Era, a lo largo de mis nervios, una sacudida ligera, maravillosa, como si los hubieran recorrido ondas luminosas. Al dirigir la vista a mis zapatos me parece encontrar un buen amigo o una parte separada de mí mismo. Es como un reconocimiento. Esta sensación hace vibrar mis sentidos, las lágrimas acuden a mis ojos y percibo mis zapatos como el ligero murmullo de una música que sube hacia mí. «¡Debilidad!», me dije rudamente a mí mismo. Cerré los puños al decir «¡Debilidad!». Me burlaba de mí mismo por estos sentimientos ridículos, me mofaba con una perfecta lucidez. Me hablaba razonablemente, con gran severidad, y cerraba violentamente los ojos para evitar las lágrimas. Como si nunca hubiera visto mis zapatos, me puse a estudiar su aspecto, su mímica cuando movía el pie, su forma y sus cañas usadas, y descubría que sus arrugas y sus costuras descoloridas les daban una expresión, les comunicaban una fisonomía. Algo de mi ser había pasado a mis zapatos y me hacían el efecto de un hálito que se elevaba hacia mi yo, de una parte de mí mismo que respiraba...
Disparaté acerca de estas sensaciones durante un gran rato, quizá durante una hora entera. Un viejecito vino a ocupar el otro extremo de mi banco; al sentarse, respiró profundamente, fatigado de su marcha, y dijo:
—Sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí. ¡Ah, sí!
Su voz fue como un viento que despejara el interior de m¡ cabeza. ¡Los zapatos no eran más que zapatos! Me parece ya que el estado de extravío que acabo de vivir pertenece a una época muy lejana, quizá a uno o dos años antes, y que está a punto de borrarse de mi memoria. Me puse a mirar al viejo.
¿En qué podía interesarme aquel hombrecillo? En nada. ¡En absoluto! Como no fuese que tenía en la mano un periódico —un número atrasado, con la página de anuncios al exterior— en el que parecía traer envuelta alguna cosa. Mi curiosidad se despertó y no podía separar los ojos del periódico. Se me ocurrió la insensata idea de que podía ser un periódico singular, único en su género. Crecía mi curiosidad y comencé a levantarme. Podían ser documentos, piezas peligrosas robadas en los archivos y se me ocurrió el pensamiento de un tratado secreto, de una conspiración.
El hombre estaba tranquilamente sentado y dormitaba. ¿Por qué no llevaba su periódico como cualquier otro individuo lo lleva, con el título hacia fuera? ¿Qué significaba tanta astucia? Parecía que no estaba dispuesto a dejar su paquete por nada del mundo y quizá ni aun osaba confiarlo a su propio bolsillo. Hubiera puesto la mano en el fuego a que el paquete ocultaba algo.
Miré al vacío. La imposibilidad de penetrar este misterio me enloquecía de curiosidad. Busqué en mis bolsillos algo que ofrecer al hombre para entablar conversación y encontré mi carnet de la peluquería, pero lo volví a guardar. Súbitamente se me ocurrió un golpe de audacia, palpé mi bolsillo vacío y dije:
—¿Me permite ofrecerle un cigarrillo?
—Gracias.
El hombre no fumaba, tenía que cuidar sus ojos, estaba casi ciego.
—De todos modos se lo agradezco.
—¿Hace mucho tiempo que tiene usted los ojos enfermos? Entonces, ¿no puede usted leer? ¿Ni los periódicos?
—¡Ni los periódicos, desgraciadamente!
Me miró. Cada uno de sus ojos tenía una nube que le daba un aspecto vidrioso, su mirada era blanca y ofrecía una impresión repugnante.
—¿Usted no es de aquí? —dijo.
—No... ¿No puede usted ni aun leer el título del periódico que tiene en la mano?
—Apenas...
Comprendió en seguida que yo era extranjero; había en mi acento algo que se lo indicaba. Se equivocaba poco; tenía el oído muy fino. Por la noche, cuando todo el mundo dormía, podía oír respirar a la gente en la habitación próxima... ¿Qué quería yo decir?, ¿dónde vive usted?
Instantáneamente se me ocurrió una mentira. Mentí contra mi voluntad, sin intento, sin segunda intención, y contesté:
—En la plaza de San Olaf, número dos.
—¿De veras? —El hombre conocía cada piedra de la plaza de San Olaf.
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