Había ametralladoras en la proporción aproximada de una por cada cincuenta hombres; eran armas viejas, pero bastante precisas hasta una distancia de trescientos a cuatrocientos metros. Aparte de esto, sólo contábamos con nuestros fusiles, la mayoría de los cuales sólo valían como hierro viejo. Se utilizaban tres tipos de fusil. Uno era el máuser largo; casi todos con más de veinte años de antigüedad, con miras tan útiles como un velocímetro roto y la estría completamente oxidada. A pesar de ello, uno de cada diez no funcionaba del todo mal. Luego teníamos el máuser corto, o mosquetón, que es en realidad un arma de caballería. Gozaba de mayor popularidad que los otros porque era más liviano, estorbaba menos en la trinchera y, también, porque era comparativamente nuevo y parecía más eficaz. En verdad, se trataba de armas casi inútiles. Estaban hechas con partes de otras armas, ningún cerrojo correspondía a su fusil, y podía darse por descontado que el setenta y cinco por ciento dejaba de funcionar después de cinco tiros. También había unos pocos winchester, muy cómodos de manejo, pero enormemente imprecisos y que había que cargar después de cada tiro, puesto que no se disponía de los cargadores correspondientes. Las municiones eran tan escasas que cada recién llegado apenas recibía cincuenta cargas, la mayoría de ellas de muy mala calidad. Los cartuchos de fabricación española eran todos usados y vueltos a cargar y atascaban el mejor de los fusiles. En cambio, los mexicanos eran superiores, por lo cual eran reservados para las ametralladoras. La mejor munición era la de origen alemán, pero como ésta provenía únicamente de los prisioneros y desertores, no abundaba demasiado. Yo tenía siempre en el bolsillo un paquete de cartuchos alemanes o mexicanos para utilizar en caso de emergencia. Pero, en la práctica, si se llegaba a producir una emergencia, casi nunca disparaba mi fusil: tenía demasiado miedo de que se trabara aquel maldito trasto y quería reservar por lo menos una carga que disparase de verdad. No teníamos cascos ni bayonetas, carecíamos de revólveres o pistolas y no había más que una granada por cada cinco o diez hombres. La granada utilizada en esa época era un objeto terrorífico conocido como «granada FAI»[6], inventada por los anarquistas en los primeros días de la guerra. Se basaba en el principio de una bomba Mills, pero la palanca no estaba sostenida por un seguro, sino por un trozo de cinta adhesiva. Al arrancar la tira había que librarse de ella a la mayor velocidad posible. Se decía que estas granadas eran «imparciales»: mataban tanto al enemigo como a quien las arrojaba. Disponíamos de varios tipos más, incluso más primitivos, pero probablemente algo menos peligrosos… para el que tiraba, por supuesto. Hasta finales de marzo no vi una granada digna de tal nombre.
A la escasez de armas se sumaba la de todos los otros elementos de importancia en una guerra. No teníamos mapas ni planos, por ejemplo. En España nunca se había hecho un registro cartográfico completo, y los únicos mapas detallados de esa zona eran los viejos mapas militares, casi todos en poder de los fascistas. No contábamos con telémetros, telescopios, periscopios, prismáticos —excepto unos pocos de propiedad privada—, luces de Bengala o Veri, tenazas para cortar las alambradas, herramientas de armero, ni tampoco siquiera con material de limpieza. Los españoles no parecían haber oído hablar nunca de una baqueta y me observaron sorprendidos mientras yo la fabricaba. Cuando uno quería limpiar el fusil, lo llevaba al sargento, quien poseía una larga varilla de latón invariablemente torcida que, por lo tanto, raspaba el cañón. Ni siquiera había aceite para las armas. Eran lubricadas con aceite de oliva, cuando se podía conseguir.
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