La niebla era muy espesa, y me deslicé hasta la alambrada: podía oír a los fascistas charlar y cantar. Con gran alarma, advertí que varios de ellos descendían por la ladera en mi dirección. Me oculté detrás de un arbusto que de pronto me pareció muy pequeño, y traté de amartillar el fusil sin hacer ruido; por suerte, Se desviaron y no llegaron a verme. Al lado de mi escondite encontré varios restos de la lucha anterior: cartuchos vacíos, una gorra de cuero con un agujero de bala, una bandera roja, evidentemente nuestra. La llevé de vuelta a la posición, donde fue convertida sin ningún sentimentalismo en trapos de limpieza.
Me habían ascendido a cabo* en cuanto llegamos al frente, y tenía a mi cargo una guardia de doce hombres. No era una ventaja, especialmente al principio. La centuria era una turba no adiestrada compuesta en su mayoría por adolescentes. De tanto en tanto, uno se encontraba con criaturas de hasta once o doce años, por lo común refugiados del territorio fascista que se habían alistado en la milicia como la manera más fácil de asegurarse el sustento. Por lo general, eran empleados en la retaguardia para tareas livianas, pero a veces se las ingeniaban para escurrirse hasta el frente, donde constituían una amenaza pública. Recuerdo que una de estas bestezuelas arrojó «en broma» una granada en el fuego encendido de un refugio. En Monte Pocero creo que nadie tenía menos de quince años, pero la edad promedio debe de haber estado muy por debajo de veinte. Los muchachos de esta edad nunca deberían ser enviados al frente, porque no pueden soportar la falta de sueño que es inseparable de la guerra de trincheras. Al comienzo resultaba casi imposible mantener vigilada nuestra posición de la forma adecuada por la noche. Para despertar a los desgraciados chicos de mi sección había que sacarlos de sus refugios con los pies por delante, y en cuanto uno volvía la espalda abandonaban sus puestos y se buscaban un lugar resguardado, o bien, a pesar del riguroso frío, se apoyaban contra la pared de la trinchera y se quedaban completamente dormidos. Por suerte, el enemigo nunca se mostró muy emprendedor. Había noches en que me parecía que nuestra posición podía ser arrasada por veinte boy scouts armados con rifles de aire comprimido o veinte girl scouts armadas con raquetas.
En esa época y hasta mucho más tarde, el sistema en que se basaban las milicias catalanas seguía siendo el mismo que al comienzo de la guerra. En los primeros días del levantamiento de Franco, las milicias habían sido apresuradamente organizadas por los diversos sindicatos y partidos políticos; cada una constituía en esencia una organización política, fiel a su partido tanto como al gobierno central. En 1937, cuando se formó el Ejército Popular que era un cuerpo «no político», organizado según criterios más o menos corrientes, las milicias partidistas quedaron teóricamente incorporadas a él. Pero durante mucho tiempo los únicos cambios introducidos fueron teóricos: las tropas del nuevo Ejército Popular llegaron al frente de Aragón en junio, y hasta ese momento el sistema de milicias permaneció invariable. El rasgo esencial del sistema era la igualdad social entre oficiales y soldados. Todos, desde el general hasta el recluta, recibían la misma paga, comían los mismos alimentos, llevaban las mismas ropas y se trataban en términos de completa igualdad. Si a uno se le ocurría palmear al general que comandaba la división y pedirle un cigarrillo, podía hacerlo y a nadie le resultaba extraño. Por lo menos en teoría, cada milicia era una democracia y no una organización jerárquica. Se daba por sentado que las órdenes debían obedecerse, pero también que una orden se daba de camarada a camarada y no de superior a inferior. Había oficiales con y sin mando, pero no un escalafón militar en el sentido usual; no había ni distintivos ni galones, ni taconazos ni saludos reglamentarios. Dentro de las milicias se intentó crear una especie de modelo provisional de la sociedad sin clases. Desde luego, no existía una perfecta igualdad, pero era lo más aproximado a ella que yo había conocido o que me hubiera parecido concebible en tiempo de guerra.
No obstante, admito que, a primera vista, el estado de cosas en el frente me horrorizó. ¿Cómo demonios podía ganar la guerra un ejército así? Todo el mundo se hacía esa pregunta que, si bien era justa, también resultaba gratuita, pues en esas circunstancias, las milicias no podían ser mucho mejores de lo que eran. Un ejército mecanizado moderno no brota de la tierra y, si el gobierno hubiera esperado hasta contar con tropas adiestradas, nunca habría podido hacer frente al fascismo. Más tarde se puso de moda criticar las milicias y sostener que los fallos debidos a la falta de armas y de adiestramiento eran el resultado del sistema igualitario.
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