llegó a ser inseguro por la fuerza de voluntad que había de hacer para mantenerlo airoso. Con objeto de parecer tranquilo e indiferente, balanceaba los brazos de un modo absurdo, escupía y levantaba la cabeza; pero nada conseguía. Sentía constantemente en mi nuca los ojos perseguidores, y frecuentes escalofríos recorrían mi cuerpo. Por fin busqué refugio en una calle lateral desde la que me dirigí a la de los Saules para recoger mi lapicero.

No hubo ningún inconveniente para devolvérmelo. El hombre me trajo el chaleco y me rogó que examinara todos los bolsillos. Encontré en ellos algunas papeletas de empeño que me guardé y di las gracias al buen hombre por su, amabilidad. Me sentía cada vez más atraído hacia él y de repente me pareció muy importante causarle una buena opinión de mí. Di un paso hacia la puerta y volví al mostrador como si hubiera olvidado alguna cosa. Creí deberle una explicación, una aclaración, y me puse a tararear para llamar su atención. Luego cogí el lapicero y lo levanté.

—No se me habría ocurrido nunca recorrer este largo camino por un lapicero cualquiera —dije—; pero tratándose de éste, es otra cosa, hay una razón especial. Por insignificante que parezca, este trozo de lápiz es, sencillamente, el que me ha hecho lo que soy en el mundo; el que, por así decirlo, me ha situado en la vida...

No dije más. El hombre se acercó al mostrador.

—¡Ah, ah! —dijo, y me miró con curiosidad.

—Con este lapicero —proseguí fríamente— he escrito mi «Tratado del conocimiento filosófico» en tres volúmenes. ¿No ha oído hablar de él?

El hombre creía haber oído el nombre, el título.

—Sí —dije—, era mío ese libro. No hay, pues por qué asombrarse de que tuviera interés en encontrar este trocito de lápiz. Tiene un gran valor para mis ojos; es para mí como un pequeño ser humano.