La gente que iba y venía se deslizaba ante mí como lucecitas. Por último, mi banco fue invadido por algunos señores que encendieron sus cigarros y comenzaron a charlar en voz alta. Me encolericé y estuve a punto de interpelarles, pero di media vuelta y me fui al otro extremo del parque, en donde encontré otro banco. Me senté.

La idea de Dios me preocupó nuevamente. Encontraba absolutamente injustificable de su parte que se me interpusiera cada vez que yo buscaba un empleo; y, para echarlo todo a perder, cuando pedía simplemente mi pan cotidiano. Había observado claramente que, cuando ayunaba, durante un período bastante largo, mi cerebro parecía desprenderse dulcemente de mi cabeza y lanzarse al vacío. Mi cabeza se aligeraba y, como si no existiera, no sentía su peso sobre mis hombros; y cuando yo miraba a alguien me parecía que mis ojos estaban fijos y desmesuradamente abiertos.

Sentado en el banco, sumido en estas reflexiones, acudieron a mi memoria trozos de mi catecismo, el estilo de la Biblia cantó en mis oídos y me hablé muy dulcemente a mí mismo, inclinando a un lado la cabeza sarcásticamente. ¿Para qué preocuparse de lo que comería, de lo que bebería, de lo que introduciría en la miserable caja de gusanos, que se llamaba mi cuerpo terrestre? ¿No me había tomado mi padre celestial a su cuidado como a los pajarillos del cielo, no me había hecho la gracia de señalarme como a su humilde servidor? Dios había metido su dedo en la red de mis nervios, y discretamente, al pasar, había embrollado un poco los hilos. Dios había retirado su dedo yen él habían quedado fibras y finas raicillas arrancadas a los hilos de mis nervios. Y en el sitio tocado por su dedo, que era el dedo de Dios, había un agujero abierto; y en mi cerebro, una herida hecha por el paso de su dedo. Pero después que Dios me tocó con el dedo de su mano me dejó tranquilo y no volvió a tocarme, ni permitió que me sucediera ningún mal. Me dejó ir en paz; pero me dejó ir con el agujero abierto. Y ningún mal me ocurrió por la voluntad de Dios que es el Señor de toda Eternidad...

El viento me traía acordes musicales de la plaza de los Estudiantes; eran, pues, más de las diez. Saqué mis papeles para intentar escribir alguna cosa y dejé caer del bolsillo mi abono del peluquero. Lo abrí y conté las hojas; quedaban siete bonos. «¡Dios sea loado!», dije. ¡Todavía podía afeitarme durante algunas semanas y tener aspecto presentable! Súbitamente, me sentí del mejor humor, ante esta pequeña propiedad que todavía me quedaba; doblé cuidadosamente los bonos y guardé el carnet en mi bolsillo.

Pero me era imposible escribir. Después de algunas líneas, ya no se me ocurría ninguna idea; mis pensamientos estaban en otra parte y yo era incapaz de intentar un esfuerzo determinado. Todo influía en mí y me distraía; todo lo que veía me producía una impresión nueva. Moscas y mosquitos se posaban en el papel y me descomponían; soplaba sobre ellos para echarlos, soplaba cada vez más fuerte, pero sin éxito. Los pequeños bichos se apoyan en su trasero, se hacen pesados y resisten, en un esfuerzo que dobla sus patas delgadas. No hay medio de hacer que se muevan. Encuentran un sitio donde asirse, hincan sus patas en un punto o en una aspereza del papel y quedan inmóviles, firmes, todo el tiempo que les parece.

Los pequeños monstruos me tuvieron ocupado un buen rato. Crucé las piernas y me dediqué a observarlos. De pronto, y procedentes de la plaza de los Estudiantes, hirieron mi oído varias notas agudas del clarinete que dieron un nuevo impulso a mi pensamiento. Descorazonado por no poder llegar al final de mi artículo, volví los papeles a mi bolsillo y me recosté en el respaldo del banco. En aquel instante sentía tan despejada mi cabeza que podía pensar los más sutiles pensamientos sin experimentar fatiga. Extendido en aquella posición, dejo correr mi vista a lo largo de mi pecho y de mis piernas y noto el movimiento de mi pie a cada influjo de la sangre. Me incorporo y miro a mis pies. Experimento entonces una sensación extraña y fantástica que hasta entonces no había notado.