En realidad, una leva recién reclutada de milicianos constituía una turba indisciplinada, no porque los oficiales llamaran «camaradas» a los reclutas, sino porque las tropas novatas siempre son una turba indisciplinada. En la práctica, el tipo «revolucionario» democrático de disciplina merece más confianza del que cabría esperar. En un ejército de trabajadores, la disciplina es teóricamente voluntaria, se basa en la lealtad de clase; mientras que la disciplina de un ejército burgués de reclutas se basa, en última instancia, en el miedo. (El Ejército Popular que reemplazó a las milicias ocupaba una posición intermedia entre ambos tipos.) En las milicias, el atropello y el abuso inherentes a un ejército corriente no se hubieran tolerado ni por un instante. Los castigos militares normales existían, pero sólo se aplicaban en los casos de delitos muy graves. Cuando un hombre se negaba a obedecer una orden, no se le castigaba de inmediato: primero se apelaba a su espíritu de camaradería. Una persona cínica, sin experiencia de mando, podrá afirmar sin demora que esto no puede «funcionar» jamás, pero lo cierto es que «funciona».

La disciplina de incluso las peores levas de la milicia mejoró notablemente a medida que transcurría el tiempo. En enero, la tarea de dirigir una docena de reclutas novatos casi me hizo encanecer. En mayo, actué durante un breve período como teniente, al mando de unos treinta hombres, ingleses y españoles. Todos habíamos estado en el frente durante meses, y nunca tuve la más mínima dificultad para conseguir que obedecieran una orden o se ofrecieran voluntariamente para una tarea peligrosa. La disciplina revolucionaria depende de la conciencia política, de la comprensión de por qué deben obedecerse las órdenes; necesita tiempo para formarse, pero también se necesita tiempo para convertir a un hombre en un autómata dentro del cuartel. Los periodistas que se burlaban del sistema de milicias pocas veces recordaban que éstas tuvieron que contener al enemigo mientras el Ejército Popular se adiestraba en la retaguardia. Y el mero hecho de que las milicias hayan permanecido en el frente constituye un tributo a la fuerza de la disciplina revolucionaria, pues hasta junio de 1937 lo único que las retuvo allí fue la lealtad de clase. Se podía fusilar a los desertores individuales, y eso es lo que se hacía ocasionalmente, pero si un millar de hombres decidiera abandonar el frente, ninguna fuerza podría detenerlos. Un ejército de reclutas en las mismas circunstancias y sin una policía militar para vigilarlos hubiera retrocedido. Las milicias en cambio defendieron sus posiciones. Dios sabe que obtuvieron muy pocas victorias, pero las deserciones individuales no fueron comunes. En cuatro o cinco meses en la milicia del POUM sólo supe de cuatro desertores, y dos de ellos eran casi seguro espías que se habían alistado para obtener información. Al comienzo, el aparente caos, la falta general de adiestramiento, el hecho de que a menudo uno debía discutir durante cinco minutos para conseguir que se obedeciera una orden me espantaban y me enfurecían. Tenía ideas típicas del ejército británico, y ciertamente las milicias españolas eran bastante diferentes del ejército británico. Pero, considerando las circunstancias, eran mejores tropas de lo que se tenía derecho a esperar.

Y mientras tanto, la leña, siempre la leña. Durante todo ese período, probablemente no haya ninguna anotación en mi diario donde no se mencione la leña o, mejor dicho, la falta de ella. Nos encontrábamos entre unos seiscientos y novecientos metros por encima del nivel del mar, estábamos en pleno invierno y el frío era inenarrable. La temperatura no era excepcionalmente baja, muchas noches ni siquiera helaba, y el sol invernal brillaba a menudo durante una hora al mediodía, pero se pasaba mucho frío. A veces soplaban vientos ululantes que nos arrancaban la gorra y nos hacían volar el cabello en todas direcciones, nieblas que se introducían en la trinchera como un líquido y parecían penetrar hasta los huesos; llovía con frecuencia, y un cuarto de hora de lluvia bastaba para que las condiciones se tornaran insoportables. La delgada capa de tierra por encima de la piedra no tardaba en convertirse en una pasta resbaladiza y, como siempre se caminaba sobre pendiente, resultaba imposible conservar el equilibrio. En las noches oscuras a menudo me caía media docena de veces en menos de veinte metros; esto era peligroso, pues el seguro del fusil podía atascarse con el barro. Durante varios días seguidos la ropa, las botas, las mantas y las armas se quedaban embarradas. Yo había llevado tanta ropa de abrigo como pude, pero muchos carecían de lo esencial. Para toda la guarnición, unos cien hombres, sólo había doce capotes, que los centinelas se pasaban unos a otros, y la mayoría contaba únicamente con una manta.